Por Enrique Guillermo Avogadro.-

«Hay que tener temple de héroe para ser, sencillamente, un hombre decente». John Le Carré.

Desde luego, y más allá de la exitosa visita de Mauricio Macri, con la remarcable compañía de Sergio Massa, al foro de Davos, la semana que pasó estuvo marcada por el increíble aumento de la inflación, en especial en materia de alimentos. A principios de diciembre, los industriales argentinos, tan afectos a la protección y los favores del Estado, previeron que la apertura del cepo cambiario que ejecutaría el Gobierno tan pronto asumiera, llevaría la cotización del dólar a alrededor de $ 20, y acomodaron sus precios a esas perspectivas imaginadas.

Como sabemos, el tal vez excesivo éxito de la medida lo ha hecho fluctuar en torno a los $ 14 por unidad y, sin embargo, no hubo una retracción similar en los precios, lo cual prueba la catadura moral de esos falsos «capitanes de la industria»; ni siquiera el aumento en el valor de sus empresas medido en términos bursátiles, producto precisamente del cambio copernicano en la forma de gestionar la cosa pública, ha conmovido el duro corazón de estos señores, tan atado al cortoplacismo y tan amante de la ganancia inmediata. Macri, que los conoce bien, debiera comenzar ya mismo a poner límites a tanta ambición y a tanto egoísmo; basta para ello que los obligue a competir, abriendo paulatinamente el comercio, y a adecuarse a esa nueva realidad, compitiendo por calidad y precio. La adopción de una conducta de este tipo no sólo garantizaría los puestos de trabajo actuales sino que, seguramente, permitiría crear muchísimos nuevos por efecto de una gran demanda global de productos locales de excelencia.

El otro hecho fue la reacción del kirchnerismo (con la conspicua presencia de Estela Carlotto) y de los partidos de izquierda frente a la detención, bajo imputaciones de delitos comunes, de la dirigente de la Tupac Amaru, Milagro Sala, calificada de presa política. Son los mismos que no dudaron en dejar como herencia a más de dos mil detenidos desde hace más de diez años, muchos de ellos sin condena, por el solo hecho de haber vestido el uniforme de la Patria cuando, quienes ahora acusan, asesinaban indiscriminadamente, ponían bombas, atacaban los regimientos del gobierno democrático que obtuvo más votos en la historia e, inclusive, pretendían transformar a Tucumán en «estado beligerante», protegidos por Cuba, Libia, Vietnam, Argelia, Líbano, etc.

Tal como sucediera durante la década saqueada, estos dementes pretenden aún, cuando ya han perdido las elecciones y el poder, imponer el patoterismo a la vigencia de la ley y no dudan en continuar ocupando el espacio público con sus piquetes mafiosos, sensiblemente más raleados por la escasez de fondos oficiales para transportar y sostener a sus integrantes. El viernes, mientras la ciudad ardía, me preguntaba dónde estaban los jueces y fiscales que nada hacían para poner fin a estas cosas, que tanto perjudican a los demás.

Y el tercer hecho significativo fue la gigantesca demostración de dolor cívico que constituyó la conmemoración del primer aniversario del asesinato del Fiscal Nisman tras su denuncia contra Cristina y Twitterman por encubrimiento de los autores del atentado a la AMIA, al parecer algo indispensable para los oscuros negocios que el kirchnerismo realizaba con Venezuela y con Irán.

El 1° de febrero, los jueces federales, que tanto han dormido, alquilados (nunca vendidos) durante los negros años de ambos Kirchner, además de avanzar en la causa del inexplicado memorandum firmado con los ayatolás, debieran sacarse las lagañas, quitar el polvo de cientos de expedientes de denuncias de corrupción y comenzar a llamar a quienes tanto confundieron los dineros públicos con personales. Hasta en Brasil y en Estados Unidos, la Justicia está avanzando contra delincuentes como Julio de Vido, por cobrar coimas de Petrobras y beneficiar a los amigos del poder, o Mariano Recalde y Ricardo Jaime, por sobreprecios en la compra de aviones para Aerolíneas Argentinas; ¿cómo explicar, entonces, que Anímal Fernández, tan sindicado como gerente del narcotráfico, no haya sido aún citado por juez alguno?

A las sesiones ordinarias del Congreso, el Poder Ejecutivo debería enviar sendos proyectos de ley que permitan incorporar a nuestros códigos la figura del arrepentido -la delación premiada- para permitir que muchos cuenten lo que saben y, en su caso, aporten las pruebas necesarias para combatir a los corruptos -funcionarios, empresarios y ciudadanos- de todo pelaje, incluido el fabuloso negocio realizado con los derechos humanos, y el decomiso, en beneficio del Estado, de las ilícitas fortunas así amasadas.

Pero pretendo continuar con propuestas positivas para el Gobierno, que permitan cambiar nuestra triste realidad. Hoy le tocará el turno, precisamente, a los jueces y fiscales de menor cuantía y, por qué no, a la policía, tan cuestionada en estos días. Tampoco en esta materia voy a inventar la pólvora; por eso, mi sugerencia es imitar un modelo que tanto éxito ha tenido en los Estados Unidos. Allí, los ciudadanos eligen, entre ellos mismos, a los fiscales y a los jueces inferiores y hasta su jefe de policía local, que ocupan sus cargos por determinados períodos pero pueden renovar sus mandatos; como los así escogidos forman parte de la misma pequeña comunidad en que ejercen sus funciones, el control de sus actos y de los eventuales cambios en su vida personal la realizan los propios vecinos, que los premian o castigan con su voto.

Las ventajas de adoptar un sistema similar, sobre todo en los pueblos del interior, son obvias: alivio en la tarea de los tribunales superiores, rapidez en los procedimientos, proximidad con los hechos, independencia en las decisiones, y justicia en las sentencias, civiles y penales. Si quien ejerciera como «sheriff» fuera un ciudadano común, conocería a su comunidad como nadie, y sería conocido por ésta hasta en sus menores hábitos y costumbres, impidiendo así que cayera en la tentación de corrupción, so pena de terminar él mismo en la cárcel. Obviamente, una solución de este tipo no podría aplicarse en las grandes ciudades, donde todos somos anónimos, y tampoco podría dejarse en manos de estos funcionarios locales la actuación contra los grandes delitos federales, pero significaría un enorme avance en la lucha contra todas las formas de delincuencia.

Espero, finalmente, que Macri reponga, bajo control civil, a la Gendarmería Nacional, a la Prefectura Naval y a la Policía de Seguridad Aeroportuaria en sus funciones específicas, dotándolas de todos los medios -y de la voluntad política- necesarios para encarar seriamente la lucha contra el narcotráfico; si lo hace, nos alejará del trágico destino que hoy desangra a México.

Share