Por Carlos Pissolito.-

«En una sociedad donde no hay algo por lo que valga la pena morir, tampoco hay nada por lo que valga la pena vivir». Benedicto XVI

Parece ser que las guerras civiles son cosa del pasado. Pero lo que parece ser una buena noticia no lo es tanto cuando analizamos de qué forma evolucionaron estas luchas armadas.

Hace unos años atrás, digamos entre unos 80 años, para incluir a la Guerra Civil Española y unos 40 para incluir a la de El Salvador. Las sociedades que sufrían lo que técnicamente se denomina como un «conflicto armado interno» seguían un patrón común, caracterizado por una sociedad dividida en dos bandos que se enfrentaban violentamente durante un lapso determinado, al término del cual, se ponía fin a la violencia y se celebraban unos acuerdos de paz.

Dicho de esta manera aséptica, estos conflictos suenan como algo casi aceptable. Obviamente, que no lo eran, especialmente si se analizan el nivel de violencia que alcanzaban y las atrocidades a las que daban lugar. Tradicionalmente, peores que cuando se enfrentaban dos Estados en una guerra convencional.

Sin embargo, insuperables como en estos niveles de violencia parecen ser, lo están siendo hoy con la aparición de nuevas formas. A las que a falta de un nombre mejor, autores como el profesor y periodista alemán Hans Magnus Enzensberger las denomina como: «guerras civiles moleculares».

Si en el pasado las guerras civiles estaban justificadas, o al menos esperaban estarlo, en un alzamiento revolucionario contra una autoridad despótica. Hoy, no hay un motivo aparente a la vista para esta violencia generalizada. Estas guerras civiles moleculares estallan internamente sin necesidad de que se haya establecido ningún contagio extranjero. Tampoco parten de una clara división de la sociedad en dos bandos. Más se parecen a un todos contra todos, donde los más débiles, especialmente ancianos, mujeres y niños, son sus víctimas predilectas.

Enzensberger cita a la conocida pensadora Hannah Arendt, quién argumenta sobre las causas de este fenómeno diciendo lo siguiente: “Sospecho que nunca ha habido escasez de odio en el mundo, pero ahora ha crecido hasta convertirse en un factor político en todos los asuntos públicos. Este odio no se basa en ninguna persona ni en ninguna cosa. No podemos hacer responsable, ni al gobierno, ni a la burguesía, ni a los poderes extranjeros. Se filtra en todos los aspectos de nuestra vida y va en todas las direcciones, adoptando las formas más fantásticas e inimaginables. Se trata de todos contra todos, contra cualquiera, pero especialmente contra mi vecino.”

Volviendo a las guerras civiles citadas, en la de El Salvador, por ejemplo, se siguió con el patrón típico ya señalado. Ese país lleva ya 24 años desde los acuerdos de paz que le pusieron fin a la guerra civil que enfrentó al gobierno contra el grupo guerrillero FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional).

Sin embargo, hoy, El Salvador tiene la tasa de homicidios más alta del mundo con 104 personas cada 100.000 habitantes; cuando una tasa superior a 10 es considerada de nivel epidémico. En pocas palabras: sufre una guerra civil molecular.

Muchos se preguntan por las causas de este fenómeno. Especialmente, cuando las recomendaciones de la ONU, que fuera quien guiara el exitoso proceso de paz, ya han sido implementadas. Como por ejemplo, el haber colocado a las fuerzas armadas y policiales bajo un efectivo control civil. A la par de que los integrantes del FMLN, desmovilizados, han conformado un partido político que tuvo su oportunidad y accedió al poder con el gobierno del Presidente Mauricio Funes, tras las elecciones del 2009.

Pero, para algunos críticos el exitoso proceso de paz no estuvo exento de errores. Entre ellos se citan, la ausencia de una verdadera reforma en el poder judicial; a lo que hay que sumarle, las crónicas malas condiciones socio-económicas salvadoreñas. Hoy por hoy, la masa de la población considera que las actuales condiciones de vida son iguales o incluso peores a las de la guerra civil. Atribuyen ello a la corrupción y a la inseguridad.

Entre estos críticos hay quienes consideran que la causa profunda de estos problemas ha sido que no se hiciera justicia con los responsables de los abusos durante la guerra civil. Ya que, luego de que la denominada Comisión de la Verdad emitiera su dictamen en 1993; el gobierno decretó una amplia ley de amnistía, librando a todos los nombrados de tener que enfrentar un proceso judicial.

El caso argentino

En este sentido, al caso argentino se lo cita, justamente, como contrapuesto al salvadoreño. Ya que se dice que aquí si hubo «juicio y castigo a los culpables», tras el conflicto interno que nos asoló en los años 70`. Pero, ¿pero, es esto cierto?

Podemos empezar diciendo que efectivamente unos 1.200 militares y civiles que sirvieron en las fuerzas gubernamentales o para-gubernamentales se encuentra procesados y que unos 650 de ellos están condenados por los denominados delitos de lesa humanidad.

Podemos continuar diciendo que, en contrapartida, ningún miembro de las fuerzas guerrilleras de esa época se encuentra bajo proceso. Todo lo contrario, muchos de ellos tienen exitosas carreras políticas, periodísticas, entre otras que se podrían citar.

Podemos continuar diciendo II, que la muy discutible cifra de 30.000 víctimas del denominado «terrorismo de Estado», hoy, debe haber sido superada por las víctimas de la inseguridad. Pues es lógico suponer que hemos superado los 10 asesinatos cada 100.000 habitantes; ya que en el 2013 -última medición conocida- la cifra era de 9 muertes y con ciudades como Rosario en las que trepa a 17.

Si bien es verdad que nos falta un largo camino por recorrer para llegar a la pésima situación de inseguridad que se vive en El Salvador. Tampoco deseemos acortar esa distancia. Mucho más cuando las tendencias indican que vamos en esa dirección.

Yendo a las causas de nuestra inseguridad nos preguntamos si las mismas, al igual que en El Salvador, no estarán en la no administración de la justicia. Lo que implica, entre sus muchas acepciones, darle a cada uno lo que se merece. Pues si se ha castigado a los militares no se lo ha hecho con los guerrilleros.

En este sentido nos preguntamos si un anciano militar acusado de atrocidades cometidas durante nuestro conflicto armado interno merece el duro trato al que es sometido. Por ejemplo, al negársele la prisión domiciliaria, cuando reconocidos y violentos ofensores entran por una puerta y salen por la otra de nuestros juzgados. Es más, generalmente, para volver a delinquir.

Creo que hasta que no nos contestemos esta pregunta no estaremos en condiciones morales de enfrentar la lucha contra la inseguridad.

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