Por Hernán Andrés Kruse.-

Pocos términos han sido tan bastardeados en la Argentina como “liberalismo”. Desde el retorno a la democracia en 1983 a la fecha, desde el progresismo se ha acusado a los gobiernos de Carlos Menem, Fernando de la Rúa y ahora Mauricio Macri, de “neoliberales”, por haber aplicado en el terreno económico políticas de ajuste que no hicieron más que pulverizar el salario del trabajador. El “liberalismo” ha pasado a ser, pues, una mala palabra, un término que sirve para describir y, fundamentalmente, condenar, a gobiernos que, pese a haber surgido de la voluntad popular, han aplicado políticas económicas ortodoxas.

En la Argentina “liberalismo” ha pasado a ser sinónimo de “ajuste”, lo que constituye, a mi entender, un grosero error conceptual. En efecto, el liberalismo es una filosofía de vida que abarca diversos aspectos, todos relevantes. Podemos distinguir el liberalismo político, el liberalismo jurídico, el liberalismo económico y el liberalismo filosófico. Para que el liberalismo esté vigente es esencial que lo estén los distintos tipos de liberalismo recién enumerados. Es por ello que un gobierno como el de Augusto Pinochet, para poner un ejemplo, jamás podría ser considerado “liberal” por más que en el ministerio de Economía estuviera un discípulo de Milton Friedman. Por más “liberal” que haya sido el gobierno de Pinochet en el área económica, fue una dictadura sangrienta, porque arrasó con uno de los pilares del liberalismo jurídico: los derechos humanos.

Para que un gobierno sea liberal debe serlo en todas las áreas: el área política, el área jurídica, el área económica y el área filosófica. Un gobierno es liberal si los principios fundamentales del liberalismo político están vigentes: elecciones libres y competitivas, la separación de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), el derecho a manifestarse libremente en los lugares públicos, la libertad de prensa, el derecho a afiliarse y el derecho a desafiliarse. Un gobierno es liberal si la seguridad jurídica de las personas está garantizada. Con sólo recordar el artículo 18 de nuestra constitución basta para tener conciencia de la magnitud del liberalismo jurídico. Para que el liberalismo jurídico esté vigente es esencial la existencia de una Corte Suprema independiente, tanto del Poder Ejecutivo como del poder económico concentrado. Un gobierno es liberal si los principios fundamentales del liberalismo económico están vigentes: la propiedad privada, la competencia, la libertad de elegir en el mercado, la ausencia de los monopolios; el liberalismo económico nada tiene que ver, por ende, con el capitalismo de amigos. Un gobierno es liberal si la sociedad se rige por el principio de la tolerancia y el respeto a todas las ideologías y posturas políticas. El liberalismo filosófico es la antítesis del dogmatismo, de la verdad revelada. Sostiene que no existen verdades absolutas sino relativas, que cada persona tiene una parte de la razón pero no toda la razón. El liberalismo filosófico se presenta como la antítesis del autoritarismo, de la dictadura, de aquellos gobiernos donde impera la voluntad del dictador, que castigan severamente cualquier intento de desafío a la “verdad” del régimen.

Si el liberalismo se presenta como una filosofía de vida, como una cosmovisión, cabe analizar si los gobiernos de Carlos Menem, Fernando de la Rúa y el incipiente gobierno de Mauricio Macri son liberales, como lo sostiene el progresismo. La respuesta es, obviamente, negativa. La Corte Suprema no fue independiente durante los gobiernos de Menem y De la Rúa. En aquel entonces la Corte estaba en manos de la “mayoría automática” impuesta por el riojano a fines de 1989. Si bien es prematuro hacer referencia al gobierno de Macri en este sentido, si finalmente ingresan a la Corte los dos juristas propuestos por el flamante presidente no sería extraño que en un futuro no tan lejano la Corte quede sometida a una nueva “mayoría automática”. El liberalismo económico jamás estuvo vigente durante los gobiernos de Menem y De la Rúa sencillamente porque en esa época imperó el capitalismo de amigos, la connivencia espuria entre los funcionarios gubernamentales y los empresarios amigos. Además, jamás hubo una genuina competencia entre los diversos actores económicos precisamente porque al estar vigente el capitalismo de amigos la competencia económica no es más que una quimera. Por su parte, Macri no está haciendo más que profundizar el capitalismo de amigos. Si esto no es cierto, que lo desmienta el señor Caputo. Pero lo más relevante es la ausencia del liberalismo filosófico a raíz de la incapacidad de los argentinos de tolerar a quien piensa de diferente manera. La intolerancia política e ideológica adquirió particular virulencia durante los dos gobiernos de Cristina Kirchner (los cacerolazos) y en el incipiente gobierno de Macri parece agravarse (la brecha, como se denomina a este peligroso problema).

Del ‘83 a la fecha jamás estuvo vigente el liberalismo en todas sus facetas. Todavía somos una sociedad profundamente antiliberal y no da la sensación de que estemos dispuestos a efectuar el profundo cambio que se necesita para vivir en un ámbito de tolerancia y respeto por el libre albedrío.

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