Por Hernán Andrés Kruse.-

Desde hace tiempo que diversos analistas políticos centran su atención sobre la conflictiva relación entre el presidente y la vicepresidenta de la nación. Es lógico que ello suceda ya que nunca antes había estallado una guerra de semejante magnitud en la cima del poder. En realidad, nunca antes quien ocupa el cargo de vicepresidente de la nación dedicó todos sus esfuerzos en dinamitar al presidente, en esmerilar su autoridad sin prisa pero sin pausa.

El dantesco espectáculo que están brindando Cristina y Alberto tiene su origen, me parece, en la génesis misma del FdT. A comienzos de 2019 era evidente que Mauricio Macri, pese a su desastroso gobierno, tenía muchas chances de obtener la reelección debido a la incapacidad de la oposición de presentarse unida. Cristina, la única dirigente de la oposición capaz de competir contra el oficialismo, era consciente de que pese a contar con el apoyo de alrededor del 35% del electorado, el denominado núcleo duro del cristinismo, necesitaba sí o sí contar con el apoyo del peronismo no cristinista. También era perfectamente consciente de que si ella se candidateaba a la presidencia ese peronismo no la votaría. Se trataba de un callejón sin salida.

Fue entonces cuando Cristina sorprendió a todos ofreciendo la candidatura a presidente a quien fuera jefe de Gabinete de Néstor Kirchner entre 2003 y 2007 y su jefe de Gabinete en el primer año de su gestión: Alberto Fernández. ¿Por qué lo eligió? Por una simple y contundencia razón: porque con Alberto encabezando la fórmula presidencial quedaba garantizado el apoyo de los gobernadores justicialistas, de los barones del conurbano y de la CGT. Alberto, ni lerdo ni perezoso, aceptó el convite. Seguramente jamás imaginó que se le presentaría semejante oportunidad para ser presidente de la Argentina. Es probable que nunca haya pensado en ser presidente, en realidad. Pero los planetas se alinearon de tal manera que en la primera vuelta de las presidenciales de noviembre de 2019 el 48% del electorado eligió a la fórmula del FdT.

Todo el mundo sabía que Alberto Fernández sería un presidente sin poder, un presidente que se limitaría a obedecer a su mentora, Cristina Kirchner. Todo cambió con la pandemia. La cuarentena eterna impuesta por Alberto le permitió, entre marzo y junio de 2020, gozar de una popularidad inimaginable cuando asumió el 10 de diciembre. Creo no equivocarme si afirmo que a Cristina no le debe haber causado ninguna gracia semejante apoyo. Fue entonces cuando Alberto cometió el primero de sus muchos errores políticos. Me refiero a su decisión de prolongar la cuarentena hasta el infinito. Su estrella política comenzó a languidecer rápidamente, lo que fue aprovechado por Cristina, temerosa de que Alberto decidiera cortarse solo. De manera sorpresiva, la vicepresidente publicó su primera carta en la que afirmaba que había funcionarios que no funcionaban. Fue el comienzo de la guerra entre ambos. Si hubo quienes imaginaron que no duraría mucho, cometieron un grosero error de cálculo. Con el correr de los meses fue agravándose y hoy puede decirse que la relación está quebrada.

Lo que aconteció en el CCK la semana pasada es inédito en nuestra historia. Nunca antes un vicepresidente vapuleó públicamente de manera tan descarada al presidente. Cristina afirmó que Alberto no tenía poder para tomar decisiones. La inmensa mayoría de los argentinos piensa exactamente lo mismo. El duro discurso de Cristina fue, como no podía ser de otro modo, el tema central de las columnas políticas que aparecieron este fin de semana en los grandes medios de comunicación. La que más me impactó fue la de Héctor M. Guyot titulada “La política de la humillación”, publicada por La Nación el 16 de abril. Habla directamente de una relación de sadomasoquismo entre Cristina y Alberto.

¿Por qué Alberto acepta ser humillado en público por Cristina? Porque el presidente será muchas cosas menos un político sin experiencia. Alberto conoce a Cristina desde hace muchos años. Sabe perfectamente la complejidad de su personalidad. Cuando aceptó la candidatura presidencial sabía perfectamente a lo que se exponía. Aparentemente Alberto ha tomado la decisión de adoptar el silencio como respuesta a los embates de su mentora. ¿Está apostando a una guerra de desgaste? Si ello es así no sería extraño que haya tomado el ejemplo de Scioli, quien soportó estoicamente los ataques de Néstor y Cristina cuando fue vicepresidente y luego dos veces gobernador de Buenos Aires. Ahora bien ¿se puede gobernar un país complejo como el nuestro en esas condiciones? Porque da toda la sensación que Alberto sólo apuesta a terminar su mandato a cualquier precio, es decir, sin atreverse a desafiar a Cristina. En consecuencia, nos esperan momentos muy duros porque no debemos olvidar que todos estamos en la cubierta del Titanic, incluidos Cristina y Alberto.

Anexo

La política de la humillación

La Nación, 16/4/022

Ella no conoce otro método. Pero en sus manos la humillación es un arma muy efectiva porque no proviene del cálculo, sino de una necesidad psicológica que ella ha convertido en herramienta política. Le reporta un doble beneficio: el gesto de rebajar al otro la confirma en una posición de superioridad, al tiempo que refuerza el vínculo enfermizo del sometimiento. Ese vínculo, para ella, es poder.

Barones de conurbano, sindicalistas de piel dura, gobernadores feudales, empresarios curtidos, machos alfa del peronismo, todos han bajado la cabeza. Un poco por conveniencia, ya que comiendo de su mano mantenían o acrecentaban los privilegios del poder, pero en mayor medida por un miedo irracional que los llevaba a aplaudir mecánicamente sus discursos, a festejar sus ocurrencias, a nunca señalarle un error, a no contradecirla, a escucharla como si fuera un oráculo, a inclinarse solícitos ante sus deseos. Así, con esa actitud, sellaban el círculo de la humillación. Y profundizaban el sometimiento.

Detrás de esa necesidad de humillar parece haber un resentimiento que quizá provenga del hecho de sentirse o haberse sentido menos. Sin embargo, convertido en principio activo a fuerza de voluntad, ese resentimiento le provee la energía suficiente para hacer aquello que la hace sentirse más. Ella necesita sentirse más. Siempre. Satisfacer ese sentimiento implica renunciar a la empatía con el otro, que queda reducido a mero instrumento de esa agobiante e insaciable necesidad. Esa pulsión no perdona ni a los suyos, incluidos los colaboradores más cercanos, que son humillados aun cuando le rinden pleitesía y la sirven de manera incondicional. Y la domina a tal punto que se entrega a ella, en arrebatos autodestructivos, incluso cuando un análisis frío le diría que no le conviene hacerlo. A veces lo que te hace fuerte es lo que te destruye.

Este patrón de conducta, que proyecta sobre la sociedad un modelo de relación violenta, ha marcado a todos los gobiernos kirchneristas, pero se expresa con mayor claridad en el actual. El vínculo que une a la vicepresidenta con el Presidente, viciado desde el comienzo, derivó en una suerte de sadomasoquismo político que no solo le hizo pagar altos costos a los que ocupaban los roles de dominante y dominado sino también, y especialmente, al país.

Cristina Kirchner esperaba que Alberto Fernández, con el poder vicario que ella misma le transmitía, hiciera lo necesario para cerrar las múltiples causas por corrupción que se le siguen en la Justicia. Para lograr ese fin perverso se necesita una cuota de poder considerable y ella lo sabe. El Presidente la obtuvo cuando, al principio de la pandemia, se puso al frente de una mesa de diálogo integrada también por el jefe de Gobierno porteño y el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Ese 80% de imagen positiva que tenía por entonces le daba más posibilidades de neutralizar la prueba abrumadora que los jueces han reunido contra ella. Sin embargo, cuando la sociedad premiaba el consenso y el Presidente vivía sus cinco minutos de gloria, Cristina lo empujó a la polarización y a una serie de decisiones descabelladas que minaron rápidamente la popularidad de Fernández, para después someterlo a ataques y humillaciones periódicas. Es decir, ella pinchó el bote que había inflado para cruzar el río. Y en medio de la travesía.

Por su lado el Presidente, que quiso usar y fue usado, nunca se atrevió a dejar el rol que le asignaron en la relación. Pudo haberse emancipado en ese momento en que, haciendo lo correcto, empezaba a obtener reconocimiento popular y una cuota propia de poder. Pero no lo hizo. Tal vez lo paralizara ese temor reverencial que paraliza a todos y apostó en vano a la racionalidad de la vicepresidenta. Un error, porque en esa sociedad asimétrica que conformaron, por más cínico que haya sido el pacto no escrito entre ambos, hay condicionantes que pesan mucho más que el mero cálculo. En cualquier caso, lo insólito es que, en su debilidad, el Presidente siempre fue a buscar amparo en la persona que desde el principio no ha hecho otra cosa que esmerilarlo.

En esta deriva alienada, el ataque que la vicepresidenta le dedicó el miércoles durante su discurso frente a los parlamentarios europeos y de la región no sorprende. En una nueva humillación, lo pintó a Fernández con los atributos del mando, pero sin poder. La pelea matrimonial ya se despliega sin tapujos ante las visitas en un “espectáculo bochornoso”, según calificó después un grupo de eurodiputados. Uno de los temas a discutir en el encuentro era el discurso del odio. Se llevaron una muestra gratis. Convenientemente distribuidos en el CCK, los fieles celebraron enfervorizados los mohines y sobreentendidos con que Cristina Kirchner ridiculizó al Presidente. Ante los ojos del mundo, perdidos en la embriaguez de su propio rito, la suma sacerdotisa y sus acólitos se entregaron a esa épica vacía cuya efervescencia esconde, cada vez con mayor dificultad, la realidad de un país saqueado y hoy sin rumbo que se debate entre el pasado y el futuro.

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