Por Hernán Andrés Kruse.-

Donald Trump, el megalómano presidente de la república imperial, acaba de ordenar la ejecución de Qasem Soleimani, ex jefe de la Fuerza Quds iraní y “hombre fuerte” de la teocracia del país persa. La operación fue un éxito lo que provocó la indignación en Medio Oriente, especialmente en Irán, de añeja enemistad con Estados Unidos. Poco tiempo después del asesinato de Soleimani Irán atacó con misiles dos bases militares estadounidenses: una localizada en el oeste de Irak y la otra situada en el Kurdistán iraquí. Ali Khamenei, ayatollah de Irán, expresó que este ataque era apenas “una bofetada”, dando a entender que se trata apenas del comienzo de una escalada bélica cuyo desenlace es impredecible.

Como sucedió tantas veces en el pasado, el Medio Oriente se ha transformado en un gigantesco polvorín a punto de estallar. Donald Trump, apremiado por el juicio político llevado a cabo por los demócratas, se está valiendo de la guerra como predilecta arma de manipulación psicológica del pueblo estadounidense. Parece no percatarse del peligro que significa para la paz mundial un conflicto contra el antiguo e histórico imperio persa, apoyado en la actualidad por los gigantes chino y ruso. ¿Se estará produciendo finalmente el choque de civilizaciones del que habló Samuel Huntington a fines de los noventa?

Lo cierto es que el mundo está en estado de alerta por la decisión de un emperador que aparenta no estar en sus cabales. Ante la posibilidad de una nueva guerra que puede hacer temblar la paz global está más vigente que nunca el libro que Juan Bautista Alberdi le dedicó a la guerra. Como bien enseñó el gran tucumano la guerra es un crimen y como tal debe ser castigado.

A continuación paso a transcribir dos de sus capítulos más importantes ya que constituyen un brillante alegato en defensa de la paz.

Capítulo VII. El soldado de la paz

La paz es una educación

La paz es una educación como la libertad, las condiciones del hombre de paz son las mismas que las del hombre de libertad. La primera de ellas es la mansedumbre, el respeto del hombre al hombre, la buena voluntad, es decir, la voluntad que cede, que transige, que perdona. No hay paz en la tierra sino para los hombres de buena voluntad. Es por eso que los pueblos más severamente cristianos, son los más pacíficos y los más libres: porque la paz, como la libertad, vive de transacciones. Disputar su derecho, era el carácter del hombre antiguo; abdicarlo en los altares de la paz con su semejante, es el sello del hombre nuevo. No es cristiano, es decir, no es moderno, el hombre que no sabe ceder de su derecho, ser grande noble, generoso. No hay dos cristianismos: uno para los individuos, otro para las naciones. La nación, que no sabe ceder de su derecho en beneficio de otra nación, es incapaz de paz estable. No pertenece a la civilización moderna, es decir, a la cristiandad, por su moral práctica. La ley de la antigua civilización era el derecho. Desde Jesucristo la civilización moderna tiene por regla fundamental, lo que es honesto, lo que es bueno. Ceder de su derecho internacional en provecho de otra nación, no es disminuirse, deteriorarse, empobrecerse. La grandeza del vecino, forma parte elemental e inviolable de la nuestra y la más alta economía política concuerda en este punto del modo más absoluto con las nociones de la política cristiana, quiero decir, honesta, buena, grande. Estas no son ideas místicas. La historia más real las confirma. Grecia y Roma, los países del derecho, hicieron de la guerra un sistema político; la Inglaterra, la Holanda, la América del Norte, países cristianos, son los primeros que han hecho de la paz un sistema político, una base de gobierno.

Valor fundamental de la cultura

Formad el hombre de paz, si queréis ver reinar la paz entre los hombres. La paz, como la libertad, como la autoridad, como la ley y toda institución humana, vive en el hombre y no en los textos escritos. Los textos son a la ley viva, lo que los retratos a las personas; a menudo la imagen de lo que ha muerto. La ley escrita es el retrato, la fotografía de la ley verdadera, que no vive en parte alguna cuando no vive en el hombre, es decir, en las costumbres y hábitos cotidianos del hombre; pero no vive en las costumbres del hombre lo que no vive en su voluntad, que es la fuerza impulsiva de los actos humanos. Es preciso educar las voluntades si se quiere arraigar la paz de las naciones. La voluntad, doble fenómeno moral y físico, se educa por la moral religiosa o racional, y por afectos físicos que obran sobre la moral. Y como no hay moral que haya subordinado la paz a la buena voluntad tanto como la moral cristiana, se puede decir que la voluntad del hombre de paz es la voluntad del cristiano, es decir, la buena voluntad. La prueba de esta verdad nos rodea. Llamamos bueno, no al hombre meramente justo, sino al hombre honesto, es decir, más que justo. Todo el cristianismo consiste, como moral, en la sustitución de la honestidad a la justicia. La justicia está armada de una espada; el derecho es duro, como el acero; la honestidad está desarmada, y con eso solo, su poder no reconoce resistencia: es suave y dócil como el vapor, y por eso es omnipotente como el vapor mismo, que debe todo su poder a su aptitud de contraerse. No debe ser fuerte lo que no es capaz de comprensión: ley de los dos mundos físico y moral (XXX).

La buena voluntad, que es la única predestinada a la paz, es la voluntad que cede, que perdona, que abdica su derecho, cuando su derecho lastima el bienestar de su prójimo. En moral como en economía, hacer el bien del prójimo, es hacer el propio bien. Presentad la otra mejilla al que os dé un bofetón, es una hermosa e inimitable figura de expresión que significa una verdad inmortal, a saber: ceded en vez de disputar: la paz vale todas las riquezas; la bondad vale diez veces la justicia. Cambiar el bien por el bien, es hazaña de que son capaces los tigres, las víboras, los animales más feroces. Dar flores al que nos insulta, regar el campo del que nos maldice, es cosa de que sólo es capaz el hombre, porque sólo él es capaz de imitar a Dios en ese punto. Todo el hombre moderno, el hombre de Jesucristo, consiste en que su voluntad tiene por regla la bondad en lugar de la justicia. El que no es más que justo, es casi un hombre malo. Se pueden practicar todas las iniquidades sin sacar el pie de la justicia. Bondad es sinónimo de favor, concesión, beneficio, y nada puede dar el hombre generoso de más caro que su derecho. La buena voluntad en que descansa la paz de hombre a hombre, es la base de la paz de Estado a Estado. La voluntad cristiana, es la ley común del hombre y del Estado que desean vivir en paz.

La paz y la libertad

Pero la paz es la fusión de todas las libertades necesarias, como el color blanco, que la simboliza, es la fusión de los colores prismáticos. Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra libertad a los hombres de buena voluntad: es una traducción de la palabra del Evangelio, que se presta a las aseveraciones de la política más alta y positiva. La paz significa el orden; pero el orden no es orden sino cuando la libertad significa poder. Regla infalible de política: la voluntad que no está educada para la paz, no es capaz de libertad, ni de gobierno. El poder y la libertad no son dos cosas, sino una misma cosa vista bajo dos aspectos. La libertad es el poder del gobernado, y el poder es la libertad del gobernante; es decir, que en el ciudadano el poder se llama libertad y en el gobierno la libertad se llama facultad o poder. Pero el poder, en cuanto libertad, no se nivela o distribuye de ese modo entre el gobernante y el gobernado, sino mediante esa buena voluntad que es el resorte de la paz y del orden; de esa voluntad buena y mansa que hace al gobernante más que justo, es decir, honesto, y al gobernado honesto, manso también, es decir, más que justo. Así, el tipo del hombre libre es el hombre de paz y de orden; y el tipo del hombre de paz es el hombre de buena voluntad, es decir el bueno, el manso, el paciente, el noble. Sólo en los países libres he conocido este tipo del ciudadano manso, paciente y bueno; y en los Estados Unidos, más todavía que en Inglaterra y en Suiza. En todos los países sin libertad, he notado que cada hombre es un tirano. Es lo que no quieren creer los hombres del tipo greco-romano: que el hombre de libertad, tiene más del carnero que del león, y que no es capaz de libertad sino porque es capaz de mansedumbre.

Amansar al hombre, domar su voluntad animal, por decirlo así, es darle la aptitud de la libertad y de la paz, es decir del gobierno civilizado, que es el gobierno sin destrucción y sin guerra. Los cristianos del día no son guerreros sino porque todavía tienen más de romanos y de griegos, es decir, de paganos, que de germanos y cristianos. La misión más bella del cristianismo no ha empezado; es la de ser el código civil de las naciones, la ley práctica de la conducta de todos los instantes. ¡Quién lo creyera! Después de mil ochocientos sesenta y nueve años el cristianismo es un mundo de oro, de luz y de esperanza que flota sobre la cabeza de la humanidad: una especie de platonismo celeste y divino, que no acaba de convertirse en realidad. El siglo de oro de la moral cristiana no ha pasado; todo el porvenir de la humanidad pertenece a esa moral divina que hace de la voluntad honesta y buena la única senda para llegar a ser libre, fuerte, estable y feliz. La paz está en el hombre, o no está en ninguna parte. Como toda institución humana, la paz no tiene existencia si no tiene vida, es decir, si no es un hábito del hombre, un modo de ser del hombre, un rasgo de su complexión moral. En vano escribiréis la paz, para el hombre que no está amoldado en ese tipo por la obra de la educación; su paz escrita, será como su libertad escrita: la burla de su conducta real. Dejadme ver dos hombres, tomados a la casualidad, discutir un asunto vital para ellos, y os digo cuál es la constitución de su país.

Capítulo VIII. El soldado del porvenir

La publicidad de la sentencia

Si hay motivo para tener en menos el oficio de verdugo, no obstante su honesto fin de ejecutor de los fallos de la sociedad que se defiende contra el crimen, no hay razón para mirar de otro modo al soldado. El rol de los dos en el fondo es idéntico, y si alguna diferencia real existe, es en favor del verdugo; pues si es raro que en cien ejecuciones haya dos en que el verdugo no purgue a la sociedad de un asesino o de un bandido, más raro es todavía que en cien guerras haya dos en que el soldado mate con justicia al enemigo de su soberano. Si el rol del verdugo nos causa disgusto, es que la pena de muerte repugna a la naturaleza y excede siempre al crimen más grande por sus proporciones. La sociedad rehabilita al asesino matándolo, es decir, matando como él, y de ello es un testimonio la simpatía pública que excita el ajusticiado. Para agrandar el error que el asesinato inspira, la sociedad debe dejar al asesino el monopolio de ese horror. De ese modo el homicidio y el asesinato serán idénticos y sinónimos. Dejar vivir al asesino es prolongar su castigo sin horrorizar a la sociedad. La impunidad no existe en el orden moral de la naturaleza, sino cuando el criminal queda desconocido: aun entonces lleva en su alma la voz de ese juez del crimen que se llama la conciencia. Si el criminal es conocido Y declarado tal por la sociedad entera, su castigo está asegurado con eso solo. El será tan largo como su existencia ignominiosa y miserable, porque en todas partes se hallará recibido con el horror que inspiran los tigres y las serpientes.

En lo criminal como en lo político, la luz es el control de los controles. Asegurad al delito y al delincuente, al crimen y al criminal, toda la publicidad de que es capaz un acto humano, y no os ocupéis más de la pena material. La prensa, el telégrafo, la fotografía, la pintura, el mármol, todos los medios de publicidad deben ser aplicados a la sentencia del hombre y de la fisonomía del criminal; y las naciones se deben cambiar esos registros o protocolos del crimen, para no dejarle asilo ni medio alguno de impunidad. Que la penalidad humana tiende a esos destinos no hay la menor duda. Lo prueba ya la desaparición de muchos castigos horribles, que las generaciones pasadas consideraban como indispensables a la defensa del orden social. No por eso la criminalidad se ha multiplicado; al contrario, ella ha disminuido; y no hay por qué dudar, en vista de ese precedente, que la extinción absoluta de los castigos sangrientos en un porvenir más feliz de la humanidad, no sea seguida de una disminución casi absoluta de los crímenes capitales. Así, el tribunal, el juez que necesita el mundo y que ha de tener un día, mediante sus progresos indefinidos, no es el juez que castiga, sino el juez que juzga, el juez que condena, el juez que infama por su condenación, el juez que excomulga de la conciencia de los honestos, de los buenos, de los dignos, de los civilizados. Eso basta para el castigo del crimen y de los criminales de la guerra, y para la pacificación gradual y progresiva del mundo. Ese juez se forma y constituye a medida que el mundo se consolida y centraliza por los mil brazos de la civilización moderna.

La profesión de la guerra

Soldado y guerrero no son sinónimos. El soldado, en su más noble y generoso rol, es el guardián de la paz, pues su instituto es mantener el orden, que es sinónimo de paz, no el desorden, que es sinónimo de guerra. El soldado es el auxiliar del juez, el brazo de la ley, el héroe de la paz, y Washington es su más cabal personificación moderna. Hacer de la guerra una profesión, una carrera de vivir, como la medicina, el derecho, etc., es una inmoralidad espantosa. Ningún militar sensato osaría que su profesión es la de matar hombres por mayor y en grande escala. Luego la guerra es la parte excepcional y extrema de la carrera del soldado, que naturalmente es más noble y brillante cuanto menos batallas cuenta. Si esto no fuese una verdad, la gloria del general Washington no sería más grande que la del general Bonaparte. Hacer de la guerra la profesión y carrera del soldado, en una democracia, es convertir la guerra en estado permanente y normal del país. Ejemplo de esto, la democracia de las Repúblicas de Sud América. El soldado no tiene más que un pensamiento, que absorbe su vida: llegar a ser general; y como no se ganan los grados sino en los campos de batalla, la guerra viene a ser para toda una clase del Estado una manera de elevarse a los honores, al rango, a la riqueza; y si el rango y los grados elevados, productivos de grandes salarios, son un privilegio vitalicio del militar, la guerra viene a ser la reina de las industrias del país, pues no sólo produce rango y riquezas sino privilegios vitalicios de una verdadera aristocracia. Así se explica que la guerra en Méjico, en el Perú, en el Plata, ha sido crónica en este siglo y en lugar de producir instituciones libres como ha blasonado tener por objeto, ha producido generales por centenares, es decir, otra aristocracia en lugar de la destruida por la revolución contra España.

Análisis

En la guerra, considerada como un crimen, los soldados y agentes que la ejecutan son cómplices del soberano que la ordena (7). En la guerra considerada como un acto de justicia penal, el soldado ejecutor del castigo hace el papel de verdugo internacional. Su papel puede ser legal, útil, meritorio; pero no es más brillante que el del que ejecuta los fallos con que la justicia criminal ordinaria venga a la sociedad ultrajada. El verdugo no es más que el soldado de la ley penal ordinaria; y si los fallos que pone en obra son justos y útiles, no hay razón para que el verdugo no sea acreedor a los honores extremos con que los soberanos cubren los miembros ensangrentados de sus verdugos internacionales. Asimilad la justicia criminal internacional a la justicia criminal ordinaria, y bastará eso sólo para que el papel del soldado ejecutor de los estragos de la guerra se equipare al del verdugo, si la guerra es legal y justa; o al del asesino y ladrón, por complicidad, si la guerra es un crimen; o al papel de las bestias de combate, si la guerra es un juego de azar, llamada a resolver, con los ojos vendados y con la punta de la espada, las cuestiones que no encuentren solución racional, ni juez que la dé. Si el verdugo internacional merece condecoraciones y cruces, por su servicio de justicia, no las merece menos el verdugo, que ejecuta las decisiones de la justicia criminal ordinaria en defensa de la sociedad. Honrar al ejecutor en grande, y deshonrar al ejecutor en pequeño, es el colmo de la iniquidad: sólo el derecho de la guerra puede hacer tal injusticia. Ya el olfato de la democracia se apercibe con razón que el oro de las cruces es para cubrir la sangre, como los perfumes en los climas ecuatoriales para disimular la putrefacción. Cada cruz es una matanza y un entierro de miles de hombres. Es el más condecorado el que ha quitado más vidas en la tierra.

La espada virgen

El hombre de espada no tiene más que un modo de ilustrar su carrera terrible en lo futuro, y es el de no desnudarla jamás de la vaina. La espada virgen, que tanto ha dado que reír a la comedia, es la única digna de los honores del soldado del porvenir. Junto con la guerra, el hombre de guerra tiende a desaparecer con su oficio tétrico, ante los progresos de la santa y noble democracia armada, como el apóstol, de las armas de la luz. Desde la aurora del derecho internacional moderno, ya se descubría bajo la pluma de Grocio, esta dirección futura de la carrera militar. Dedicando su Derecho de la Guerra a Luis XIII, le decía: – «Cuán bello, cuán glorioso, cuán dulce a nuestra conciencia, será el poder decir con confianza, cuando un día os llame Dios a su Reino: Esta espada que he recibido de vuestras manos para defender la justicia, yo os la devuelvo inmaculada de toda sangre temerariamente vertida, pura e inocente». Como la espada de Damocles la de la democracia debe amenazar siempre y no herir jamás. Y si el honor de no haber quitado vida alguna fuese deslucido y poco glorioso al soldado de la civilización, quiere decir que no le queda otro que el que es muy justo conceder por un titulo opuesto al verdugo que más servicios ha hecho a la sociedad, decapitando centenares de asesinos. Un síntoma del porvenir de la espada como carrera, es la decadencia creciente de su prestigio romano y feudal, en las Repúblicas y democracias modernas. Ya en América se regimentan los soldados, como los verdugos, en las cárceles y presidios, porque el oficio de matar y enterrar, aunque sea en nombre de la justicia, repugna a la dignidad humana. Abolidas por la democracia, las distinciones y honores dejan de ser un recurso para cubrir con un exterior fascinador los pechos y brazos de los verdugos de las naciones basados en sangre humana.

El guardia nacional

Hay un soldado más noble y bello que el de la guerra: es el soldado de la paz. Yo diría que es el único soldado digno y glorioso. Si la bella ilusión querida de todos los nobles corazones, de la paz universal y perpetua, llegase a ser una realidad, la condición del soldado sería exactamente la del soldado de la paz. Así, soldado no es sinónimo de guerrero. Los mismos romanos dividían la milicia en togada y armada. No es mi pensamiento que todo soldado se convierta en abogado; sino que el soldado no tenga más misión ni oficio que defender la paz. La misma guerra actual, para excusar su carácter feroz, protesta que su objeto es la paz. El soldado necesitaría de su espada para defender la neutralidad de su país, es decir, que el suelo sagrado en que ha nacido no sea manchado con sangre humana, ni profanado con el más desmedido o inconmensurable de los crímenes. El día que dos pueblos que se dan el placer de entre destruirse, como dos bestias feroces, no encuentren sino malas caras y desprecio por todas partes entre el mundo honesto que los observa escandalizado, la guerra perderá su carácter escénico y vanidoso, que es uno de sus grandes estímulos. Como la sociedad civil se arma sólo por defenderse del asesino, del ladrón, del bandido doméstico, ella podría no dar otro destino a sus ejércitos que el que tienen sus guardias civiles, municipales, campestres, nacionales, etc. La civilización política no habrá llegado a su término, sino cuando el soldado no tenga otro carácter que el de un guardia nacional de la humanidad. Los mejores ejércitos, los que han hecho más prodigios en la historia, son los que se improvisan ante los supremos peligros y se componen de la masa entera del pueblo, jóvenes y viejos, mujeres y niños, sanos y enfermos.

Ante la majestad de ese ejército sagrado, la iniquidad del crimen de la guerra de agresión no tiene excusa porque es seguro que un ejército así compuesto no será agredido jamás por otro de su misma composición. La frontera es la expansión geográfica del derecho; límite sagrado de la patria, que el pie del soldado no debe traspasar ni para salir ni para entrar; pues el medio de que no lo viole el soldado de fuera, es que no lo quebrante el soldado de casa. El soldado debe ser el guardián de la patria, es decir, de la casa, del hogar; y el mejor y más noble medio de defender el hogar sin ser sospechado de agredir con pretextos de defenderse, es no sacar el pie del suelo de la patria. Así como la presencia del malhechor en casa ajena es una presunción de su crimen en lo civil, así todo Estado que invade a otro debe ser presumido criminal, y tenido como tal sin ser oído por el mundo hasta que desocupe el país ajeno. Quedar en él, con cualquier pretexto, es conquistarlo. La frontera debe ser una barricada, si es verdad que toda guerra internacional tiende a ser considerada como una guerra civil. La barricada internacional es el remedio de los ejércitos internacionales, y el preservativo de las casernas y cuarteles.

El soldado de la ciencia

Hoy mismo existen síntomas expresivos del carácter pacífico del soldado del porvenir. El soldado más inteligente de este siglo cuida de cubrir su rol terrible, con el exterior más humano, más blando, más caritativo, por decirlo así. Comparad un soldado del Oriente bárbaro, con un soldado del Occidente civilizado: el primero es feroz, en la realidad tanto como en la apariencia: el otro es manso, inofensivo, culto, en lo exterior al menos. El uno representa el tigre, el otro se asemeja al león. En cuanto soldados, los dos representan, es verdad, la bravura animal de las bestias bravas. Pero desde que el soldado más culto y civilizado comprende que necesita ser y aparecer manso y pacífico para ser respetable y honorable por su profesión, fácil es prever la dirección en que tiende a transformarse la carrera militar, a medida que la civilización cristiana extiende y arraiga sus dominios en el mundo. El soldado moderno, educado por la libertad, se hará cada día más dueño de no hacerse cómplice de la guerra que la conciencia condena. (Ved Grocio, t. 3, pág. 228).

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