Por Hernán Andrés Kruse.-

16 de septiembre no es un día más para los argentinos. En 1955 las fuerzas armadas derrocaron a Perón dando inicio a la Revolución Libertadora y en 1976 fuerzas de tareas secuestraron en La Plata a varios estudiantes secundarios que exigían la gratuidad del viaje en colectivo. Dos décadas separan a ambos acontecimientos. Sin embargo, no pueden escindirse ya que forman parte de un mismo proceso histórico que sumergió a la Argentina en lo más profundo del abismo.

El 16 de septiembre de 1955 los militares antiperonistas liderados por Aramburu y Rojas derrocaron a Perón, tan militar como ellos. El clima que se respiraba era insoportable. La feroz grieta entre los peronistas y los antiperonistas había hecho trizas las bases fundamentales de la convivencia democrática. La sociedad era un volcán en erupción. Entonces se produjo lo inevitable. La mitad de la Argentina, antiperonista, apoyó con fervor el derrocamiento de Perón. La otra mitad, peronista, tragó saliva y aguantó. El 23 de septiembre asumió como presidente de facto el general Lonardi, un militar del ala nacionalista que proclamó la inexistencia de vencedores y vencidos. Esa frase fue interpretada como un signo de debilidad por el gorilismo castrense. Había que ejecutar un severo plan de desperonización del país y Lonardi, evidentemente, no era el líder adecuado.

En noviembre Aramburu y Rojas desplazaron a Lonardi y asumieron la jefatura del gobierno de facto. Para ellos no había término medio: o se estaba con el gorilismo o se estaba con Perón. Su obsesión era evitar que el peronismo volviera. Y para el logro de ese objetivo cualquier medio era legítimo. Ello explica los fusilamientos de José León Suárez en junio de 1956. En ese momento no vieron-o no quisieron hacerlo-que cuanto más se reprimiera al peronismo el problema de la antinomia peronismo-antiperonismo se profundizaría. No alcanzaron a advertir que de esa manera no estaban haciendo más que alimentar el mito de un Perón exiliado en España. Jamás comprendieron que el peronismo era fundamentalmente un sentimiento imposible de extinguir a palazos.

Aramburu y Rojas apostaron por una estrategia muy peligrosa para desterrar para siempre al peronismo: su proscripción electoral. Ello le permitió a Frondizi ser presidente en 1958. Este prestigioso intelectual no tuvo mejor idea que pretender quedar bien con el peronismo y el antiperonismo. En marzo de 1962 hubo elecciones que pusieron en claro la plena vigencia del peronismo. La reacción del gorilismo castrense fue de manual: anularon las elecciones y eyectaron a Frondizi de la Rosada. En 1963 asumió como presidente Arturo Illia. Fue fagocitado por el antagonismo reinante.

En junio de 1966 asumió como presidente de facto el general Onganía. Por aquel entonces un  nuevo actor había entrado en escena: la guerrilla. Desde Madrid Perón fomentaba el accionar de las formaciones especiales para socavar la legitimidad del gobierno militar. En 1970 la cúpula montonera secuestró y luego asesinó a Aramburu. Habían pasado quince años del derrocamiento de Perón y este feroz hecho puso dramáticamente en evidencia el fracaso del antiperonismo. El último presidente de facto de ese período, el general Lanusse, comprendió que no había más remedio que convocar a elecciones presidenciales lo antes posible.

Lo que el antiperonismo siempre temió finalmente se produjo. Perón fue elegido otra vez presidente en septiembre de 1973. Pero ahora el líder tenía las defensas bajas y muy rápidamente demostró no estar en condiciones de garantizar la paz social, amenazada por la AAA y la guerrilla. Luego de su muerte el gobierno quedó en manos de la derecha peronista. La violencia que se desató fue de tal magnitud que la inmensa mayoría del pueblo respiró aliviada cuando las fuerzas armadas derrocaron a Isabel.

El antagonismo peronismo-antiperonismo, fogoneado con frenesí por ambos bandos, terminó por legitimar el terrorismo de estado puesto en ejecución por la AAA y luego sistematizado por las propias fuerzas armadas a partir del 24 de marzo de 1976. En un contexto internacional dominado por la guerra fría y la doctrina de la seguridad nacional, la Junta Militar ejecutó con frialdad un plan de exterminio que contó con el visto bueno de Washington. La Noche de los Lápices fue un capítulo de ese plan.

El terrorismo de estado fue la consecuencia final de una guerra civil encubierta desatada entre el peronismo y el antiperonismo que estalló el 16 de septiembre de 1955 pero que había comenzado a incubarse apenas Perón fue elegido presidente en 1946. Estamos hablando de décadas de odio, resentimiento y postración que hicieron de la Argentina un país atrasado, violento y amoral, dominado por la intolerancia y el fanatismo.

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