Por Jorge Raventos.-

“El Frente para la Victoria no existe más”. La sentencia pertenece a Jorge Landau, el apoderado del Partido Justicialista, quien abundó: “Cuando pasan los comicios las alianzas se disuelven, son uniones transitorias para competir en las elecciones”.

Más que anunciar una defunción, la frase testimonia un divorcio en marcha: el peronismo se separa del kirchnerismo. La causa del distanciamiento no es que la elección haya pasado (Cambiemos, que sostuvo a Macri, no se disolvió), sino que se haya perdido. El peronismo responsabiliza por la derrota a la señora de Kirchner y a su falange de seguidores más acérrimos, cuyo eje es el camporismo sumado a la izquierda residual que se asiló en el FPV. La Señora había dicho que no le interesaba involucrarse en la discusión interna del PJ, pero que se sentía conductora del Frente para la Victoria. Eso no existe más, le avisa Landau. Traducción: la Señora, con todo respeto, no conduce nada.

Los hechos son más elocuentes que las frases del apoderado. Alivianado de la mochila kirchnerista por efecto de la victoria de Mauricio Macri, el peronismo reflexiona alborotadamente sobre su futuro. Busca un rumbo y una conducción legítima y eficaz. Lo hace, en principio, desde distintos centros aunque regido por una lógica principal: recuperar unidad, fuerza y competitividad electoral sin perder de vista que el eje del poder nacional se ha trasladado, por obra de la voluntad ciudadana, a otras manos.

El apoyo crítico (“oposición racional y constructiva”) al gobierno, un posicionamiento en el que hicieron vanguardia Sergio Massa y José Manuel de la Sota, va paulatinamente prevaleciendo como línea general del peronismo para la etapa. “Tengo una mirada crítica sobre algunas acciones del Gobierno, pero hay que esperar el efecto de las medidas y ver qué análisis hace la sociedad. No pasaron dos años”, advirtió el miércoles, en la reunión del Consejo partidario, el jefe del bloque de senadores, Miguel Pichetto. Y chuceó al kirchnerismo nostálgico y apresurado: “Algunos parece que quieren prender fuego la pradera rápido. ¡Creen que están en una etapa preinsurreccional!”.

El mismo miércoles un grupo de entre doce y quince diputados se apartó del bloque del Frente para la Victoria (quitándole, de paso, la condición de primera minoría en la Cámara). Respaldados por al menos cinco gobernadores y varios dirigentes gremiales, los responsables de la escisión (entre los que se cuenta Diego Bossio) explicaron que van a ser “un grupo de oposición al gobierno de Mauricio Macri. Pero pretendemos ser una oposición responsable”, porque “estamos ante una nueva etapa política y los peronistas ahora cumplimos un doble rol: por un lado somos oposición al gobierno nacional, pero también gobernamos varios distritos provinciales”. Los hechos imponen una política de cogobernabilidad.

Los diputados disidentes -como antes Massa, como De la Sota, como Pichetto en el Senado o los gobernadores que dialogan con la Casa Rosada- no son “traidores”, como estigmatizan los soldados kirchneristas, ni se están pasando al oficialismo; pretenden “reafirmar la identidad del peronismo” para competir con Macri y derrotarlo más adelante. Por eso toman distancia del kirchnerismo cerril y de la oposición sistemática que éste y sus acólitos proclaman. Ejercen la lucidez. Por ahora lo hacen por separado, más temprano que tarde, si siguen lúcidos, encontrarán la forma de unirse.

En marzo se inicia el año parlamentario; el gobierno verá sensiblemente reducidos los grados de libertad con que ha venido tomando decisiones. Los decretos de necesidad y urgencia, que hoy pueden justificarse por el receso legislativo, perderán ese sustento de legitimidad, tendrán que atravesar el control del Congreso y evitar su rechazo; habrá que promover leyes y tejer los acuerdos para que sean aprobadas.

El avance de los criterios dialoguistas en el peronismo abre perspectivas más auspiciosas que las que se auguraban. Ese nuevo escenario incrementa la responsabilidad del oficialismo:  le impone la necesidad de un control más atento y delicado a la pretensión de soluciones expeditivas que deterioran la confianza, perturban los contactos y, finalmente, dan lugar a retrocesos.

No se trata sólo de forjar consensos que ayuden a pasar leyes, sino de apuntalar la construcción de una red de diálogo y convivencia sobre la que se puedan apoyar la gobernabilidad y la construcción de un sistema de poder democrático, abierto y eficaz.

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