Por Hernán Andrés Kruse.-

El 28 de junio se cumple medio siglo del más grave error histórico de la Argentina contemporánea. Ese día, pero del año 1966, era derrocado Arturo Umberto Illia, un radical del pueblo que había asumido tres años antes luego de vencer en las elecciones presidenciales del 7 de julio de 1963. Acompañado por Perette, el médico de Cruz del Eje fue votado por 2.403.451 ciudadanos. Atrás quedaron el candidato del radicalismo intransigente Oscar Alende (1.563.996 votos) y Pedro Eugenio Aramburu, candidato de UDELPA (1.326.855 votos). Los votos en blanco llegaron a 1.700.000 (peronistas más frondizistas). El escenario político del país era sumamente complicado. En marzo de 1962 había sido derrocado Arturo Frondizi por el gorilismo castrense. Su lugar fue ocupado por el doctor José María Guido, un títere del poder militar. Con Guido en la Rosada retornó el jacobinismo antiperonista que inmediatamente decidió proscribir nuevamente al peronismo. Illia obtuvo una victoria pírrica ya que el precio que pagó fue demasiado alto: una notable carencia de legitimidad de origen. Sin dejar de reconocer su personalidad democrática y su innegable decencia personal, Illia participó de unas elecciones restringidas ya que la principal fuerza política del país no pudo participar. Además, como bien explican Carlos Floria y César García Belsunce en su conocida historia de los argentinos, el contexto internacional regional de la década del sesenta se caracterizaba por una creciente violencia que explica en buena medida la creciente militarización del lenguaje y de la vida política tanto de Argentina como de América Latina. Fue la época del surgimiento de los movimientos guerrilleros que, inspirados en la revolución cubana, desplegarían su concepción foquista para desestabilizar a América Latina.

Arturo Illia asumió el 12 de octubre de 1963. A pesar del difícil escenario en el que le tocó actuar, hizo una presidencia altamente meritoria. Apenas se sentó en el sillón de Rivadavia, el flamante presidente intentó democratizar el sistema político argentino. Lamentablemente, se estrelló contra la intransigencia del peronismo y del poder militar. El peronismo, lógicamente, lo acusaba de ser un presidente ilegítimo por haber participado en una elección donde el movimiento de Perón había sido proscripto. No conforme con ello, anunció un plan de lucha que provocaría daños irreparables al gobierno radical. En las Fuerzas Armadas, especialmente en el ejército, el sector menos antiperonista (los “azules”), liderado por el general Onganía, que en ese momento era comandante en jefe, miraba con desconfianza al primer mandatario. Para colmo, Arturo Illia era una persona parsimoniosa y prudente, lo que hacía encolerizar a aquellos sectores corporativos defensores de las decisiones rápidas y contundentes del Poder Ejecutivo. Pero ello no quita méritos a un mandatario que creía sinceramente en la democracia, en las libertades y derechos individuales, y en la tolerancia. Ello explica por qué durante su presidencia se respiró un aire de libertad como hacía tiempo no sucedía en el país.

El gobierno de Illia tuvo, como todos los gobiernos, aciertos y errores. Uno de sus mayores éxitos fue indudablemente la política exterior, conducida por Miguel Ángel Zabala Ortiz. En ese entonces la cuestión de la isla de Cuba ocupaba el centro de la política internacional continental. Si bien Illia mantuvo en este asunto la actitud pronorteamericana del gobierno precedente, mantuvo cierta autonomía. En 1965, ante la decisión de Estados Unidos de intervenir la República Dominicana, don Arturo la aprobó pero decidió no mandar tropas nacionales al lugar de los hechos. Respecto a las relaciones con nuestro vecino Chile, el canciller Zabala Ortiz se manejó con suma prudencia. Su mayor logro tuvo lugar el 18 de diciembre de 1965 al obtener de las Naciones Unidas la resolución 2065 que fomentaba las relaciones directas entre Gran Bretaña y la Argentina sobre la soberanía de las Islas Malvinas, incluidas dentro del proceso de descolonización. Mientras tanto, preparó las bases de un acuerdo con el Vaticano, que se concretaría más adelante. En materia económica, el gobierno tuvo sus logros. El salario real, por ejemplo, tuvo un crecimiento del 6,4%. Primero Eugenio Blanco y luego Juan Carlos Pugliese alentaron una libertad de precios moderada y estimularon las exportaciones. El objetivo era ejecutar una reforma gradual con cambios flexibles. En materia energética Illia anuló los contratos que Frondizi había firmado con las compañías extranjeras, en una de sus decisiones más controvertidas. En materia sindical, el gobierno debió enfrentar el poder de Augusto Vandor, emblema de un neoperonismo que estaba enfrentado con el peronismo tradicional. La inclemencia de esa lucha llevó a Vandor a adoptar posturas cada vez más rígidas en relación con un presidente que había dictado la ley del salario mínimo, vital y móvil, y que se había mostrado tolerante frente a los reclamos sindicales. Lamentablemente, la dureza de Vandor obligó a Illia a limitar el derecho de huelga y controlar los fondos sindicales. Esas decisiones fueron utilizadas por el sindicalismo como demostración elocuente de la “política represiva” del gobierno sobre los sindicatos. Resultado: el sindicalismo lanzó un plan de lucha que incluyó, entre otras medidas, tomas de fábricas. Mientras tanto, Perón decidió viajar al país pero su viaje se detuvo en Río de Janeiro ya que el canciller Zabala Ortiz lo obligó a regresar a Madrid luego de la gestión que hizo ante el canciller brasileño. En marzo de 1965 tuvieron lugar elecciones legislativas que fueron utilizadas por Illia para recuperar la legitimidad de origen de la que carecía desde el comienzo de su mandato. Ello explica su decisión de levantar la proscripción del peronismo y el comunismo, lo que ponía en evidencia su acendrado espíritu democrático. La Unión Popular (el peronismo) ganó con el 29,6% de los votos seguida por el gobierno, con el 28,4%. El radicalismo intransigente de Alende salió tercero y el desarrollismo de Frondizi, cuarto. La fuerza conservadora UDELPA apenas cosechó el 2,2% de los sufragios. Meses más tarde, el teniente general Juan Carlos Onganía solicitó el retiro por desacuerdos con Illia en referencia a la elección del secretario de Guerra. Onganía fue reemplazado por su amigo, el general Pistarini. Ello significa que el cambio de Onganía por Pistarini fue puro gatopardismo. En marzo de 1966 la lucha por la gobernación de Mendoza posibilitó la competencia de dos fuerzas peronistas: el neoperonismo vandorista apoyó a Serú García y el peronismo ortodoxo apoyó a Corvalán Nanclares. La división del peronismo no hizo más que allanarle el camino a la gobernación al conservador Jofre. Sin embargo, Corvalán Nanclares derrotó ampliamente a García, contando con el apoyo expreso de María Estela Martínez de Perón, esposa del general que había viajado desde Madrid hacia Mendoza con ese expreso propósito. Perón demostró que estaba vivito y coleando pero para ser nuevamente presidente necesitaba sí o sí que el gobierno estuviera en manos del jacobinismo antiperonista y no de un demócrata cabal como Illia. En otros términos: Illia no le resultaba útil para recrear el fuerte antagonismo peronismo-antiperonismo. Necesitaba, pues, que Illia se fuera de la Rosada. Onganía pensaba lo mismo pero por razones opuestas: creía que la debilidad de Illia favorecía el retorno de Perón a la presidencia. Como bien señaló en ese momento el conservador Emilio Hardoy, el sector azul del ejército, al que pertenecía Onganía, se había vuelto colorado, es decir, se había vuelto furiosamente antiperonista. Peronistas y militares antiperonistas habían llegado a un acuerdo tácito: Illia debía ser derrocado. El 29 de mayo de 1966 el general Pistarini criticó duramente a Illia. Paralelamente, los semanarios peronistas ensalzaban la figura de Onganía. Mientras tanto, algunos medios de comunicación comenzaron a ridiculizar al presidente (la tortuga) por su particular manera de ejercer el poder. El 27 de junio hubo una reunión entre el secretario de Guerra, el comandante del II Cuerpo de Ejército, Carlos Caro, y algunos dirigentes políticos. Los principales jefes militares consideraron que esa reunión tenía como objetivo neutralizar el derrocamiento de Illia. Por eso ese mismo día el ejército relevó al general Caro, desconoció la autoridad del general Castro Sánchez (secretario de Guerra) y ordenó el acuartelamiento de las tropas. El golpe estaba en marcha. Se materializó al día siguiente ante la cruel pasividad de la sociedad.

Las Fuerzas Armadas designaron como presidente de facto al general Juan Carlos Onganía, alias “la morsa”. Su plan de gobierno tenía como objetivo imponer un Estado burocrático-autoritario (O’Donnell) que reconstruyera el tejido social argentino, gravemente lesionado por la demagogia del peronismo. En su exilio, Perón celebraba con champagne. El “cuanto peor, mejor” estaba funcionando a pleno. Consciente o inconscientemente, Onganía era funcional a los intereses tácticos del maquiavélico general. Porque cuanto más opresivo fuera el gobierno de la morsa, más legitimidad tendrían las “formaciones especiales” en su tarea de desgaste del régimen militar. La salida de Illia no hizo más que dejar el terreno de la política a merced de los fundamentalistas de ambos lados, peronista y antiperonista. Su derrocamiento sepultó para siempre toda posibilidad de diálogo y concordia entre los argentinos. A partir de entonces sólo tuvo lugar el lenguaje de las balas. En materia económica la morsa puso en economía a Adalbert Krieger Vasena, un economista del establishment que impuso un programa económico ortodoxo. Mientras tanto, las organizaciones guerrilleras fogoneadas por Perón comenzaron a hacer estragos en el país, envalentonadas por la dirección política, económica e ideológica de la “Revolución Argentina”. En mayo de 1969 se produjo el “cordobazo”, una rebelión de obreros y estudiantes que fue drásticamente sofocada por las fuerzas de seguridad. Pero fue un serio toque de atención para un gobierno que comenzaba a trastabillar. En junio de ese año un grupo comando acribilló al lobo Vandor, símbolo del peronismo sin Perón. El golpe de gracia contra el gobierno de Onganía se produjo el 29 de mayo de 1970 cuando la cúpula de Montoneros secuestró al general Pedro E. Aramburu, a quien ejecutaron días más tarde. El crimen sacudió al país y conmovió los cimientos del régimen militar. El orden y la seguridad que habían prometido las Fuerzas Armadas al derrocar a Illia brillaban por su ausencia. Las Fuerzas Armadas eyectaron del poder a la morsa y en su lugar pusieron a otro general, Roberto M. Levingston, con la intención de retornar al más crudo antiperonismo. Levingston duró como presidente lo que un suspiro y meses más tarde fue reemplazado por uno de los militares más influyentes de aquel entonces: Alejandro Agustín Lanusse. Consciente de lo que estaba sucediendo en el país a nivel institucional, el ex granadero negoció con las fuerzas políticas el retorno a la democracia. En Madrid, el general seguía festejando con champagne. Todos seguían jugando para él. En septiembre de 1973 sería elegido presidente de la nación por el 62% de los votos.

Hace cincuenta años era derrocado quizá el presidente más honrado de la historia argentina. El establishment, que acusó a Illia de ser lento y perezoso, fogoneó su derrocamiento que sólo empeoró las cosas, que dinamitó toda posibilidad sensata de democratizar definitivamente al país. Porque a partir de ese trágico error la Argentina se hundió en una ciénaga de corrupción, violencia y fanatismo. La destitución de Illia significó el triunfo de los violentos, los antidemocráticos, los forajidos. Sin Illia en la Rosada desapareció la última oportunidad que tenía la sociedad de experimentar una democracia libre y decente. No fue posible porque sus enemigos de aquí y de allá impusieron sus códigos que, lamentablemente, aún perduran.

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