Por Hernán Andrés Kruse.-

El 1 de julio pasado se cumplieron 42 años del fallecimiento del hombre que cambió para siempre a la Argentina. Ese día, pero de 1974, Juan Domingo Perón dejaba un país envuelto en llamas, bombas y sangre derramada. Hablar de Perón es hablar del dirigente político que hizo de la concepción maniquea de la política un culto. Con él eran imposibles los grises: o se lo amaba o se lo odiaba con igual intensidad. Dueño de una sólida formación política, no creía realmente en las instituciones de la democracia liberal. Por el contrario, sentía fascinación por el contacto directo con las masas apelmazadas en la Plaza de Mayo, dispuestas a escucharlo hasta el frenesí. Emblema del liderazgo carismático, Perón era partidario de un ejercicio concentrado y personalizado del poder. Él era el “Jefe” y nadie podía discutirlo, desobedecerlo. Entre el “Jefe” y las masas no había instituciones intermedias, como lo estipula la Constitución de 1853. El peronismo implicó, entonces, un vínculo directo entre Perón y los descamisados, un verticalismo absoluto y una comunidad organizada manejada a piacere por el “Jefe”. Perón enarboló la concepción movimientista con lo cual situó al peronismo por encima de los partidos políticos tradicionales. El peronismo no aspiraba a representar una parte de la sociedad sino a la sociedad en su conjunto. Por eso fue un movimiento capaz de incorporar a sectores de ultraderecha y ultraizquierda. Todos eran bienvenidos si aceptaban de manera incondicional una única y excluyente condición: obediencia ciega al “Jefe”. Sus seguidores llegaron a adorarlo como si fuera una suerte de semidiós. Para ellos Perón era un ser superior al común de los mortales, capaz de solucionar todos y cada uno de los problemas que aquejaban a la sociedad. De esa forma Perón pasó a ser una suerte de mago todopoderoso cuya bendición exigía una previa y total sumisión. Su pensamiento político está condensado en su libro “Conducción política”. Ahí habla de algo fundamental: quien representa al peronismo en elecciones está obligado a vencer. Perón no concebía la derrota. El peronismo siempre tiene que salir victorioso porque es superior a sus adversarios, meros partidos políticos. ¡Cómo un movimiento va a perder contra un partido político! Inadmisible. Dentro de semejante cosmovisión la desobediencia al “Jefe” era un crimen imperdonable. La autoridad de Perón no podía ni debía discutirse. Sus órdenes tenían que cumplirse sin chistar. Quien lo desobedecía debía ser severamente reprendido. En la vereda de enfrente estaban los “contras”, los enemigos del pueblo peronista, de los descamisados. Eran los “antipatria”, los “gorilas”, los “oligarcas”. Perón fue muy poco condescendiente con este sector de la sociedad, muy numerosa por cierto. Porque así como Perón llenaba la histórica plaza, también lo hizo Lonardi cuando asumió en septiembre de 1955.

Perón fue uno de los dirigentes más calculadores, fríos y maquiavélicos de nuestra historia. Aprovechó la oportunidad histórica que le brindó el gobierno de facto surgido el 4 de junio de 1943 para llegar a la presidencia tres años más tarde. Consciente de que la clase trabajadora había sido ignorada por el régimen conservador y en cierta medida también por el radicalismo, Perón ejecutó una jugada magistral: hizo de los trabajadores y las Fuerzas Armadas el eje del peronismo, la columna vertebral de la comunidad organizada. El 17 de octubre de 1945 se dio cuenta de su verdadero carisma, de su capacidad para hipnotizar a las masas. Ese día nació el peronismo. Ese día la Argentina cambió para siempre. La sociedad estaba partida en dos sectores antagónicos. La elección presidencial de febrero de 1946 lo puso dramáticamente en evidencia. Perón y su comunidad organizada desafiaron al establishment y a la Unión Democrática, una coalición de todos los partidos tradicionales dispuesta a impedir el triunfo peronista. Pese a que la diferencia de votos fue escasa, Perón ganó y el 4 de junio de ese año asumió como presidente de la nación. El peronismo estaba en el poder. La clase trabajadora había llegado al paraíso. El gobierno peronista se asentaba sobre tres ideas medulares: la soberanía política, la independencia económica y la tercera posición. El mundo occidental no vio con buenos ojos el arribo de Perón a la presidencia. En aquel entonces Europa era el centro de la atención mundial por una guerra planetaria que terminó por involucrar a los propios Estados Unidos luego del sorpresivo ataque nipón contra una base militar norteamericana. Occidente situaba a Perón en el bando enemigo, lo consideraba un simpatizante del eje Roma-Berlín-Tokio. Recién con Carlos Menem en la presidencia Occidente pasó a mirar con buenos ojos al peronismo. Sin embargo, Perón hacía flamear las banderas de la tercera posición, una postura equidistante tanto de Estados Unidos como de la Unión Soviética. Dentro del país Perón procuró industrializar el país y otorgar al estado un rol central en la economía. Políticamente puso en práctica su concepción movimientista, con lo cual no hizo más que profundizar la grieta, la antinomia entre peronismo y antiperonismo. Las universidades nacionales fueron intervenidas obligando a un buen número de docentes que no eran peronistas a abandonar sus cátedras. En el Congreso la hegemonía peronista se hizo sentir con fuerza obligando a los legisladores de la oposición a conformarse con posturas testimoniales. En ese entonces el radicalismo pasó a ser el emblema del antiperonismo parlamentario, destacándose las figuras de Arturo Frondizi y Ricardo Balbín. Perón tampoco tuvo contemplaciones con la prensa opositora, a tal punto que el tradicional matutino “La Prensa” fue confiscado por orden suya. En aquella época el “Jefe” puso en práctica una dura política represiva contra los “contras” que se tradujo en detenciones arbitrarias y exilios forzados.

Sin embargo, la clase trabajadora amaba a Perón, lo idolatraba. Por primera vez sintió que era protagonista de un punto de inflexión histórica. Con Perón los obreros se sintieron importantes, dejaron de ser invisibles. La oposición antiperonista jamás comprendió esto. El factor emocional es esencial a la hora de desentrañar la naturaleza del peronismo. El apoyo incondicional del movimiento obrero a Perón puede ser considerado la quintaesencia del peronismo. Basta con ver algunos documentos fílmicos de la época donde se observa a la multitud escuchando con devoción al líder, elevándolo a la categoría de un Mesías. Con semejante base de sustentación Perón intentó lo que pretenden todos los líderes de su clase: eternizarse en el poder. Esa fue la razón fundamental de la reforma constitucional de 1949: garantizar al Mesías la reelección presidencial. En 1951 Perón fue plebiscitado asestándole a la oposición un golpe furibundo. Fue el momento de máximo esplendor político del líder. Cuando reasume todo el poder estaba en sus manos. Fue entonces cuando se profundizó la antinomia peronismo-antiperonismo. Para colmo, la situación económica comenzó a declinar mientras Estados Unidos y Europa continuaban acusándolo de “pro nazi”. El período 1952/55 fue sumamente complicado porque la política represiva de Perón se incrementó, lo que no hizo más que legitimar acciones militares del antiperonismo (el cobarde bombardeo a Plaza de Mayo, por ejemplo) que pudieron desencadenar una guerra civil. 1955 fue probablemente uno de los años más álgidos de la Argentina contemporánea. Al bombardeo de junio de 1955 Perón respondió con ataques contra la Iglesia, la UCR, el socialismo y la prensa opositora. El 31 de agosto pronunció quizá el discurso más violento jamás pronunciado por presidente alguno (por cada uno de los nuestros caerán cinco de los de ellos). Los días de Perón estaban contados.

El 16 de septiembre de 1955 se produjo su derrocamiento. Una semana después asumía el general Lonardi quien flameó la bandera de la conciliación nacional-“ni vencedores ni vencidos”-. Aramburu y Rojas no pensaban lo mismo. Para ellos había vencedores y vencidos. En noviembre despidieron a Lonardi por considerarlo demasiado “suave” con Perón y el peronismo. Fue el comienzo del jacobinismo antiperonista. El objetivo era claro y contundente: había que desperonizar a como diera lugar a la Argentina. Nunca más el país debía experimentar un régimen como el peronista. En junio de 1956 se produjo una rebelión peronista encabezada por el general Juan José Valle que fue duramente sofocada. Mientras tanto, el peronismo era borrado de la escena y se retornaba a la Constitución de 1853. En febrero de 1958 Arturo Frondizi ganó las elecciones presidenciales. Para el jacobinismo antiperonista fue un duro golpe porque Frondizi había dejado de ser el gorila que había sido durante la época de Perón. Ahora don Arturo se mostraba mucho más contemporizador con el movimiento y su líder en el exilio. Como pretendió quedar bien con todo el mundo (con el peronismo y con el gorilismo castrense) fue eyectado del poder a comienzos de 1962. Desde Madrid Perón descorchó la primera de las múltiples botellas de champagne que bebería durante sus 18 años de exilio. En su plan de retorno a la presidencia la desestabilización política ejercía un rol gravitante. Qué mejor entonces que siete años después de su derrocamiento se produjera un nuevo golpe de Estado. La etapa frondicista fue estable si se la compara con lo que sucedió de 1962 en adelante. Es como si la clase dirigente-política, empresarial, sindical, eclesiástica y militar-se hubiera puesto de acuerdo para garantizar el retorno de Perón. Luego del interregno de José María Guido asumió como presidente Arturo Illia. Pese a su democratismo y honestidad acrisolada, el médico de Cruz del Eje fue eyectado del poder en junio de 1966 por unas Fuerzas Armadas que lo acusaban de ser un presidente débil e irresoluto. Asumió el cargo de presidente el general Juan Carlos Onganía, un católico conservador y nacionalista que pretendió instaurar un régimen burocrático-autoritario. Que las Fuerzas Armadas estuvieran nuevamente en la Casa Rosada no hacía más que favorecer los planes de Perón. En efecto, lo que ansiaba el general era que la desestabilización política fuera cada vez más profunda porque, como decía Mao, “había que profundizar las contradicciones”. En este sentido Onganía y Levingston jugaron-sin quererlo, obviamente- para el “Jefe”. Quien llegó a la conclusión de que la presencia de los militares en el poder no hacía más que endiosar a Perón fue Lanusse, quien decidió que había llegado la hora de convocar a elecciones presidenciales. Pero cometió un error táctico de envergadura: no permitió que Perón fuera el candidato peronista. Con esa jugada no hizo más que alimentar el sueño de los peronistas de ver al “Jefe” en la Argentina y en la Rosada. El peronismo llegó al poder en marzo de 1973. El peronismo no votó a Cámpora sino a Perón. Si en lugar de Cámpora hubiera sido candidato el diariero de la esquina, ese diariero hubiera ganado las elecciones presidenciales. Ese “pequeño detalle” fue pasado por alto por los montoneros, astutamente manipulados por Perón desde Madrid. En julio Perón despidió a Cámpora y en septiembre fue elegido nuevamente presidente con el 62% de los votos. Ese aluvión electoral señaló el fracaso del jacobinismo antiperonista como proyecto político. Lamentablemente, la lucha interna del peronismo, alimentada por el propio Perón, hizo del país un gigantesco campo de batalla. Perón no pudo (o no quiso) detener el derramamiento de sangre. Al morir el 1 de julio de 1974 había una guerra civil no declarada en el país.

Con la muerte de Perón desapareció el peronismo histórico. Después aparecieron el menemismo, el duhaldismo y el kirchnerismo, derivaciones del peronismo verdadero. Pero tanto Menem, Duhalde y, en menor medida, Néstor y Cristina Kirchner, siempre se refirieron a Perón (y, obviamente, a Evita). Pero el peronismo de Perón desapareció con Perón, desapareció con el dirigente político que, para bien o para mal, señaló un antes y un después en nuestra historia.

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