Por Luis Américo Illuminati.-

Desfasajes y distorsiones entre la Constitución Nacional y el Código civil

El sistema de propiedad de la tierra rural y urbana establecido en nuestro país es de viejo arraigo histórico -dice Héctor Sandler en su libro: «A la Búsqueda del Tesoro Perdido-Raíces de la crisis permanente y propuestas para su solución», ICE, Bs. As., pág.134- no ha sido equilibrado con la institución recomendada por Esteban Echeverría: la contribución territorial, la cual fue sostenida por Manuel Belgrano (nota al pie 101). Echeverría escribe un artículo [fragmento] que es toda una definición y que es la base y la clave insoslayable para el futuro orden económico de la Argentina, pensamiento surgido en la Revolución de Mayo y transmitida a los constitucionalistas de 1853-1860: «El impuesto territorial es entre todos el más seguro, el más fácil de establecer, el que menos dificultades presenta para su recaudación y el que proporciona al Estado una renta fija» (ibid., pág.80).

Fue el Dr. Alfredo L. Palacios quien tuvo el acierto de designar a Esteban Echeverría «albacea del pensamiento de Mayo», pensamiento concordante con el de Juan Bautista Alberdi en muchos de sus escritos, sobre todo, en las «Bases y puntos de partida…». Vayamos al punto. «Todo propietario de tierra urbana y rural carga con la obligación tipo «propter rem» de pagar a la comunidad a la que pertenece por el uso de la tierra. Esta obligación es fundamental cuando se pretende constituir un orden económico coordinado por mercados en libre concurrencia y, a la vez, para asegurar un Estado de derecho con gobiernos financieramente solventes, capaces de pagar los bienes públicos que la Constitución encomienda ofrecer y el pueblo reclama. Esta es una obligación que -en lenguaje olvidado- emerge de la «naturaleza de la cosa».

En realidad, lo exige la naturaleza de un orden social en el que todo hombre pueda ser libre en todas las esferas de la vida, gozar del producto de su trabajo, y gozar de aquellos bienes sin los cuales la libertad y la igualdad son imposibles o carecen de sentido. Esta obligación, como se ha dicho, emerge de la naturaleza del orden que se pretende constituir. Este orden entre nosotros ha sido consagrado por la Constitución Nacional de 1853-1860. Por lo tanto, tiene que ser convertida en obligación jurídica por medio de leyes, y organismos adecuados. La base para calcular la prestación de la contribución territorial tiene que ser el valor del mercado del suelo «rural y urbano» sin consideración a las mejoras que sus propietarios hayan construido o construyan en el futuro sobre él (Sandler, ob.cit., págs. 134/135).

Por otra parte, hay que señalar un grave desfasaje o punto oscuro del Código Civil de Vélez Sársfield (sancionado con apuro y a libro cerrado) donde el codificador es muy claro en cuanto a la causa eficiente de los derechos personales, no así respecto a la causa eficiente de derecho real de propiedad, especialmente del que se tiene sobre los inmuebles por su naturaleza, base de todos los demás posibles. Los economistas clásicos llamaban a estos inmuebles por su naturaleza «tierra», considerándolo el factor primero de la economía. «La causa eficiente del derecho personal es la obligación, siempre y únicamente la obligación cualquiera sea su origen: un contrato, un cuasicontrato, un delito o un cuasidelito», dice Vélez en la nota al Título IV. En cambio, respecto del derecho real dice que su «causa eficiente es la enajenación, o generalmente, los medios legítimos por los cuales se cumple la transmisión en todo o en parte de la propiedad».

Esta definición oculta algo: no aclara cómo se llega a ser «primer propietario» de alguna parte del vasto territorio argentino. Toda enajenación o transmisión supone un tradens. El Código dedica una sección entera a describir los modos de adquirir la propiedad (art.2524) y señala que el primero de ellos es «la apropiación». Pero, ¡oh sorpresa!, este modo sólo se refiere «a las cosas muebles sin dueño, o abandonadas por el dueño, no siendo viable para adquirir «cosas inmuebles (art.2528). Esta imprecisión será fuente de infinidad de problemas y graves consecuencias para la constitución [y consolidación] de una democracia republicana. En efecto, tal imprecisión, olvido o improlijidad acerca de cómo se llega a ser primer propietario en un país deshabitado, cuyo futuro dependía (y depende) no sólo de la inmigración sino de un adecuado crecimiento y distribución de los nuevos habitantes, un punto jurídicamente oscuro y de graves consecuencias para la constitución de una democracia republicana.

Preciso es recordar que la Revolución de Mayo fue revolucionaria en materia económica toda vez que adoptó el pensamiento traído a nuestra patria por Manuel Belgrano, Portador de la moderna teoría de los fisiócratas, sus principios liberales e igualitarios fueron la base para hechos históricos destinados a constituir una democracia republicana. Una sociedad de ciudadanos libres, titulares de iguales derechos, sostenidos por una economía fundada en el trabajo e inversión de capital. Desde esta perspectiva los principales antecedentes jurídicos en esta materia son: 1) decreto del 4 de septiembre de 1812, por el cual Rivadavia ordena levantar el plano topográfico de la provincia de Buenos Aires con el «objeto de repartir gratuitamente a los hijos del país suertes de estancia, proporcionadas y chacras para la siembra de granos, bajo un sistema político que asegure el establecimiento de poblaciones y la felicidad de tantas familias patricias que, siendo víctimas de la codicia de los poderosos, viven en la indigencia y en el abatimiento, con escándalo de la razón y en perjuicio las verdaderos intereses del Estado». 2) el decreto del 1de julio 1822, por el cual ninguno de los terrenos que estén a las órdenes del Ministerio de Hacienda será vendido (art. 1), pues habrían de ser entregados en enfiteusis (art.2) y finalmente, 3) la ley agraria aprobada por el Congreso en la sesión del 18 de mayo de 1826 disponiendo que las tierras públicas cuya venta fuera prohibida se darían en enfiteusis por veinte años, con obligación por sus beneficiarios de pagar un canon anual. Esta enfiteusis, de raigambre fisiocrática, nada tenía que ver con la de origen romano vigente en la Edad Media. Fue una auténtica creación patria.

Esteban Echeverría, continuador de aquella, lamentablemente, frustrada revolución en este punto sostendría pensamientos semejantes. Otros argentinos ilustres trataron de mantener vivos esos ideales entre otros, Domingo Faustino Sarmiento, Nicolás Avellaneda y Roque Sáenz Peña. Pero pese a la gran formación jurídica adquirida por Vélez Sarsfield y su experiencia por haber sido diputado en el Congreso de 1826, declara en las notas opuesto a la enfiteusis medieval (nota al art.2503), pero escamotea la historia argentina al no decir nada de nuestra primera ley agraria. Se ocupa de una institución que nada tiene que ver con la creada por Rivadavia, a la que sólo de hecho y sin dar razón descalifica.

Esta amnesia del codificador se explica por el trato vil que recibió la ley de enfiteusis a partir del decreto del 9 de junio de 1832, por el cual el gobierno procedió a repartir inmensas extensiones de tierra a la marchanta, procedimiento que siguieron federales y unitarios sin distinción ni solución de continuidad hasta el 16 de septiembre de 1857, día en que se deroga aquella ley que de ser bien aplicada habría generado una ciudadanía democrática republicana imbatible.

Dos hechos relevantes al momento de redactar el Código son dignos de mención: 1) para esos años, no más de 300 familias eran ya propietarias del territorio de la provincia de Buenos Aires, que incluía la actual capital; 2) estos acaparadores de tierras querían ser propietarios «de verdad» y no meros enfiteutas.

Mitre, como ministro de gobierno cohonestó los intereses creados y logró que la legislatura derogara la enfiteusis en la fecha antes dicha. Uno de sus argumentos consistió en afirmar que quienes sostienen la enfiteusis son los que entran en las ideas del comunismo» (Bartolomé Mitre, Arengas parlamentarias, colección Grandes Escritores Argentinos, N» 20, 4a. Edición, s/f, W.M. Jackson Buenos Aires, pág. 17).

Se explica que Vélez ni siquiera mencionara la ley que Herrera y Riessig y C. Villalobos Domínguez «ley genial. Y que, repitiendo un fenómeno de todos los tiempos y sociedades, acatara el principio que dice «quien llega primero al río bebe la mejor agua», y adoptara para nosotros el derecho romano de propiedad de la tierra en su forma más pura. Como ácidamente señalara Alberdi, la elección de leyes monárquicas o de países autoritarios no era la mejor fuente para legislar para la democracia. A lo que podría agregarse que tampoco poco puede considerarse un acierto el haber copiado el derecho puro de los romanos (nota art. 2003, V) si lo que se pretendía encarnar en la sociedad una economía de mercado en libre concurrencia como manda la Constitución Nacional (art. 17 y correlativos).

En resumen: el Código Civil, cuyo sentido puede ser otro que el a sentar los cimientos de la economía social de mercado mediante normas ordenadoras, sentó un principio contrario al mandato Constitucional de hacer de la Argentina el país abierto a «todos los hombres del mundo» que quisieran poblarla. Por el contrario, sentó un principio de orden que habría de obstaculizar varios mandatos de la Constitución que apuntaban en esa dirección.

Aprobado el Código Civil a mediados de 1860 el defecto no se notó de inmediato, pero las aguas de la historia argentina habrían de seguir un curso no querido por la Constitución. El choque institucional -jurídico/político- Código Civil versus Constitución Nacional no se haría esperar. Los efectos de este enfrentamiento fueron diversos. Uno de ellos, poco mencionado, fue la reforma Constitucional de 1866, mediante la cual los derechos de exportación, en lugar de permanecer en manos de los estados provinciales» donde la producción efectivamente ocurre, pasaron para siempre a la Casa Rosada, donde nada se produce. (Los que hoy bregan por una ley de coparticipación de impuestos, ganarían mucho enterándose de estos antecedentes), Consecuencias más tardías, de ese encuentro derivadas, fueron las reformas Constitucionales de 1949, 1957 y 1994, pues no pudiéndose cumplir a rajatabla la Constitución 1853/60, en lugar de remover el obstáculo existente en la realidad que impide ese cumplimiento, se optó por modificar una y otra vez la Carta Magna.

Pero las modificaciones principales fueron movidas en el ámbito de la legislación en general a impulsos o como respuestas a las crisis o desórdenes económicos, como los elevados alquileres, la escasez de vivienda, la caída de los ingresos de los trabajadores, la desvalorización monetaria, etc. Manteniendo en pie el sistema de derecho romano de propiedad de la tierra y el negocio de la especulación con la renta del suelo, las modificaciones apuntaron principalmente al sistema de derechos personales y a sus instituciones, en particular al contrato.

En la década de 1990 se dictaron leyes procurando restablecer la economía de mercado» pero sin ningún principio de orden que permitiera hacerlo de manera efectiva y sustentable. La inconsulta experiencia apuntaba a un fin correcto: pero el desconocimiento de todo lo que llevamos explicado, la ligera improvisación para «privatizar, confundiendo el complejo orden de mercado con una cascada de privatizaciones, sazonado los procedimientos con un alto grado de corrupción y convalidando el sistema de ingresos del Estado, esta vez, mediante gigantesco endeudamiento, todo acabó en la catástrofe del 2001. No obstante, la historia económica argentina más reciente, lleva a pensar que se sigue la idea de maltratar al sistema de los derechos personales mientras se permanece ciego ante el sistema de derechos reales y sus catabólicos efectos (Sandler, ob.cit., pág.154 y siguientes).

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