Por Hernán Andrés Kruse.-

“En la España nacional-católica de Franco Marañón optó, como siempre había hecho, por un liberalismo posibilista que reivindicó la libertad como valor humano esencial, el respeto y la tolerancia hacia las ideas de los demás y, derivado de ello, la españolidad del exilio frente al discurso de la Antiespaña elaborado por el régimen franquista. Como señaló en “Españoles fuera de España” (1947): “los emigrados (de ahora) están amasando otras horas futuras de la historia de España: horas de paz […], no las que nacen en la pasión inútil de la revancha”. Efectivamente, en ese primer franquismo, si bien la dictadura –como hizo con otros intelectuales– utilizó su figura para mejorar su imagen exterior, Marañón asumió la tarea de recuperar la tradición liberal que el régimen de Franco trató de erradicar y cuyas raíces se remontaban al periodo ilustrado. Frente a la identificación exclusiva de lo español con lo nacional-católico, que tuvo como consecuencia la enajenación de la corriente liberal-progresista que venía desde las Cortes de Cádiz –y por la que habían pasado desde Jovellanos, Argüelles o Giner de los Ríos hasta Azaña, Fernando de los Ríos o Julián Besteiro–, Marañón publicó entonces algunas de sus mejores obras.

En esa significativa fecha de 1947, cuando la dictadura de Franco se encontraba en su mayor aislamiento internacional, aparecieron sus ya citados “Ensayos liberales”, donde insistió en la pervivencia del liberalismo como pauta de conducta, y “Españoles fuera de España”, en cuyo prólogo sentenciaba: “Otros hombres más fuertes te han arrojado de tu patria. Pero ¿qué dirán de ellos y de ti los hombres de mañana? ¿Están seguros de ser ellos los que tengan razón mañana mismo? Porque la historia no la hacen sólo los que creen hacerla, sino también los que la cuentan; y la voz del perseguido, si sabe tener la razón que la persecución da hasta al que no tiene razón, esa voz es, a la larga, la que más alto suena”.

Al finalizar ese mismo año, el 3 de diciembre, con motivo de su ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, con presencia significada de autoridades del régimen, insistió en el que fue, de facto, el eje de su discurso político público en estos años: “(…) ninguno de los deberes culturales del Estado español supera en urgencia al de rescatar para la Universidad patria a nuestros grandes investigadores, (…); y si para rescatarlos hubiera que sacrificar (se) algunas consideraciones momentáneas, políticas, nunca como entonces estaría mejor empleado el patriotismo, que al fin y al cabo es sacrificio y, en este caso, sólo sacrificio de amor propio”.

En esa labor de recuperación del exilio, Marañón, al tiempo que presentaba en las Academias obras de republicanos que la censura prohibía, mantuvo una estrecha amistad con algunos de los más relevantes exiliados, como Francesc Cambó, Luis Araquistáin, Salvador de Madariaga o Indalecio Prieto, quien, en 1956, le escribía: “es la de usted la única voz que me llega desde España para reconfortarme y consolarme”. Con algunas excepciones, como la de ciertos sectores del falangismo, el franquismo respetó su figura, lo que le permitió amparar a otros españoles y difundir su pensamiento y conducta liberal influyendo, decisivamente, en ámbitos intelectuales y universitarios, y a través de ellos en las nuevas generaciones. Así lo escribió José Luis López Aranguren en el centenario de su nacimiento: “La lección moral de Marañón fue no sólo personal y profesional- vocacional-, sino también política. Y, de arriba abajo, ética severa penetrada de humana comprensión”.

De esta comprensión brotó su profundo liberalismo. Con la desaparición del Dr. Marañón ha desaparecido el más alto poder moderador que, en el orden social, tenía hoy España. Pero lo cierto es que su implicación no puede circunscribirse exclusivamente a lo social o cultural. Desde un punto de vista político, como recordaría también en 1987 Miguel Artola, “la mayor aportación política de Marañón fue sin duda haber levantado la bandera del liberalismo, de la libertad, en una época en que pocos o ninguno podían hacerlo”. Desde su defensa del liberalismo, tras la revuelta estudiantil de 1956, encabezó, junto a Menéndez Pidal, los primeros manifiestos que denunciaban desde el interior la situación política y solicitaban el regreso de los exiliados. Siempre creyó que la Dictadura tendría un papel transitorio como el que había tenido el régimen de Primo de Rivera dos décadas antes, y así, en sus cartas a los exiliados, fue frecuente su convicción de lo poco que le quedaba al régimen de Franco para llegar a su fin. Sin embargo, conforme avanzaban los años, se fue percatando de su error: “Tengo cada día más arraigada mi fe liberal, no sé si veré su reinado en este mundo (…). Aquí hay una juventud generosa, entusiasta, con grandes virtudes (…) y con virtudes compatibles con todos los modos de pensar. Ésta es nuestra gran esperanza para el día en que, por ley natural, sean los que manden en los destinos del país”, como escribía a su amigo Indalecio Prieto en abril de 1957.

Apenas un año más tarde, el 27 de mayo de 1958, en una entrevista en el diario mexicano Excelsior, señalaba: “La situación de España se encuentra en un momento sumamente crítico, producido por la evolución de la vida (…). España ha crecido. Se va haciendo más grande y el régimen no se acomoda a su vigoroso crecimiento. Le viene chico. Es éste un proceso normal, orgánico y vital. (…). Por otra parte (…), quizá el sentimiento más frecuente del pueblo español es el deseo de convivencia: que los españoles no estén separados, que no discutan demasiado y, sobre todo, que no se maten los unos a los otros. (…) Ha sido un error gravísimo no haberle dado (a la juventud) estímulos y medios para que no se manifestase libremente. (…) Advierto en los jóvenes una profunda inquietud y un deseo de que España sea libre, de que no esté atada a ningún acontecimiento de los últimos que se han registrado en la vida española. Sus inquietudes tienden a rechazar las prerrogativas, privilegios y derechos alegados por la participación en dichos acontecimientos. Aspiran los jóvenes, a que se establezca una auténtica concordia nacional, sin vencedor (es) ni vencidos en la guerra. (…) El mayor reproche que se puede hacer a este régimen es el no haber dado oportunidad para que se forme una conciencia colectiva, de la única manera que puede formarse: por medio de la libertad de pensamiento”.

Y ante la pregunta del periodista de “¿cuál puede ser la salida de la situación actual, y qué factores deben intervenir en esta fase de la evolución del régimen?”, Marañón contestó con el ojo clínico que le caracterizó: “Lo más probable, es que se restaure la monarquía”. Él no lo vería. Apenas dos años más tarde, el 27 de marzo de 1960, murió en su domicilio de Madrid. La multitud que acompañó su cortejo fúnebre era reflejo de la admiración, afecto y reconocimiento que todas las Españas rendían a su figura. Como señaló por entonces Fernando Valera: “La pérdida reciente de don Gregorio Marañón ha sido sentida en las tres Españas: la España Oficial, la España Peregrina y la España Silenciosa. Tanto en la prensa del exilio como en los periódicos del régimen y las tertulias de los intelectuales rebeldes y amordazados del interior, se ha manifestado el duelo nacional por la muerte del español insigne. El convencimiento de Marañón de que la paz fecunda no podía nacer de “la pasión inútil de la revancha”, de que es preciso entenderse con el que piensa de otro modo, de que la libertad constituye una irrenunciable necesidad de la vida cívica, y, finalmente, de que debían ser las generaciones que no hicieron la guerra quienes lideraran el proceso de democratización, fueron los pilares fundamentales de la transición”.

De ahí que el rey Juan Carlos I recordase en el acto conmemorativo del Centenario en la RAE en 1987, “cómo los estudiantes de mi generación recibimos (de Marañón), a través de enseñanzas y lecturas, el aliento y la invitación al trabajo y al patriotismo, de este español excepcional (…). Marañón vivió comprometido con los valores que son necesarios en todo tiempo: la libertad, el sentido trascendente de la vida, el amor a la Patria propia y la vocación intelectual como servicio”. El Congreso de los Diputados, por su parte, declaró por unanimidad, en el cincuentenario de su muerte, que “hoy la España democrática, representada en el Congreso de los Diputados, recuerda a uno de sus grandes hombres”.

(*) Gregorio Marañón y Bertrán de Lis y Antonio López Vega titulado “El último Marañón” (Fundación Ortega-Marañón).

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