Por Italo Pallotti.-

“Nunca se entra, por la violencia, dentro de un corazón” (Molière)

Tengo la obligación, porque soy un ciudadano que desde la niñez vengo sufriendo la monotonía de una cultura del odio y la irreflexión. Porque he vivido la historia del país, de su cultura, de su modo de vida; en definitiva, de lo que cualquier ser que aspira la paz y la concordia tiene derecho a transitar. Porque desde niño me inculcaron la cultura del estudio y el trabajo honesto. De la sabiduría como medio para aspirar al ascenso en la vida, donde ser pobre o rico debía ser regido por los mismos parámetros de respeto. Y a los que nos tocó ser de los primeros (y en silencio) pudimos comprender que en la base esencial de una familia de inmigrantes supieron poner la semilla de la cultura en educar, en el trabajo, en el aprecio al otro; desde los padres, hasta el último de los que ostentaban algún tipo de autoridad. Porque ser honorable era palabra sagrada; el orden la brújula que debía reglar las relaciones humanas; la solidaridad el luchar junto al resto para crear las mejores condiciones de un país grande. Y en esa crianza, con escasez de medios, con la base primaria que los padres (en su precariedad de recursos académicos) impusieron a fuego la necesidad imperiosa del estudio y el trabajo. El esfuerzo, la dedicación, vigor moral, era el cimiento. El éxito o el fracaso, sería el premio o el castigo. Así era de simple todo.

Pero un día, tan lejano, y al presente, aparecieron voces que olvidaron, o a propósito hoy me lo cuestiono si no fue así, creció una oscura manera de orientar la vida del pueblo con una visión populista, demagógica, facilista, regalona, prebendaria que fue quirúrgicamente obturando aquella cultura que menciono al principio. Y una neblina fue empañando lo que se insinuaba como el germen de un país que cualquier ciudadano normal quería para todos; sano, puro, sin mañas; aunque en el fondo la sangre fuera extranjera. Y nos quisieron hacer creer que venían a traer mejores condiciones de vida, a reconquistar derechos, a facilitarnos las cosas con un axioma o relato (vaya a saber) impulsado por un supuesto providencial líder y su esposa (Perón/Evita) que fue metódicamente cambiando la mentalidad de aquel pueblo que venía de mamar otra manera de ver la vida y el progreso para una nación. Y a los entonces niños nos cambiaron el libreto. Y tuvimos que consumir (palabra suave, por ser respetuoso) en la primaria los libritos adoctrinadores del régimen, donde a la figura de la pareja en cuestión se los trataba, poco menos como dioses; casi un sustituto de papá o mamá. Con su texto berreta, infumable. El Upa (Vigil), al canasto. Y en la secundaria me “tragué” “La razón de mi Vida” (autobiografía) exaltando la figura de la primera dama. Aclaro, en mi experiencia personal y vía una profesora ultra peronista, si no la sabía de pé a pa no había eximición posible. Diciembre o marzo, era el destino.

Luego, en la decadencia, vendrían los discursos del odio, el resentimiento, la rebeldía que trae el ocaso de los autoritarios (vuelvo a ser generoso en la calificación por respeto a quien no puede defenderse). Y esta semana, frente a la supuesta defensa de la Universidad Pública, viendo el bochorno de los discursos, el maltrato a los que piensan distinto, las amenazas, agresiones y promesas de muerte (muy grave), la defensa de principios alejados de la realidad que se sustancia, en gran parte del nuevo discurso fanático, no pude menos que sentir un golpe bajo emocional y refractario a aquel lejano tiempo donde nos imponían “consignas” que en nada ayudaban al nacimiento de lo nuevo. El discurso del odio descarnado, agresivo, patotero, veía la luz, con nombre y apellido. Histórica y despóticamente continuado por tantos al día de hoy, de modo nefasto. Y se me va la vida, como a tantos argentinos. Esperando el mañana mejor. Habrá de pasar mucho tiempo, no lo veré quizás, donde muchos como yo, hoy viejos; pero con la esperanza todavía intacta; pues de lo contrario hubiéramos sucumbido hace mucho tiempo. Tenemos el coraje, la fuerza y la dicha de decirles a los jóvenes (rebeldes o pacíficos) no sigan el cuento de que lo pasado fue el cielo y lo porvenir el infierno. Sean auténticos, nunca se alejen de la única verdad: ser los mejores, por convicción y no por arreamiento como borregos. Y de paso, si les queda tiempo, repasen la historia de los últimos 80 años, con sus luces (tenues) y con sombras (profundas). Esta síntesis, es eso, no me la contó nadie, la viví. Todo es posible todavía; aunque el odio y el desprecio estén en su mejor momento por los cultores y seguidores (con aprovechamiento necrológico) de aquel antiguo y desteñido líder y su esposa. Hoy y aquí, de nuevo, dos bandos. ¿Para un triste final? Veremos. Dejo constancia (mi parecer), que en el interín, en esta Argentina manoseada, los hubo algo mejores y peores, según se mire; ¡por si acaso!

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