Por Malú Kikuchi.-

La frase del título la dijo un ciudadano argentino residente en el Barrio Los Naranjos, situado en Maschwitz, provincia de Buenos Aires. Parece ser así. La inseguridad viene asolando al país desde hace tiempo. Se cimenta en el aumento de la pobreza, la falta de trabajo y el seudo “garantismo”.

Cuando termine, algún día lo hará, esta eterna y errada cuarentena, las cifras más amables sostienen que de cada 2 argentinos, 1 será pobre. O sea que por lo menos habrá un 50% de pobres, sin calcular los indigentes. No es que un pobre deba delinquir, pero lo hará. Comer es imprescindible.

Lo mismo con los desempleados que formarán legión dentro de ese universo de pobreza. La ayuda estatal tendrá un límite, es inevitable. Si se, suma la desesperanza ante un futuro que no será mejor, los empujarán al delito. Dinero fácil de conseguir a punta de pistola. Matar o morir.

Y el seudo “garantismo”. Es un mote que indigna, garantistas son aquellos que creen y respetan las garantías establecidas en la Constitución Nacional. Estos discípulos de Zaffaroni son simplemente abolicionistas del Código Penal. La Argentina desde hace 30 años enseña esta aberración.

Año tras año se reciben abogados en todas las facultades de Derecho del país, con la mente enferma. Los victimarios son las víctimas y las víctimas son los victimarios. Hay algo muy retorcido en esta falsa premisa. El delincuente pasa a ser una víctima de la sociedad, maligna y “burguesa”.

El poder judicial, vaciado de justicia y mayoritariamente enviciado con el “garantismo” y la corrupción, trata a los delincuentes con excusas y a las víctimas con dureza. El actual gobierno liberó presos, sin custodia ni tobilleras y con un patronato de presos cerrado por cuarentena.

Fueron alrededor de 2.500, que por obvio que parezca, algunos ya volvieron a delinquir. El autor del disparate fue el juez de Casación bonaerense Víctor Violini, que firmó excarcelaciones y domiciliarias. La Corte Suprema bonaerense revocó la orden, pero no se buscó a los presos.

Todo esto sucedió gracias al gobierno que busca desesperadamente la impunidad para ciertos personajes. Para llegar a conseguirlo necesita empezar por el escalón más bajo de la sociedad, cuestión de llegar al más alto sin que la población se sorprenda. La pandemia ayuda para este fin.

En pocos días hemos tenido episodios terribles con 3 jubilados, en principio personas fáciles de dominar. El caso de Jorge Ríos (71), en Quilmes, asaltado 3 veces durante la misma noche, terminó matando a uno de los ladrones. Eran 5, todo de la barra de Quilmes, uno de ellos, preso liberado por el covid-19. Otro jubilado (81), asaltado por 3 delincuentes de noche en su casa del Barrio Peralta Ramos en Mar del Plata, mató a uno de los delincuentes (que hacía 2 días había salido de la cárcel, por covid-19). Y el caso inverso, el propietario de una gran casa en el Barrio Los Naranjos, asesinado por un desconocido. Lo encontraron desnudo y maniatado.

Es ahí que otro residente del barrio dijo a los periodistas que, “estamos en guerra, de un lado los delincuentes, del otro nosotros”. “Le pagamos al gobierno por seguridad y la inseguridad nos mata”, dijo otro residente. La conclusión fue que a falta de justicia había que tomarla por mano propia.

No es un buen mensaje. La civilización de un país transita desde la ley de la selva hasta un poder judicial prestigioso y basado en la ley. La Argentina está haciendo el camino inverso. Es peligroso. Pero el primer instinto del ser humano es el de conservación. Ante la posibilidad de morir, matar.

Mientras todo esto sucede, los ministros de seguridad de la Nación y la Provincia de Buenos Aires, pierden el tiempo en discusiones inútiles. Pobreza, desempleo, garantismo, presos sueltos, sociedad encerrada, jueces corruptos, la tormenta perfecta para la impunidad de los K.

Dijo el poeta dominicano Manuel del Cabral, “El juez, mientras descansa limpia sus anteojos. ¿Y para que los limpia si el sucio está en el ojo”.

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