Por Justo J. Watson.-
Nuestra bi-milenaria Iglesia tiene razón. No nos referimos a las peregrinas ideas económicas del actual pontífice, desde luego, sino a un tema de su competencia cual es la supremacía espiritual, tanto como material e intelectual, de las tres virtudes teologales.
Sin temor a equivocarnos podemos afirmar siguiendo a Reinhold Niebuhr (teólogo y analista político norteamericano, 1892-1971) que nada que sea verdadero, bello o bueno llega a tener pleno sentido en la inmediatez de un contexto histórico dado (fe). Que nada que verdaderamente valga la pena se puede realizar en el lapso de una vida (esperanza). Y que nada de lo que hagamos, por más virtuoso que sea, lo podemos realizar a solas (amor/caridad).
Asumida en profundidad esta enseñanza intemporal, se sigue que hemos de ser pacientes con la evolución de nuestro actual, muy argentino y primitivo sistema de organización social centrándonos -sobre todo- en fomentar lo que hoy denominamos “cambio cultural”, con el fin de establecer hitos que anclen el intelecto colectivo en cuestiones sobre las que ya no se intente volver atrás.
Zanjada está la cuestión de la separación de la Iglesia y el Estado. Los descalabros y corrupciones intervencionistas hacen cada vez más patente la necesidad de avanzar con la separación de economía y Estado. Y los desastres educativos derivados de la cuarentena ponen hoy sobre el tapete la también crucial cuestión evolutiva de la separación de educación y Estado.
Dado que el populismo es la democracia falseada de los ignorantes, la formación intelectual popular (educación en valores) que provea de sustentabilidad a una democracia en serio (republicana) debe ser, sobre todo, filosófica.
Esto es porque existe una relación inseparable entre la belleza, la verdad y el bien. Entre lo ético y lo moral.
Es el sendero racional, hoy acelerado por lo tecnológico, por donde la humanidad avanza inexorable (aún con bolsones reaccionarios, rodeos y retrasos) hacia destinos como la libertad, la no violencia, la tolerancia, la empatía o el sentido de responsabilidad social y ambiental.
Notemos que aún la mejor versión democrática existente (la republicana) implica el uso de violencias que resultan cada día más inaceptables.
Supone agresión contra libertades personales e importa amenazas, forzamientos, imposiciones, penalidades e injusticias diversas derivadas casi en su totalidad de la ausencia (o grave insuficiencia) de modos innovadores de contractualidad voluntaria.
Ejemplo de ello es toda la cuestión impositiva; piedra basal sin la cual el sistema democrático, tal y como hoy se lo entiende, se torna inviable. Un soporte basal torcido (como sucede con todo fin “bueno” pretendiendo inmoralmente justificar un medio “malo”) tornará a toda la construcción inestable y dependiente de la fuerza bruta, traducida en apuntalamientos de emergencia que impidan, aquí y allá, su derrumbe. Lo tributario es, en definitiva, un gran ingenio comunitario insanablemente vejatorio; mal parido.
Como nos lo enrostra el más elemental sentido común, tales forzamientos nunca fueron inocuos; mucho menos “buenos”. Los dolores de la miseria, la esclavitud clientelar y el atraso relativo que vemos a nuestro alrededor son consecuencia directa de haber persistido en el error autoritario de desconocer la realidad de la naturaleza humana (y de sus ventajas), insistiendo en la imposición de ingenierías sociales coercitivas.
La Iglesia más preclara diría, del haber encallado electoralmente a nuestra Argentina en los pecados de envidia resentida, ira y complicidad en el robo a través de la soberbia socialista… con toda su violencia encubierta.
En lo que respecta a educación, nuestro tránsito hacia la racionalidad (hacia el bienestar y la riqueza generalizadas de las que gozan las sociedades más racionales) supone superar algunas barreras mentales arraigadas.
Parafraseando al brillante autor, intelectual, catedrático y economista argentino A. Benegas Lynch, más importante que educarse es alimentarse… aunque nadie en su sano juicio propondría estatizar la producción de alimentos. ¿Por qué entonces insistir con la educación estatal, sabiendo que toda madre nativa enviaría a sus hijos a colegios privados (del mayor nivel posible), si pudiera?
El dinero para tal cosa ha estado disponible cada año en el presupuesto nacional; sólo habría que haber reasignado las partidas tomando la decisión de “subsidiar la demanda” (vales educativos de libre disponibilidad a cada niño) en lugar de “subsidiar la oferta” (gastos de cada escuela y del ministerio “de Educación” pagados desde el Estado). El poder de elección pasaría así de los sindicalistas docentes a los padres argentinos.
El 90 % de las escuelas públicas podrían tornar así a estar en abierta competencia por currícula, excelencia educativa, comodidades y servicios; a ser gestionadas con innovadora libertad por las mismas autoridades directivas y docentes que actualmente las operan. Y a ser “privadas”.
Por si fuera poco, se sabe que los costos actuales promedio por estudiante… ¡son mayores en el sistema público que en su contraparte paga!
Los aparatos de la fuerza (el embrutecedor adoctrinamiento estatista, la obtusa obligatoriedad sobre contenidos, lugares designados de estudio y demás imposiciones, rémoras paternalistas del señorío feudal) debieran ser ajenos a la educación ya que no resulta sensato el vano intento de enseñar libertad sobre la base de la compulsión.
Implementar algo de esta clase no sería, ciertamente, el fin del camino pero sí varios pasos en la dirección correcta.
De lo cual se sigue que el dilema tiene principio de solución en el apoyo a aquellos candidatos políticos que nos propongan las mayores y más audaces dosis de libertades para el pueblo llano, empezando por las educativas.
Sigamos entonces las enseñanzas de la Iglesia en línea con sus tres sabias virtudes teologales teniendo fe en nuestra gente del ámbito docente en la esperanza de que sin tanto tutelaje, “contenidaje” ni estatutaje frenante pueda desplegar su amor por el prójimo, educando al soberano para su progreso en la más plena libertad.
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