Por Hernán Andrés Kruse.-

En 1947 apareció la primera edición castellana de un libro notable escrito por un autor brillante. Me refiero a “El miedo a la libertad” del psicoanalista y filósofo alemán Erich Fromm. En el capítulo VII toca un tema vital para la libertad del hombre: la ilusión de la individualidad.

Considera que si bien nadie duda de la amenaza real del fascismo, es fundamental “reconocer que no existe error mayor ni más grave peligro que el de cegarnos ante el hecho de que en nuestra propia sociedad nos vemos enfrentados por ese mismo fenómeno que constituye un suelo fértil para el surgimiento del fascismo en todas partes: la insignificancia e impotencia del individuo”. Vale decir que la semilla del fascismo florece en aquellos ámbitos donde los individuos están despersonalizados, son incapaces de pensar por sí mismos, son fácilmente manipulables por los medios de comunicación, están carcomidos por el miedo y la incertidumbre.

El hombre contemporáneo cree no estar sujeto a ninguna autoridad de afuera, ser libre de expresar lo que piensa y siente. Cree, por ende, que su individualidad está asegurada. Sin embargo, remarca Fromm, “el derecho de expresar nuestros pensamientos tiene algún significado tan sólo si somos capaces de tener pensamientos propios”, es decir si somos capaces de establecer una genuina individualidad. ¿Ha logrado el hombre alcanzar esa meta? He aquí la pregunta fundamental que se formula Fromm en esta parte del libro.

Nuestra cultura, sentencia el psicoanalista, es atentatoria del desarrollo de una genuina personalidad. Apenas el niño ingresa a la escuela comienza a sufrir las presiones de un sistema que intenta aplastar su individualidad. Escribe Fromm: “Muchos niños manifiestan un cierto grado de hostilidad y rebeldía como consecuencia de sus conflictos con el mundo circundante, que ahoga su expansión y frente al cual, siendo más débiles, deben ceder generalmente. Uno de los propósitos esenciales del proceso educativo es el de eliminar esta reacción de antagonismo. Los métodos son distintos; varían desde las amenazas y los castigos, que aterrorizan al niño, hasta los métodos más sutiles de soborno o de expiación, que lo confunden e inducen a hacer abandono de su hostilidad. El niño empieza así a eliminar la expresión de sus sentimientos y, con el tiempo, llega a eliminarlos del todo. Justamente con esto se le enseña a no reparar en la existencia de hostilidad y falta de sinceridad en los demás (…) Por otra parte, muy pronto en su educación se enseña al niño a experimentar sentimientos que de ningún modo son suyos; en modo particular, a sentir simpatía hacia la gente, a mostrarse amistoso con todos sin ejercer discriminaciones críticas, y a sonreír. Aquello que la educación no puede llegar a conseguir se cumple luego por medio de la presión social. Si usted no sonríe se dirá que no tiene un carácter agradable…, y usted necesita tenerlo si anhela vender sus servicios, ya sea como camarera, dependiente de comercio o médico (…) El ser amistoso, alegre y todo lo que se supone deba expresar una sonrisa, se transforma en una respuesta automática que se enciende y apaga, como una llave de luz eléctrica”. Se trata, en suma, de la “comercialización de las expresiones de amistad”.

Más adelante, Fromm se refiere al pensamiento original. “Desde los comienzos mismos de la educación, el pensamiento original es desaprobado, llenándose la cabeza de la gente con pensamientos hechos. Cómo se logra esto con los niños pequeños, es cosa muy fácil de observar. Llenos de curiosidad acerca del mundo quieren asirlo física e intelectualmente. Se hallan deseosos de conocer la verdad, puesto que ésa es la manera más segura para orientarse en un mundo extraño y poderoso. Pero no se los toma en serio, y a este respecto poco importa la forma que asuma tal actitud: de abierta desatención o de sutil condescendencia (…) Quiero referirme brevemente a algunos de los métodos educativos hoy en uso que dificultan el pensamiento original. El primero es la importancia concedida a los hechos o, deberíamos decir, a la información. Prevalece la superstición patética de que sabiendo más y más hechos es posible llegar a un conocimiento de la realidad (…) Otra manera de desalentar el pensamiento original, estrechamente ligada con la anterior, es la de considerar toda verdad como relativa. Se considera a la verdad como un concepto metafísico, y cuando alguien habla del deseo de descubrir la verdad, los pensadores progresistas de nuestra época lo tildan de reaccionario”.

En definitiva, “el hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear (…) Nos hemos transformado en autómatas que viven bajo la ilusión de ser individuos dotados de libre albedrío. Tal ilusión ayuda a las personas a permanecer inconscientes de su inseguridad, y ésta es toda la ayuda que ella puede darnos. En su esencia el yo del individuo resulta debilitado, de manera que se siente impotente y extremadamente inseguro. Vive en un mundo con el que ha perdido toda conexión genuina y en el cual todas las personas y todas las cosas se han transformado en instrumentos, y en donde él mismo no es más que una parte de la máquina que ha construido con sus propias manos. Piensa, siente y quiere lo que él cree que los demás suponen que él deba pensar, sentir y querer; y en este proceso pierde su propio yo, que debería constituir el fundamento de toda seguridad genuina del individuo libre”.

En definitiva, el hombre actual no es una persona. Incapaz de tener pensamientos propios, asimila sin ningún juicio crítico todos los mensajes que le tiran todo el tiempo los medios de comunicación. Al no ser una persona, queda a merced del poder. Si éste afirma que el día tiene 48 horas, el hombre-cosa lo repetirá como un loro. Si éste le ordena invadir Ucrania o arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima, obedecerá la orden sin chistar. Si un día el dueño de algún monopolio mediático ordena a sus empleados modificar radicalmente la línea editorial, los periodistas agacharán la cabeza en señal de sumisión. No fue casualidad que el experimentado Agustín Rossi cometiera un sincericidio político al afirmar hace varios años que los diputados y senadores nacionales que formaban en ese momento el bloque del FpV no eran librepensadores. En definitiva, al poder le conviene una sociedad sumisa, domesticada, amaestrada, anestesiada.

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