Por Juan Manuel Otero.-

La escena de los aspirantes a ejercer la primera magistratura nacional debatiendo ante las cámaras sólo me ocasionó lástima y dolor por la nueva oportunidad tirada a la basura. Ése fue mi sentimiento, independientemente de la injustificada ausencia del candidato que cuenta con mayores chances de alzarse con el máximo cargo a que puede aspirar un político.

Y no se me malinterprete; nada tengo contra el debate; todo lo contrario; sólo me decepciona el comprobar que ninguno de ellos tiene como primera meta el bien común de la ciudadanía. Me vienen a la memoria aquellas formas de gobierno que definiera Aristóteles en “La Política” (Siglo IV A.C.) como “puras”, las que buscaban el bien común, e “impuras”, las que privilegiaban el bien propio de los gobernantes, o al “panem et circenses” del poeta Juvenal (Siglo II A.C.) y más acá en el tiempo histórico al “divide y reinarás” de Maquiavelo.

Todos ellos me resultan de una triste y vigente actualidad.

Es que la experiencia cotidiana nos muestra que los países con sólidas instituciones y respetuosos gobiernos surgen de la disputa entre dos partidos. El bipartidismo se ha constituido en la garantía de éxito, independientemente de que el ejercicio del poder ejecutivo demuestre luego mayor o menor capacidad de cumplimiento con la plataforma prometida o ante la ilegitimidad de sus actos. Para subsanar tales problemas existen herramientas que la democracia genuina pone en manos de los restantes poderes y de la ciudadanía. El triunfador gobierna, la oposición controla y audita.

Pero atomizando las opciones, dividiendo y multiplicando exageradamente los partidos opositores, enfrentándolos entre sí en absurdas e innecesarias disputas, se disminuye peligrosamente tal posibilidad. Es el camino directo al gobierno de una minoría, ganadora en los comicios pero minoría al fin.

Y eso es lo que tenemos los argentinos: una exagerada cantidad de agrupaciones disputándose el poder por el poder mismo. De ese aquelarre político ninguno tendrá la representación de la mayoría ni el respeto de las minorías; sólo la exacerbada crítica y descalificación al adversario, cumpliendo fielmente los deseos del oficialismo, que eso es lo que nos muestran tres décadas de “democracia”, en vertiginosa carrera hacia la división, el enfrentamiento y el fanatismo de los argentinos.

Causa desazón comprobar las grandes similitudes de los candidatos Massa y Macri; no hay dudas de que sus principales políticas de Estado son similares; tampoco del hecho de que unidos tendrían el total apoyo de la ciudadanía, hastiada ya del absolutismo dictatorial de la última década, y sin embargo, se encuentran enfrentados en una vergonzosa lucha por sentarse en el sillón de Rivadavia.

Desesperados, se han embarcado en una triste carrera jugando todos sus boletos a intrincados cálculos de probabilidades de uno u otro, cuando juntos podrían darnos el gobierno que la ciudadanía espera.

Pero ya lo decía Aristóteles: la forma impura de la dictadura (un único gobernante) es la tiranía y la forma impura de la democracia (gobierno de todos) es la demagogia.

Ambas las sufrimos los argentinos.

Actualmente, y pese a arengas carentes de contenido, el interés personal de los políticos está por encima de los intereses de la Nación y los ciudadanos y debería ser a la inversa.

¿Hasta cuándo?

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