Por Luis Américo Illuminati.-

Si yo pudiera desear que lo que escribo lo leyera el espíritu de un ser que volviera del otro mundo y por ventura respondiera a mis inquietudes, tal vez la luz de la llama que alumbra la esperanza, alcanzaría a distinguir en esta noche oscura si las siluetas y los cuerpos son sólo sombras alargadas, fantasmas o figuras con rostro humano.

«El desierto crece…» es una expresión y una metáfora utilizada por Friedrich Nietzsche a lo largo de su obra, especialmente en su obra principal: «Así habló Zaratustra». Esta comparación del desierto es sinónimo de la experiencia y situación del hombre moderno -y posmoderno o último hombre- ante la llegada del más incómodo de todos los huéspedes: el Nihilismo, fenómeno anunciado por el poeta alemán Hölderlin y retomado luego por Heidegger en su justa comprensión y alcance. La desertificación alude al desorden, libertinaje y hundimiento de la sociedad en «arenas movedizas», concepto al que ya nos hemos referido en otro sitio respecto a la obra de Gilles Deleuze y Félix Guattarí (el cuerpo sin órganos). Dramáticamente dice Nietzsche en la obra citada: «¡Ay de aquel que dentro de sí cobije desiertos; ay de aquel que no conoce el desierto!». Esto nos remite al Evangelio que, por boca de Mateo, refiriéndose a Juan el Bautista, dice: «Yo soy la voz que clama en el desierto: allanen el camino del Señor» (Mt. 3:3 y 11:7). Y el mismo Jesús les dijo a las multitudes acerca de Juan: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?»

Parafraseando a Pedro Abelardo (Historia Calamitatum), hoy día podríamos decir ante el oscuro panorama y situación que atraviesa la Argentina: «El fuego de la antorcha llena de humo la casa y no alumbra». Esto ocurre en general adentro de las casas, escuelas, hogares y en todo ámbito puertas adentro. Y en el exterior las tinieblas envuelven todos los caminos. Días atrás hubo un eclipse solar en el cielo cuya duración fue muy breve. Pero también acá abajo hay otro eclipse que hace rato oscurece las mentes, incluyendo la ética, la economía, la razón, la concordia y el futuro de los argentinos. Dice María Zambrano, poeta, filósofa y discípula de Ortega y Gasset: «El hombre es el ser que se constituye en vista de una finalidad».

María Zambrano tiene un libro muy reconfortante, titulado: «Claros del bosque». El mismo título abre una perspectiva y adelanta adonde apunta la autora. Perdidos en el enmarañado y oscuro bosque, el hombre de esta época busca un camino de salida, pero en su lugar encuentra un claro en el bosque tenebroso. La pregunta obligada es si en ese punto, exhausto y sediento el viajero debe esperar que alguien lo rescate. Entonces me pongo a pensar y a meditar. Y pienso. Y si pudiera mantener un diálogo con la autora, le diría. Sí, estoy de acuerdo con usted María. ¿Pero qué ocurre cuando el mundo o la realidad muestra a cada momento que nada parece tener sentido. Rige el sinsentido, fogoneado por los individuos amorales  que se han apoderado del Estado.

¿O tiene algún sentido que los miembros de la clase política no se priven de nada, excepto de austeridad y sacrificio? Los miembros de este lujoso club son muy generosos en discursos y palabras que se las lleva el viento. Ellos están sordos y ciegos, pero nunca mudos. La problematización y condicionamiento que acarrea al bien común este club o corporación exclusiva para el mantenimiento de sus intereses intocables e irritante conveniencia ha llevado a la sociedad a una situación de alienación individual y colectiva que la asemeja a una bestia cansada, amoral y desahuciada. El delito callejero aumenta exponencialmente y la seguridad que brinda el Estado es una entelequia, un espejismo, una absurda quimera. Del seno de la misma sociedad surgen como hongos en la tierra todo tipo de vándalos y salvajes criminales.

Y así la sociedad funciona como víctima y victimaria, sólo prevalece el más fuerte, pícaro y deshonesto y el débil abandonado como náufrago en la playa de una isla solitaria. Y cuando el ciudadano que se siente moralmente castigado como si le cayera desde arriba una lluvia excrementicia descargada por elefantes estatales, enciende el televisor, recibe en el acto una andanada de basura, ya sea de los noticieros, películas, series, culebrones, teleteatros, nacionales o extranjeros y programas de entretenimiento locales. Entonces uno comprende cabalmente de donde viene el lavado de cerebros y los paradigmas o patrones de conducta ominosos. Y al apagar semejante espectáculo o visión de vulgaridad y estupidización colectiva, no puede menos que concluir que realmente es frustrante y casi imposible en la actualidad la comunicación de una idea que no sea un extravío, condición necesaria para una comunidad mentalmente lúcida, sin la cual no hay verdad ni sentido. Los discursos de la susodicha clase o club exclusivo de gerenciadores y factores -ya lo hemos dicho en este mismo sitio- aprovechadores, intermediarios entre el poder del Estado y la necesidad acuciante de la gente, tienen un valor intemental nulo. «El desierto crece».

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