Por Hernán Andrés Kruse.-

El 10 de diciembre tendrá lugar el traspaso del mando presidencial, un acontecimiento institucional que, afortunadamente, se ha naturalizado entre nosotros. Mauricio Macri dejará el Poder Ejecutivo y será reemplazado por Alberto Fernández. Otro tanto sucederá a nivel de la vicepresidencia de la nación. Gabriela Michetti dejará el cargo y Cristina Kirchner comenzará a ejercer las funciones que le competen. En este sentido cabe reconocer que luego de tantas décadas de infortunios y tragedias, la Argentina finalmente logró adecuarse a las reglas estipuladas por la constitución.

Lo notable del caso es que la vicepresidencia será ejercida a partir del 10 de diciembre por Cristina Kirchner. ¿Quién hubiera imaginado que con posterioridad al triunfo de Macri en octubre de 2017 la ex presidenta retornaría a la Rosada en 2019? Nadie. Cristina hizo realidad aquello de “vamos a volver”. Efectivamente, volvió. Y no lo hizo de cualquier manera, entrando a hurtadillas por la ventana del patio trasero. Lo hizo de manera triunfal, acaparando la atención de todos el día en que decidió ofrecer la candidatura a la presidencia a Alberto Fernández. Fue una jugada de ajedrez magistral que descolocó a Mauricio Macri. A tal punto lo hizo que a partir de entonces se vio obligado a estar a la defensiva, lo que finalmente le terminó costando la reelección.

Hoy la vicepresidenta electa logró unificar el bloque de senadores nacionales del Frente de Todos y entronizar en la jefatura del bloque de diputados nacionales a su hijo Máximo. A partir del 10 de diciembre el oficialismo tendrá mayoría propia en la Cámara Alta y seguramente será la primera minoría en la Cámara Baja. Vale decir que Cristina y Máximo dispondrán de un más que respetable poder de fuego. Mientras tanto el presidente electo dedica todas sus energías a pulir su gabinete de ministros, a elaborar el plan económico que considere más eficaz para solucionar los graves problemas que aquejan al pueblo y a entablar serias negociaciones con el FMI y Estados Unidos para hacer frente a los vencimientos de deuda que se avecinan.

Cristina no será una mera vicepresidente. Cumplirá las funciones que le corresponden por su cargo pero no se limitará a conducir los debates en el Senado. Hace unas horas el senador electo Oscar Parrilli dijo por televisión que la ex presidenta se limitará a ser vicepresidenta. Un dirigente experimentado como Parrilli sabe perfectamente que CFK será la vicepresidente de la nación y mucho más. Ello no significa que tratará de imponer su voluntad sobre el presidente, sino que su voz deberá ser escuchada por el Ejecutivo. No hay que olvidar que Cristina ejerció la presidencia de la nación durante ocho años, lo que hace de ella un cuadro político para garantizar la buena marcha del gobierno que comienza dentro de pocos días. Desde el arco opositor y fundamentalmente desde el poder mediático antikirchnerista, se reza cada segundo para que más temprano que tarde la relación entre Alberto y Cristina estalle en mil pedazos. Puede suceder pero es muy improbable. ¿Por qué? Por una simple y contundente razón: ni a Alberto ni a Cristina les conviene que el gobierno se desmorone como un castillo de naipes porque ello le abriría las puertas al regreso de Mauricio Macri.

Ambos son conscientes de la pesada herencia que les dejó el gobierno saliente. Los problemas económicos y sociales son de una extrema gravedad. El hambre y la miseria azotan a vastos sectores de la población. La inflación no da tregua, al igual que el desempleo. La plata no alcanza. Llegar a fin de mes se ha convertido en una proeza para millones de compatriotas. Frente a semejante panorama Alberto y Cristina tienen la obligación moral de estar a la altura de las circunstancias. A partir del 10 de diciembre se acabaron las suspicacias, los celos, las desconfianzas. Deben trabajar al unísono, codo a codo, porque si no lo hacen, si los desbordan sus pasiones, una nueva ilusión se marchitará. Y Macri aplaudirá a rabiar.

Anexo

Bauman y la búsqueda del espacio público (primera parte) (*)

En su libro “En busca de la política” (FCE, Argentina, primera edición en español, 2001) Zygmunt Bauman afirma que los hombres están convencidos de dos cosas: por un lado, de la impotencia para cambiar las cosas, individualmente o todos juntos, y por el otro, de que por más que estuvieran en condiciones de cambiar las cosas sería poco razonable (hasta fútil) reunirse para pensar sobre una sociedad diferente y hacer lo mejor de ellos mismos para que efectivamente exista si estuvieran convencidos de que podría ser mejor a la existente. Que ambas creencias coexistan atenta contra el pensamiento lógico. Sin embargo, participar de ambas lejos está de ser una fantasía. Como nuestra percepción es el resultado de una actitud realista y racional es relevante para los hombres saber las razones por las cuales el mundo envía señales tan contradictorias. Y también lo es saber cómo debe actuar el ser humano para convivir con esa contradicción. ¿Por qué, se pregunta Bauman, es importante saberlo, ser consciente de esta cuestión? ¿Nos modificaría en algo la vida (para mejor) si adquiriésemos ese conocimiento? El conocimiento del complejo mundo que nos rodea puede ser usado de manera cínica o de manera clínica. “Puede ser usado “cínicamente”, dice Bauman, de la siguiente manera: ya que el mundo es como es, pensaré una estrategia que me permita explotar sus reglas para mi provecho, sin considerar si es justo o injusto, agradable o no. Cuando se lo usa “clínicamente”, ese mismo conocimiento puede ayudarnos a combatir más efectivamente todo aquello que consideramos incorrecto, dañino o nocivo para nuestro sentido moral”. Cada uno de nosotros es libre de tomar la decisión de utilizar o no dicho conocimiento y el modo de utilizarlo. No obstante, gracias a ese conocimiento tenemos la posibilidad de elegir, tenemos una oportunidad de ejercer nuestra libertad. El análisis de aquello que los hombres deben saber para vivir libremente constituye el objetivo del libro de Bauman.

El primer capítulo se titula “En busca de espacio público”. ¿Qué motiva a la gente para que salga a la calle? La presencia inquietante de un pedófilo dejado en libertad constituye un motivo más que interesante. La periodista Decca Aitkenhead, de The Guardian, lanzó la siguiente hipótesis: “Si hay algo que garantiza hoy que la gente saldrá a la calle son las murmuraciones acerca de la aparición de un pedófilo. La utilidad de esas protestas ha sido objeto de crecientes cuestionamientos. Lo que nos hemos preguntado, sin embargo, es si esas protestas en realidad tienen algo que ver con los pedófilos”. Aitkenhead analizó lo que aconteció en la ciudad de Yeovil (Inglaterra) y descubrió que quienes se manifestaban delante del destacamento policial para protestar por la supuesta presencia del pedófilo Sidney Cooke rara vez habían demostrado anteriormente un deseo de participar en una acción pública. En esta oportunidad los manifestantes habían llegado a la conclusión de que algo había que hacer al respecto, de que sus voces debían ser oídas. Ahora bien, ¿por qué esas personas habían decidido pasar a la acción? ¿Buscaban que ese pedófilo volviera a prisión o buscaban algo más? Según Aitkenhead “lo que verdaderamente ofrece Cooke, en cualquier parte, es la rara oportunidad de odiar realmente a alguien, de manera audible y pública, y con absoluta impunidad., es una cuestión de bien y mal…y, por tanto, un gesto en contra de Cooke define que uno es decente. Solo quedan muy pocos grupos humanos que uno pueda odiar sin perder respetabilidad. Los pedófilos constituyen uno de ellos”. Los vecinos enfurecidos se unieron en torno a una causa común, sintieron el mismo rechazo por una persona considerada un delincuente.

Para Bauman el pedófilo Cooke constituyó la causa perfecta para reunir a un grupo de personas desesperadas por hacer explotar un estado de angustia enquistado en su pecho desde hacía largo tiempo. Los angustiados vecinos pudieron, gracias a la supuesta presencia de Cooke en el lugar, materializar sus temores y angustias en una persona de carne y hueso. Además, Cooke hizo posible que sentimientos propios del ámbito privado, como el amor por los hijos, invadieran el ámbito de lo público en demanda de protección y resguardo. Ante esta situación, los políticos entran en pánico ya que no saben qué hacer frente a una situación impensada. Como bien señala Bauman, los políticos no están preparados para hacer frente a las demandas de quienes tuvieron la osadía de ocupar el espacio público, propiedad del poder político. Pero los “intrusos” no pretendían reemplazar a los políticos sino tan sólo que sus reclamos fueran tenidos en cuenta. Sólo pretendían que su presencia en el espacio público fuera legitimada por las autoridades institucionales. Los demandantes exigieron un encuentro con una autoridad institucional. Pero Paddy Ashdown, miembro del Parlamento, se negó a legitimarlos. Jack Straw, secretario del Interior, no actuó de la misma forma, pese a que probablemente pensaba igual que Ashdown sobre la ilegitimidad de la protesta. Consciente del peligro que hubiera significado para la clase política la perpetuación de la táctica de la invasión del espacio público por la “gente común”, Straw se preocupó por hacerles ver a los manifestantes que las autoridades harían todo lo que estuviera a su alcance para solucionar sus problemas. De esa forma, desinfló la intensidad de la protesta y les recordó que la gente no tiene derecho a tomar la ley en sus propias manos para finalizar enfatizando que las autoridades harían lo imposible por impedir que los criminales peligrosos caminen libremente por las calles.

Lamentablemente, el hecho de que los criminales estén tras las rejas no garantiza que la gente deje de tener miedo. Dice Bauman: “Tal vez… los criminales peligrosos… sean mantenidos “indefinidamente” tras las rejas; sin embargo, sacarlos de la calle y de los titulares y de las candilejas no logrará que el miedo-el mismo que los convirtió en los peligrosos criminales que son-sea menos difuso e indefinido de lo que es, en tanto las razones para temer persistan y los terrores causados deban sufrirse en soledad”. La gente-“los solitarios asustados”-seguirá buscando una comunidad donde no reine el miedo, y las autoridades institucionales, a cargo del espacio público, seguirán prometiéndola. El problema es que la única sociedad que puede construir la gente y que el poder puede garantizar es aquella sustentada en “el miedo, la sospecha y el odio”. El panorama que presenta Bauman es muy desalentador: la comunidad basada en la solidaridad ha desaparecido siendo reemplazada por una sociedad que obliga a sus miembros a vivir aislados. Dice el autor: “Las penurias y los sufrimientos contemporáneos están fragmentados, dispersos y esparcidos, y también lo está el disenso que ellos producen. La dispersión de ese disenso, la dificultad de condensarlo y anclarlo en una causa común y de dirigirlo hacia un culpable común sólo empeora el dolor. El mundo contemporáneo es un container lleno hasta el borde del miedo y la desesperación flotantes, que buscan desesperadamente una salida. La vida está sobresaturada de aprensiones oscuras y premoniciones siniestras, aún más aterradoras por su inespecificidad, sus contornos difusos y sus raíces ocultas”.

En el mundo de hoy reina la “seguridad insegura” en el mundo laboral. El economista Jean-Paul Fitoussi reconoce que la reducción del empleo es un problema estructural ya que el control de los factores económicos cruciales ha dejado de estar en manos del poder político representativo, para pasar a estarlo en manos del libre juego de las fuerzas del mercado. Los ministros de Economía han pasado a ser figuras decorativas, reliquias de un pasado donde tenía sentido la expresión “Estado soberano”. Los especialistas Hans Peter Martin y Harald Schumann están convencidos de que si la globalización continúa su marcha, sólo el 20% de la fuerza laboral bastará para garantizar el funcionamiento de la economía, con lo cual el restante 80% de la población laboral será “económicamente redundante”. El problema no radica en la necesidad de detener este impiadoso proceso sino determinar quién tiene el poder y la convicción para hacerlo. El drama radica en que, aparentemente, ha desaparecido la institución política capaz de proteger los derechos de millones y millones de trabajadores cuya supervivencia depende de su trabajo. Los expertos en economía actuales hablan de la “globalización” como un fenómeno cuyas razones los hombres pueden llegar a conocer pero que difícilmente puedan llegar a controlar. Para darle más dramatismo a la situación Bauman compara la inseguridad de los trabajadores con los pasajeros de un avión que descubren que no hay piloto que lo esté conduciendo. La inseguridad laboral y la ausencia de un poder institucional capaz de proteger a los trabajadores han dañado severamente a la vida política. Todo es volátil, nada es seguro. Aquello que se ha adquirido o armado puede tener fecha de vencimiento en cualquier momento. La vida contemporánea es “plástica”. El trabajador es consciente de que hoy puede ser su último día en la empresa o en la fábrica. Como observa Kenneth Gergen, “el individuo debe enfrentarse con un rango cada vez más variado de exigencias de conducta…Hay poca necesidad de individuos con capacidad de decisión interna y un mismo estilo para todo… Hay que mantenerse en movimiento; la red es vasta, los compromisos son muchos, las expectativas son infinitas, las oportunidades abundan y el tiempo es cada vez más escaso… La vida se convierte en una bombonería donde saciar nuevos y cambiantes apetitos”.

El hombre está sometido a terribles presiones para que abandone las viejas costumbres y adopte otras nuevas y sin explorar. El hombre se ve obligado a buscar una nueva identidad siempre inalcanzable. El hombre, dominado por la angustia y la inseguridad, jamás está seguro de que lo que encontró era aquello que realmente quería encontrar. Está inmerso en un feroz proceso de permanente búsqueda de aquello que lo tranquilice. Todo lo que consigue lejos está de ser duradero. La única conquista no perecedera, sentencia Bauman, es la inseguridad endémica. La vida política contemporánea no escapa a esta lógica. El hombre está dominado por un profundo deseo de seguridad; sin embargo, al actuar a partir de ese deseo la sensación de una mayor inseguridad invade su espíritu. El hombre contemporáneo está solo, siente a su paso la aterradora presencia de la inseguridad. Pero los otros hombres viven de la misma manera. Están tan solos y prisioneros de la inseguridad como él. “La vida insegura se vive en compañía de gente insegura. No solo yo me siento inseguro en cuanto a la duración de mi yo actual y en cuanto al tiempo en que los que me rodean estarán dispuestos a confirmarlo. Tengo los mejores motivos para sospechar que también ellos sufren la misma incertidumbre y se sienten tan inseguros como yo”.

Hoy existen, a juicio de Bauman, dos certezas. Por un lado, la casi segura imposibilidad de que el hombre pueda aliviar su situación de desprotección y angustia; por el otro, la probabilidad de que la incertidumbre aumente con el tiempo. Cuando los primeros once Estados miembros de la Unión Europea anunciaron su aceptación de una moneda común, la sección económica del International Herald Tribune reconoció que el costo de esa decisión será una mayor reducción de las empresas y, al principio, más desocupación. El incremento de la eficacia de la nueva moneda europea queda garantizado en la medida en que se produzcan “profundos cambios estructurales”, o lo que es lo mismo, en la medida en que masas de trabajadores queden en la calle. Para Alan Friedman, corresponsal de “economía global” del International Herald Tribune”, el cambio estructural es “la expresión cifrada para describir el proceso de contratar y despedir más fácilmente, reducir el gasto público de jubilaciones y otros beneficios proporcionados por el estado, y bajar las cargas sociales y los altísimos aportes patronales de la Europa continental”. El dominio planetario del neoliberalismo implica, pues, el dominio del poder financiero sobre los trabajadores, reducidos a meros instrumentos descartables. Los términos “transparencia” y “flexibilidad” dominan el lenguaje de las corporaciones, con lo cual lo único que se les promete a los trabajadores es mayor incertidumbre. “La suma de transparencia y flexibilidad no da como resultado mayor certeza: en realidad, sólo pueden redistribuir las certezas que acompañan a las acciones, y en esa capacidad parece residir el mayor atractivo para los partidarios de la libertad financiera global (…) Los postulados de la transparencia y la flexibilidad se refieren, en definitiva, al control ejercido por los poderosos sobre las condiciones en las que otros, menos autónomos, están obligados a elegir entre el humilde conjunto de las opciones sobrantes o a someterse al destino que les toca cuando ya no quedan opciones”. Brillante descripción del mundo globalizado contemporáneo.

Para que este sistema se imponga es fundamental derribar las barreras construidas para proteger a los débiles, es decir, a los trabajadores. Y quienes supuestamente debieran protegerlos (quienes pertenecen a aquellas agencias institucionalizadas creadas supuestamente para evitar la explotación del capital financiero internacional) no han hecho más que cruzarse de brazos ante el avance incontenible de la flexibilización y la transparencia. “La verdadera novedad no radica en la necesidad de actuar en condiciones de incertidumbre parcial o total, sino en la presión sistemática tendiente a desmantelar las defensas concienzudamente construidas: por un lado, abolir las instituciones destinadas a limitar el grado de incertidumbre y los daños que ha causado la incertidumbre salvaje; por otro, frustrar los intentos de idear nuevas medidas colectivas para mantenerla a raya”. Las fuerzas del mercado se presentan como algo natural frente a las cuales nada se puede hacer. Como no hay alternativa sólo cabe resignarse y adecuarse de la mejor manera posible a las condiciones que imponen los capitales y las finanzas. Ello explica por qué el discurso neoliberal se hace fuerte. “El discurso neoliberal se hace más “fuerte” a medida que avanza la desregulación, quitando poder a las instituciones políticas que, en principio, podrían hacer frente a la proliferación del libre juego del capital y las finanzas”. La flexibilidad y la precarización conducen a la desesperación y la impotencia. La anulación de aquellas instituciones destinadas a proteger a los trabajadores deja a estos a merced del poder omnímodo del capital financiero. El conformismo resultante termina por abrir las compuertas para el avance incontenible del neoliberalismo. “El impacto sociopsicológico más profundo de la flexibilidad implica precarizar la posición de los más afectados y mantenerla en esa condición”. Inculcar en los trabajadores la sensación de que el despido está a la vuelta de la esquina y obligarlos a competir de manera encarnizada para aferrarse a un trabajo que pende de un hilo, constituyen métodos tendientes a garantizar el más absoluto control sobre los trabajadores.

El neoliberalismo no es más que el darwinismo más extremo aplicado al mundo del trabajo. “En la lucha universal del mundo darwiniano, el cumplimiento obediente de las tareas fijadas por las empresas nace de esa sobrecogedora sensación de paralizante incertidumbre y del miedo, el estrés y la angustia que nacen de ella. Como última arma, siempre está presente la permanente amenaza, en todos los niveles y jerarquías, del despido, y la pérdida de la subsistencia, del prestigio social, del lugar en la sociedad y de la dignidad humana concomitante”. La solidaridad permitió al hombre crear un ámbito de convivencia social capaz de garantizarle un mínimo de seguridad y certidumbre, condiciones básicas para vivir con responsabilidad y libremente. No es casualidad que el neoliberalismo embistiera primeramente a esa solidaridad. La histórica y siniestra expresión de Margaret Thatcher, “la sociedad no existe”, refleja perfectamente la pretensión neoliberal de reducir la convivencia humana a un agregado de hombres y mujeres desconectados, inmersos en su propio mundo familiar. El neoliberalismo funciona en la medida en que los seres humanos estén aislados y dominados por el miedo y la incertidumbre. Obligados a destruirse mutuamente para sobrevivir en la jungla laboral, se los sitúa compulsivamente en dos categorías, los ganadores y los perdedores, que determina la posibilidad cierta de pasar a engrosar la fila de los excluidos o muertos civiles. “El mercado florece con la incertidumbre (llámese competitividad, desregulación, flexibilidad, etc.) y, para nutrirse, la reproduce en cantidades cada vez más mayores. Lejos de ser un elemento de proscripción para la racionalidad de mercado, la incertidumbre es su condición necesaria y su producto inevitable. La única equidad que promueve el mercado es una situación casi igualitaria de incertidumbre existencial, compartida por triunfadores (siempre triunfadores “hasta nuevo aviso”) y derrotados”.

(*) Ser y Sociedad, julio de 2010.

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