Por José Luis Milia.-

El día que escuché al candidato decir: “¡Vamos a acabar con el curro de los derechos humanos!”, pensé que esa frase debería ocultar algo, por lo que opté por tomarla con beneficio de inventario. Pero el país estaba lleno de gente que quería creer que el “curro” que nos había costado 2.500 millones de dólares se iba a terminar, que nos daríamos la mano y paz y amor para todos.

Es cierto que tuve encontronazos con algunos de estos creyentes compulsivos que de diversas maneras trataron de convencerme que el candidato era un tipo que no mentía. En realidad, los tropiezos se dieron cuando yo insistía en hacerles ver que la gente del candidato había votado por el pañuelo de las “madres” como emblema nacional junto al gorrión y al mate y que eran demasiados los diputados y alcahuetes “del palo” que decían que los presos políticos estaban bien donde estaban y que debían morirse allí. Algunos, hasta me saltaron al cogote, y lo menos que me dijeron era que si no tenía soluciones, mejor me callara.

Hoy, el candidato es presidente y ha descubierto que decir la verdad suele tener costos muy altos, que ser audaz sirve para la campaña y nada más, que los que en ese tiempo eran llamados argentinos han vuelto a ser la “gilada” y que hay gente con la que conviene llevarse bien, sobre todo porque llevarse mal con las arpías de cabeza empañolada es el pretexto para que los que quieren reeditar con urgencia otro “delaruazo”, tengan piedra libre para implantar el caos en la República.

Es cierto que nunca hubo una promesa de liberar a los presos políticos, pero en verdad nadie, ni aún los familiares más cercanos a ellos, pedirían hoy algo así porque saben bien que el coraje y la verdad -por más que lo declamen- no son virtudes de un político; pero lo que nunca nadie imaginó es que, ya libres de la presión revanchista del gobierno anterior, los payasos togados seguirían con el maltrato a los presos políticos paseándolos enfermos por la ciudad para tomarles declaración o dejándolos morir sin asistencia adecuada, tratándolos peor que a cualquier violador o asesino al que, en función del ordenamiento jurídico, se le respetan los tiempos de prisión preventiva.

En verdad, si agachamos la cabeza durante tanto tiempo, si en doce años nadie se animó a matar a un juez o a un fiscal para que sirviera como ejemplo ante los babosos que hacían cola para juzgar por “lesa humanidad” a alguien y así ganarse unos pesos por cabeza condenada, tampoco es justo que les carguemos las tintas a estos infelices que asumieron asustados hasta de su sombra.

Asumamos que para ellos tiene más valor una vieja reventada que una ONG que representa a los familiares de los asesinados por la subversión y que quizás volvamos a ver a esta bruja -siguiendo las más caras tradiciones que nos dejó el kirchnerismo- en el palco con el presidente aplaudiendo una memoria falaz, sesgada y mercantil, mientras que los que pelearon por la Patria siguen muriendo en las mazmorras federales, que en nada han cambiado, y nosotros volvemos a ser la “gilada”.

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