Por Hernán Andrés Kruse.-

La vicepresidenta utilizó un encuentro que mantuvo con curas villeros en el Senado nacional para reaparecer en público. Expresó (fuente: Perfil, 5/9/22): “Yo siento que estoy viva por Dios y por la virgen, realmente. Así que me pareció que si tenía que agradecer a Dios y la virgen tenía que hacerlo rodeado de curas por los pobres, de curas villeros y de hermanas laicas, de hermanas religiosas”. “El Papa Francisco me llamó bien tempranito al otro día de ese jueves, el viernes tempranito me llamó. Estuvimos hablando por teléfono y me dijo algo así como que los actos de odio y de violencia siempre son precedidos por palabras y por verbos de odio y de violencia. Primero es lo verbal ¿no? la agresión y después ese clima va creciendo, creciendo y creciendo y finalmente se produce”.

“Yo creo que lo más grave no es lo que me pudo haber pasado a mí. Para mí lo más grave fue haber roto un acuerdo social que había desde el año 1983. Recuperar la democracia fue recuperar la vida y la racionalidad de que podamos discutir en política, peronistas, alfonsinistas, peronistas renovadores, peronistas tradicionales”. “La gracia no es juntarse con los que piensan igual. La gracia es juntarse con los que piensan distinto y ver, si al menos en economía, podemos tener un acuerdo mínimo”. Luego comparó el intento de asesinato que sufrió hace dos semanas con el que sufrió Hipólito Yrigoyen el 24 de diciembre de 1929. “¿Por qué traigo esto a colación? Porque me parece que tenemos que examinarnos a nosotros mismos, la autopercepción que tenemos los argentinos de nosotros mismos. Y lo que somos, porque siempre hubo grupos, pequeños pero de gran poder, que quieren suprimir, eliminar al que piensa diferente”.

Cristina hizo mención de la ruptura del pacto democrático en 1983. En aquel momento dicho pacto no era otro que la constitución de 1853, cuyo Preámbulo era recitado por Raúl Alfonsín como cierre de cada acto de campaña previo a las presidenciales de aquel histórico año. La oposición, encarnada por un peronismo que se encontraba en estado de shock por la derrota en las urnas, jamás respetó dicho pacto. Ahí están, como prueba irrefutable de ello, los 13 paros de la CGT de Saúl Ubaldini y los saqueos organizados contra los supermercados de varias ciudades del país durante el primer semestre de 1989. En diciembre de 2001 el peronismo nada hizo por evitar la caída de Fernando de la Rúa, cuya incapacidad para gobernar provocó un desastre gigantesco. Luego, durante la primera presidencia de Cristina, el poder agropecuario, la oposición y el poder mediático le declararon la guerra poniendo como excusa la resolución 125. ¿El pacto democrático? Bien, gracias.

Nunca hubo pacto democrático con posterioridad a la elección presidencial de 1983. En realidad, nunca hubo pacto democrático a lo largo de nuestra dramática historia. Nunca lo hubo porque desde que la Argentina se dividió en dos corrientes ideológicas antagónicas (la democracia caudillista y la democracia liberal) inmediatamente después de la revolución de 1810, la expresión “unión nacional” pasó a ser una entelequia. Es por ello que el deseo de Cristina caerá en saco roto, tal como aconteció con otros intentos, como el que protagonizaron Perón y Balbín en la década del setenta y que quedó hecho trizas por la guerra desatada entre la izquierda y la derecha del peronismo.

¿Por qué, entonces, la vicepresidente sacó a relucir la necesidad de la unidad nacional siendo consciente del inexorable destino de tal propuesta? Porque ella sabe muy bien que en la vereda de enfrente todos (o al menos un buen número) la odian. En la vereda de enfrente todos (o al menos un buen número), aunque jamás lo reconocerán públicamente, se sienten identificados con Elisa Carrió, quien al visitar la Universidad del Nordeste, no tuvo mejor idea que ironizar sobre el atentado (fuente: Perfil, 12/9/022): “Ahora viene el gordicidio, que es la muerte de una gorda”. Es probable que Cristina, que es una política por demás experimentada, tenga en mente obligar a los referentes de la oposición a dejar bien en claro su postura, primero, sobre lo que sucedió en su domicilio y, segundo, sobre su real vocación de dialogo. No hay que olvidar que la elección presidencial del año próximo no está tan lejos. Y el tiempo, como todos sabemos, pasa volando.

¿Conspiración o puesta en escena?

En su edición del 14/9/022, La Nación publicó una columna de Joaquín Morales Sola titulada “Cuando muchos no creen en el atentado”. Escribió el autor:

“Ni el gobierno ni la Justicia ni la policía. Nada es creíble para una importante mayoría social, que sigue convencida de que el intento de atentado a Cristina Kirchner fue, en realidad, un autoatentado para sacar provecho político después de las gravísimas acusaciones que le hizo la Justicia (…) Aun cuando se vio en fotos y en televisión un revolver apuntando a la cabeza de Cristina Kirchner, y a pocos centímetros de ella, el acto es, para esa mayoría social, un simple montaje. El propio oficialismo hizo mucho para cultivar esa desconfianza porque usó políticamente el hecho desde el mismo instante en que sucedió. Feriado, manifestaciones, sesiones especiales en el Congreso y hasta una misa en el más importante santuario nacional por un magnicidio que nunca ocurrió. Demasiado para una sociedad en la que, salvo para el fanatismo kirchnerista, prima el hartazgo ante tanta inestabilidad en la vida cotidiana, ante la inoperancia de una dirigencia que no cumplió con ninguna de sus expectativas (…) La desconfianza sobre lo que ocurrió en la noche del jueves 1 de septiembre no se instaló sólo en la gente común. Hay importantes políticos y hasta funcionarios judiciales que no creen que se haya tratado de un hecho aislado, perpetrado por lúmpenes resentidos con el sistema político y económico. Si se les da a elegir, prefieren quedarse con la hipótesis de un autoatentado, supuestamente organizado para levantar la tambaleante figura de la expresidenta (…)”.

“Si fuera, como sospecha ahora la Justicia, un acto de resentidos sociales, toda la dirigencia política debería preocuparse. Podríamos estar solo ante un síntoma de jóvenes marginados del sistema y que, por lo tanto, se abrazan a principios antisistema. Tanto Sabag Montiel como Brenda Uliarte hasta se manifestaron decepcionados de Javier Milei, la mayor expresión de un liderazgo que refuta al sistema. Fuera del sistema político, económico y social, marginados de cualquier vida legal y carenciados de esperanza en el ascenso social, son capaces de recurrir a la violencia sin medida ni límites. Lo dijo la propia Uliarte, en uno de sus mensajes previos al intento de atentado: es hora de dejar la protesta y de pasar a la acción, que es, desde ya, la acción violenta. Eran, más o menos, lo que decían los insurgentes de la década del 70. La política debería hurgar hasta establecer cuántos jóvenes hay en el país en esa situación, cansados ya hasta de la protesta. Tal advertencia no es una justificación: un delito es un delito y debe ser condenado con la severidad de la ley, haya sido obra del desvarío de marginales o de una monumental conspiración no probada hasta ahora. El grosero uso político del hecho está ocultando, quizás, problemas más profundos de un país fracturado, desengañado y harto”.

Es perfectamente entendible que un importante porcentaje de la sociedad no le crea al gobierno nacional, esté convencida que se trató de un autoatentado, de una puesta en escena con fines electoralistas. Semejante descreimiento es responsabilidad exclusiva del propio gobierno, que ha dado sobradas muestras de desinterés en hacerse confiable y creíble. Luego del Olivosgate la confianza en el gobierno se redujo a cero. A partir de ese nefasto hecho, todo lo que digan o hagan tanto el presidente como la vicepresidente, los miembros del gabinete y los legisladores del oficialismo, cae en saco roto para ese 55 % de la población que señala Morales Solá.

Para ese 55% todo se trató de una puesta en escena. Punto. Sólo la justicia puede hacerlo cambiar de postura. Para ello es fundamental que la jueza de la causa logre esclarecer lo antes posible el intento de asesinato de la vicepresidenta de la nación. Es esencial que quede probada no sólo la participación de los involucrados de manera directa en el grave hecho, sino también la identidad de los autores intelectuales. Pues bien, para Morales Solá el intento de magnicidio fue obra de un par de lúmpenes, de resentidos sociales que se propusieron salir del anonimato intentando matar a Cristina Kirchner. En este punto brotan como hongos un sinnúmero de dudas.

En las últimas horas se tuvo conocimiento de la existencia de una flamante organzación de extrema derecha, Revolución Federal, cuyo líder, Leonardo Sosa, dijo que el objetivo de la organización era que los kirchneristas tuvieran miedo de serlo. Este grupo radicalizado fue creado por el mencionado Sosa y por Jonathan Morel. Ambos jóvenes militaron la candidatura de Mauricio Macri en 2015, pero más tarde decidieron, desilusionados por la gestión económica del gobierno macrista, acercarse a los libertarios. Pero para ambos jóvenes los libertarios eran demasiado blandos, se conformaban con hacer declaraciones rimbombantes en las redes sociales. Ellos consideraban que había llegado la hora de entrar en acción, de ganar la calle. Había llegado el momento de aplastar a los políticos y periodistas que habían sido cómplices del retorno del kirchnerismo al poder (fuente: Ámbito, 15/9/022).

¿Realmente se trata, como afirma Morales Solá, de un grupito de inadaptados sociales? Es vital para la salud de la democracia que la Justicia determine si efectivamente el columnista de la Nación tiene razón o, por el contrario, hay gente que los apoya política y económicamente. Porque el sentido común indica que es difícil de creer que un par de lúmpenes hayan tomado por su cuenta la decisión de matar a la vicepresidente de la nación delante de las cámaras de televisión. Me parece que hay dos opciones: a) se trató de una conspiración fallida para quitar del medio a Cristina, o b) se trató de una puesta en escena para fortalecer políticamente a la vicepresidenta. Una vez más, el pueblo quiere saber de qué se trata.

A 67 años de la Revolución Libertadora

1955 fue uno de los años más conflictivos de la Argentina contemporánea. Dirigentes católicos y sacerdotes comenzaron a cuestionar con severidad la moral del régimen peronista e incluso la moral de Perón. Además, desde sectores militares comenzaron a llover críticas sobre la política económica del gobierno, especialmente sobre los polémicos contratos petroleros celebrados con la Standard Oil de New Jersey. De repente, estalló el conflicto entre Perón y la Iglesia. Los hechos se sucedieron de la siguiente manera. El 27 de septiembre de 1954 Perón sancionó una ley sobre asociaciones profesionales que le permitía quitar la personería jurídica a “las asociaciones constituidas sobre la base de una religión, de una creencia, de una nacionalidad, de una raza o de un sexo”. A comienzos de diciembre Perón ordenó suprimir la Dirección General de Enseñanza Religiosa. Cuando faltaban horas para que terminara el año las escuelas privadas se quedaron sin la subvención estatal y se reformó la ley de profilaxis que en la práctica significaba la legalización de la prostitución.

Lo peor se produciría en 1955. Perón decidió endiosar a Evita y el 13 de mayo suprimió la ley de enseñanza religiosa. Las sanciones a la Iglesia se multiplicaron mientras Perón decidía enmendar la constitución para provocar la separación de la Iglesia del Estado. La ofensiva contra la Iglesia no hizo más que aglutinar a la oposición. Los templos se convirtieron en tribunas políticas morales que albergaron a los antiperonistas, tanto religiosos como anticlericales. El 11 de junio una marea humana inundó las calles de Buenos Aires para celebrar “Corpus Christi”. Perón redobló la apuesta. Frente al desafío antiperonista no podía claudicar. Ello explica su decisión de enviar al exilio al obispo auxiliar de Buenos Aires, monseñor Manuel Tano, y a un canónigo de la Catedral, Ramón Novoa. A su vez, acusó a los católicos de ser los responsables de la quema de una bandera argentina. El 15 de junio el Vaticano procedió a excomulgar a Perón. Al día siguiente, aviones navales atacaron la Casa Rosada. Hubo de lamentar muchas muertes de argentinos inocentes. La rebelión fracasó. A la noche bandas armadas incendiaron templos católicos. El odio se había instalado en la Argentina.

Perón, consciente de la gravedad de la situación, trató de calmar los ánimos. Era tarde. El líder sólo contaba con el apoyo de su masa de seguidores. El poder religioso, buena parte del poder militar y el poder económico le habían bajado el pulgar. Al borde del precipicio Perón presentó su renuncia ante el partido peronista. La CGT decidió movilizarse en apoyo del líder. El 31 de agosto, ante una multitud reunida en la Plaza de Mayo, Perón pronunció el discurso más violento de la historia política argentina. “Por cada uno de los nuestros caerán cinco de los de ellos”, bramó. La guerra civil estaba a la vuelta de la esquina. Mientras tanto, las fuerzas Armadas eran un volcán a punto de entrar en erupción. El epicentro militar de la conspiración era la Marina de Guerra y el capitán de navío Arturo Rial, uno de sus principales ideólogos. En el ejército quienes llevaban la voz cantante eran el coronel Señorans y el mayor Guevara.

El general Videla Balaguer intentó cortarse solo pero fue rápidamente sofocado. Fue entonces cuando entraron en escena dos militares que pasarían a la historia: el contraalmirante Isaac Rojas y el general Pedro Eugenio Aramburu. Sin embargo, la decisión final de la rebelión estuvo en manos del general nacionalista Eduardo Lonardi. En la madrugada del 16 de septiembre el general Lonardi, acompañado por el coronel Ossorio Arana y un grupo de oficiales tomaron la Escuela de Artillería, en Córdoba. El 19, la situación de los sublevados era dramática. Lonardi carecía de infantería mientras el general Lagos, alistado en Cuyo, no había salido de Mendoza. En el Litoral el fracaso de los conspiradores era estruendoso y la marina no podía salir en ayuda de los rebeldes mediterráneos. Lo que salvó a la rebelión fue la capacidad de mando del general Lonardi. De repente, desde Buenos Aires, llegó la orden de tregua. Mientras tanto, la Capital Federal fue el escenario donde se decidió todo. Las destilerías de Mar del Plata fueron bombardeadas por la Flota de Mar. Inmediatamente después lanzó un ultimátum sobre el gobierno de Perón. Luego de renunciar, Perón decidió refugiarse en la embajada del Paraguay. El 23 de septiembre una multitud antiperonista copó la Plaza de Mayo para darle la bienvenida al flamante presidente de facto, general Eduardo Lonardi. La Revolución Libertadora había triunfado (fuente: Carlos Floria y César García Belsunce: Historia de los Argentinos, ed. Larousse, Buenos Aires, 1992).

Hace 67 años, reitero, el país estuvo al borde de la guerra civil. Si los sectores militares leales a Perón hubieran decidido resistir, el país se hubiera teñido con sangre. La sociedad argentina se partió en dos. Por un lado, la patria peronista; por el otro, la patria antiperonista. La patria peronista reflejaba los valores de la democracia de masas mientras que la patria antiperonista reflejaba los valores de la democracia liberal. Dos cosmovisiones antagónicas, irreconciliables. Para ponerles nombre y apellido: por un lado, Juan Domingo Perón; por el otro, Juan Bautista Alberdi. La constitución de 1949 versus la constitución de 1853. El populismo versus el liberalismo. La intolerancia y el odio se impusieron. Para un peronista no había nada peor que un antiperonista y para un antiperonista no había nada peor que un peronista.

En junio de 1956 un comando conducido por el general Valle se rebeló contra el gobierno de Aramburu y Rojas. El gobierno de la Revolución Libertadora no anduvo con vueltas: Valle y los suyos fueron fusilados. Aramburu y Rojas no hicieron más que seguir el ejemplo de Moreno y Castelli, quienes en 1810 decidieron fusilar a Santiago de Liniers y a quienes lo habían acompañado (salvo el religioso Orellana) en su intento golpista. A partir de ese dramático episodio la antinomia peronismo-antiperonismo se adueñó del espíritu de los argentinos por décadas. La concordia y la tolerancia desaparecieron de la faz de la tierra. El jacobinismo antiperonista sembró el territorio con las semillas de la resistencia peronista. Ésta encontró en aquél la justificación ideal de la lucha armada que había decidido, con la venia de Perón, llevar a la práctica. Mientras tano, desde su cómodo exilio en Puerta de Hierro, Perón observaba con sorna cómo el jacobinismo antiperonista no hacía más que crear las condiciones para su regreso a la presidencia, que finalmente se produjo en septiembre de 1973, luego de que el 62 % del electorado lo eligiera presidente por tercera vez. El desarrollo histórico a partir de la Revolución Libertadora terminaron dándole la razón: la antinomia peronismo-antiperonismo le abrió las puertas de la Casa Rosada dos décadas más tarde.

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