Por Mauricio Ortín.-

Nadie pone en duda que el conflicto por la recuperación de las Islas Malvinas del año 1982 se desarrolló en el marco de una guerra contra un enemigo perfectamente identificado, Gran Bretaña. No está claro o, por lo menos, no totalmente contra quién o quiénes la Argentina se enfrentó en las décadas del 60 y el 70. Ello porque si bien fueron distintos los grupos contra los que combatió el Estado nacional (Montoneros, ERP, EGP, FAR, FAP, etcétera) todos, sin embargo, llevan el sello o marca que los hace uno. Ese denominador común es el Estado cubano; el que con apoyo logístico y entrenamiento militar o, directamente, con soldados de elite estuvo detrás y en el frente de todas y cada una las facciones guerrilleras que asolaron el país. No se trató, entonces, de la típica guerra civil en la que participan dos bandos de un mismo Estado sino del enfrentamiento entre la alianza Cuba-ERP-Montoneros contra el Estado argentino. El que se materializó a través de las agresiones armadas llevadas a cabo tanto a gobiernos constitucionales como de facto. El objetivo, como parte del plan general del gobierno cubano de extender el marxismo a toda Latinoamérica, era el asalto y toma del poder por la vía armada (Conferencia OLAS, La Habana. 1967; http://www.ruinasdigitales.com/blog/primera-conferencia-de-la-organizacion-latinoamericana-de-solidaridad/). Pruebas al respecto, hay para hacer dulce. Comenzando por las declaraciones de guerra que hicieron públicas en revistas y libros de los mismos guerrilleros y los funcionarios del Estado cubano. Y, mucho más contundentes que las palabras, las acciones de combate como los ataques a cuarteles, los asesinatos de militares, la fabricación de armas y la toma de municipios no dejan ninguna duda de que se trataba de una guerra. De allí que pretender institucionalizar oficialmente de que no hubo una guerra sino un genocidio, además de dar pasto para la gilada, constituye una perversa mentira de nefastos efectos. El grave error de los gobiernos argentinos, constitucionales y de facto, desde el inicio de la agresión cubana hasta hoy, ha sido no responder soberanamente en consecuencia. Por ejemplo, romper relaciones con el régimen de los Castro y denunciarlos ante el mundo. Todo ello, sumado a la falta de escrúpulos de la mayoría de los políticos y el prevaricato reinante, llevó a la más injusta persecución política que la Argentina haya conocido: la de considerar victimarios de lesa humanidad a los que defendieron el Estado argentino, pero víctimas a los que lo atacaron como agentes del cubano-comunista. Verdadera patraña inmoral y apátrida que, además eximir de culpa y cargo a los funcionarios y militares cubanos involucrados, consiente en perseguir a unos y retribuir con canonjías, billetes y el bronce a los que sirvieron al régimen extranjero. Por una situación similar aunque restringida a un único hecho, el atentado contra la AMIA, el Estado argentino denunció, procesó y pidió la captura internacional de los funcionarios del régimen iraní y su conexión local para juzgarlos en el país. Debió proceder de igual forma con el enemigo cubano. Le faltó voluntad. Pruebas sobran. Por citar una reciente, la repatriación y rendición de honores militares (en reconocimiento a su acción en la Argentina) a los restos del oficial cubano, Hermes Peña. El que revistara con el grado de capitán en el Ejército Guerrillero del Pueblo y fuera abatido por la Gendarmería Nacional en la selva oranense después que el cubano diera muerte al gendarme Juan Adolfo Romero. También, Abelardo Colomé Ibarra, general cubano y actual ministro del Interior del régimen castrista (condecorado: “Héroe de la República de Cuba”) fue parte de la guerrilla en Salta. Sin embargo, a ninguno de los fiscales federales, febriles perseguidores de policías y militares argentinos, se le pasó por la cabeza pedir el procesamiento de militares cubanos o de los combatientes del ERP Y Montoneros (¿para quién trabajan?).

Pero, en la Argentina, la competencia por complacer a la tiranía castrista es de una ferocidad que no da tregua. Ya Aníbal Ibarra había picado en punta al declarar “Ciudadano ilustre de Buenos Aires” al dictador Fidel Castro; Cristina y Néstor le rindieron también honores y la iglesia no se queda atrás. Ahora bien, hay que reconocer que Scioli madrugó a propios y extraños. Porque, el que un candidato a presidente argentino en plena campaña electoral elija al tirano Raúl Castro, enemigo histórico de su pueblo y del nuestro, como el primer mandatario a visitar, podrá ser de pusilánimes pero, que es original, es original.

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