Por Hernán Andrés Kruse.-

En las últimas horas se acentuó la embestida de Cristina contra el presidente. Según Andrés “Cuervo” Larroque, “Alberto siempre se jactó de que Cristina no escuchaba y él era el tolerante. Bueno, que escuche. Siempre dijo en todos los discursos que le digan cuando haga algo mal y se lo decimos. Se lo dijimos, si el gobierno es nuestro”. Consideró que “el que fuerza la ruptura permanentemente con operaciones de desgaste sobre la figura de Cristina y sobre el sector que ella representa es Alberto, sin ningún tipo de dudas”. Alberto fue elegido por Cristina para gobernar pero, lamentablemente, “esa generosidad no es recíproca por parte del Presidente”. “Nosotros constituimos esta fuerza política, lo convocamos a Alberto y ganamos las elecciones. La intención de voto naturalmente era mayoritariamente hacia Cristina. Alberto no puede llevarse el gobierno a la mesita de luz. Acá hay un frente”. “Si a vos alguien te propone para ser presidente y te cortás solo…yo lo condeno moralmente, ahora por lo menos que traiga resultados porque venimos de perder las elecciones y se insiste, se insiste, se insiste…”. “Siempre apostamos a la posibilidad del nosotros pero sobre la base de la discusión frontal. Hay que decirse las cosas de frente y actuar en consecuencia”. “Prefiero eso a la falsedad e hipocresía de decir que estamos todos bien y después jugar a las escondidas y decir las cosas por atrás”. “Nos quieren hacer creer que así hay alguna perspectiva de triunfo. Acá los que están construyendo la derrota son Guzmán, Kulfas y Moroni” (Clarín, 3/5/022).

El mensaje es claro y contundente: “Mirá Alberto, vos sos presidente gracias a Cristina. A ella le debés el estar hoy sentado en el sillón de Rivadavia. Resulta que ahora querés cortarte solo. ¿Quién te crees que sos? Tenés que recapacitar. Vos, políticamente hablando, no existís. Sos un piojo resucitado. Sos un engranaje más de la gran maquinaria cuya dueña es Cristina. ¿Estamos?” Este párrafo carece de nivel académico pero me parece que refleja a la perfección lo que piensan sobre Alberto tanto la vicepresidenta como los militantes de La Cámpora en este momento tan delicado.

Horas más tarde Cristina publicó en las redes sociales un mensaje de una gravedad inusitada “se puede ser legítimo y legal de origen y no de gestión” (Clarín, 3/5/022). La vicepresidenta tocó un tema central de la ciencia política: la diferencia entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio. La legitimidad de origen alude a la manera como un dirigente político accedió al poder. Si lo hizo respetando los mecanismos estipulados en la constitución, goza de legitimidad de origen. Si, por el contrario, lo hizo al margen de esos mecanismos carece de legitimidad de origen. El golpe de estado es el ejemplo más claro y contundente. Desde 1983 a la fecha todos los presidentes gozaron de legitimidad de origen ya que fueron elegidos por el pueblo. Jorge Rafael Videla y Juan Carlos Onganía, en cambio, carecieron de legitimidad de origen.

La legitimidad de ejercicio alude a la manera como ejerce el poder un gobernante, es decir, si al tomar decisiones viola o respeta los valores consagrados en la constitución (los derechos y garantías individuales). Teóricamente, un gobernante elegido por el pueblo puede carecer de legitimidad de ejercicio si sus decisiones afectan tales derechos y garantías individuales. Un gobernante elegido por el pueblo puede, luego de asumir, transformarse en un dictador. En la Argentina el caso más paradigmático fue el de Juan Manuel de Rosas quien, luego de ser reelecto gobernador de Buenos Aires por una amplia mayoría de votos en la legislatura en marzo de 1835, comenzó a gobernar de manera arbitraria, al margen de la ley. Vale decir que el gobernante que carece de legitimidad de ejercicio lejos está de actuar democráticamente. En consecuencia, no hay razón alguna para obedecerlo.

Al dar a entender que Alberto carece de legitimidad de ejercicio Cristina abre una caja de Pandora de impredecibles consecuencias. En efecto, Cristina acaba de acusar, aunque sin nombrarlo, al presidente de ejercer el poder de manera ilegal, como si fuera un dictador. De esa manera justifica a partir de ahora cualquier acto de rebeldía que puede desembocar en una insurrección. Cristina es muy inteligente y siempre medita las consecuencias de sus dichos y decisiones. En consecuencia, es perfectamente consciente de la gravedad de su afirmación. ¿Tiene en mente un golpe palaciego o, como acaba de afirmar Carrió, vaciar el gobierno de Alberto? ¿Cómo hará, a partir de ahora, el presidente para gobernar? Porque en el medio de esta guerra sin cuartel estamos todos nosotros, agobiados y angustiados por una crisis que parece no tener fin.

A continuación paso a transcribir parte de un interesante ensayo del profesor José Luis Hierro sobre la legitimidad y la legalidad.

Legitimidad y legalidad

José Luis del Hierro

Universidad Complutense de Madrid

Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad Nº 4, marzo – agosto 2013, pp. 179-186

Legitimidad y legalidad

“La legitimidad, frecuentemente, se ha planteado y se plantea en oposición a la legalidad, lo que supone contraponer la validez de órdenes políticos o de normas jurídicas y su justicia. Según Carl Schmitt el origen de esta oposición se encuentra en la Francia monárquica de la Restauración, a partir de 1815, en la que se manifiesta de modo agudo la oposición entre la legitimidad histórica de la dinastía restaurada y la legalidad del Código napoleónico todavía vigente (Schmitt, 1958: 445 ss.). Vamos a examinar aquí dos de las más importantes manifestaciones de la relación entre ambos conceptos.

La legitimidad como legalidad

Aunque pueda parecer una obviedad, es necesario comenzar analizando el concepto de legalidad. Legalidad, en el más amplio y general de los sentidos, significa existencia de leyes y conformidad a las mismas de los actos de quienes a ellas están sometidos (Legaz Lacambra, 1958: 6). La legalidad es, pues, una forma manifestativa del Derecho, la forma precisamente por la que se reconoce su existencia; significa que el Derecho se manifiesta a través de normas, que es un sistema normativo. Sin embargo, en el concepto de legalidad hay, de forma indudable, una carga histórica. En la actualidad con él se alude a una serie de exigencias y postulados que se vinculan a un modelo que se expresa en la fórmula de “Estado de Derecho”, es decir, la ley entendida como expresión no de una voluntad personal, sino de la soberanía popular, la voluntad de la mayoría del cuerpo social; la ley, pues, entendida de forma democrática. Hemos visto ya cómo, durante mucho tiempo, se sostuvo que la mera legalidad de las normas jurídicas, su sola validez, era una condición necesaria pero no suficiente, que había que completar con la noción de legitimidad o justicia. Mas para una determinada corriente de pensamiento, el fundamento de la legitimidad se hallaba en la propia legalidad. Es de esta corriente de pensamiento de la que me voy a ocupar a continuación. Al modelo que pretende reducir la legitimidad del poder político y jurídico a mera legalidad se le denomina “modelo positivista de legitimidad” (Díaz, 1981: 58). La concepción legalista de la justicia, formulada bajo el aserto “la ley positiva es justa por el solo hecho de ser ley” está ya presente en Hobbes, al que se podría calificar como un positivista avant la lettre. Aunque en puridad hay que hablar de diferentes corrientes dentro de él, se puede afirmar, con carácter general, que el positivismo sostiene que la validez de un orden jurídico no depende de su conformidad con una moral aceptada; las normas morales no serían para los positivistas condición necesaria para determinar la validez o existencia de las normas jurídicas. En la época contemporánea, aunque es Max Weber uno de los primeros que insiste en que en los derechos modernos racionalizados la legalidad involucra legitimidad (Vernengo, 1992: 267), es Hans Kelsen el máximo exponente de esta corriente de pensamiento. Kelsen niega que haya contenidos normativos justos o injustos, legítimos o ilegítimos, para él todo posible contenido puede ser Derecho; no hay comportamiento humano que como tal y por razón de su contenido no pueda ser contenido de una norma jurídica. Por todo ello, concluye, la validez de una norma jurídica no puede ser negada porque su contenido contradiga otra norma que no pertenece al orden jurídico (Kelsen, 1981: 66-67). Para Kelsen, la significación central en una teoría del Derecho es la geltung, la validez de las normas. La validez designa la cualidad de aquellas normas que reúnen los requisitos establecidos en otra norma vigente dentro de un cierto orden jurídico. Para él, como para Weber, las pautas morales son “deficientes” para otorgar validez empírica a las normas producidas por órganos políticos. La validez -y sólo la validez- legitima un orden jurídico. La concepción positivista (legalista) de la legitimidad ha sido criticada como una ilegítima y reduccionista deformación, que implica un inadmisible empobrecimiento de la legitimidad democrática (Díaz, 1981: 62). Por otra parte, al permitir sólo el control formal de las normas estatuidas, el legalismo (la legitimidad legalista) significa, en última instancia, una actitud de conformismo frente al derecho positivo. Estas críticas hicieron que se retomara la idea de que era necesario trascender la mera validez de las normas jurídicas buscando la legitimidad (justicia) de la legalidad.

La legitimidad de la legalidad

Son muchos los que entienden que la legalidad entendida como producto de la voluntad popular, de la voluntad mayoritaria de la sociedad, es una condición necesaria del modelo democrático de organización política, pero eso no implica la sacralización de esa legalidad, su confusión total y absoluta con la legitimidad (Díaz, 1981: 63). El Derecho es, sin duda, un sistema normativo, un conjunto de normas válidas, y ese es su núcleo esencial; pero el Derecho es, a su vez, un intento de realización de determinados valores, de una idea de justicia, y esa perspectiva o dimensión axiológica no se puede desconocer so pena de incurrir en un fatal reduccionismo (Bobbio, 1958: 48-49), tanto como el que condiciona la validez de las normas a su justicia (concepción iusnaturalista). Que el Derecho se corresponda con la justicia es una exigencia que ninguno puede desconocer (Ibíd.: 50). El problema radica en que, frente a lo que sostiene el iusnaturalismo, la experiencia y la razón nos enseñan que no existen valores universales e inmutables, que la justicia no es una verdad evidente, sino que coexisten distintas concepciones acerca de ella. Mas esa dificultad objetiva no puede hacernos renunciar a la aspiración del Derecho justo. Como señalé en el epígrafe dedicado a la legitimidad jurídica, en la actualidad existe un consenso generalizado en que, amén de su carácter democrático como expresión de la voluntad general, la realización de los valores de libertad, igualdad, solidaridad y seguridad jurídica en el contexto de los derechos humanos encarna el ideal del Derecho justo, del Derecho legítimo. La legalidad, pues, puede y debe legitimarse. Una comprensión integral del fenómeno jurídico debe abordarlo desde la perspectiva de su validez, de su eficacia y de su legitimidad, rehuyendo cualquier tentación reduccionista.

Nuevas perspectivas de la legitimidad

Como decía Heller, el Estado vive de su justificación. Cada generación, con psicológica necesidad, tiene que plantearse de nuevo el problema de la justificación o consagración del Estado. (Heller, 2002: 4). El modelo actual de democracia liberal representativa necesita replantearse su justificación, necesita, como se ha señalado, “relegitimarse”. Esa “relegitimación”, a mi modo de ver, debe venir, sin duda, de la transparencia y la responsabilidad como exigencias ineludibles de la gestión pública de nuestro tiempo. La transparencia, como exigencia de publicidad de la actuación de los poderes públicos, es un derivado del principio democrático sobre el que se funda la legitimidad del ejercicio del poder y se corresponde con el reconocimiento del derecho de acceso que los ciudadanos tienen a la información pública. La transparencia es una eficaz salvaguarda frente a la mala administración, permite a los ciudadanos conocer mejor y vigilar la prestación de los servicios y el empleo de los recursos públicos, y estimula a los poderes públicos a funcionar de modo eficiente. Un gobierno transparente, un gobierno que abre la información al escrutinio de la sociedad es, en definitiva, un gobierno que presta un mejor servicio a los ciudadanos. Una gestión transparente por parte de los poderes y las administraciones públicas, además, refuerza otros valores fundamentales para el buen gobierno como la imparcialidad en la actuación de los poderes públicos, su rigor, su eficacia y su eficiencia. No es, pues, sorprendente que el nivel de transparencia y la facilidad de acceso a la información pública se incluyan hoy entre los principales indicadores de calidad de los sistemas democráticos y elementos esenciales de su legitimación. La responsabilidad es, a su vez, un concepto necesariamente hermanado al de transparencia. La relación entre ambos es de absoluta interdependencia, no hay responsabilidad sin transparencia ni transparencia sin responsabilidad. Una y otra constituyen a mi juicio los elementos de “relegitimación” del Estado actual”.

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