Por Hernán Andrés Kruse.-

En su libro “Doctrina del estado democrático” (Ediciones jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1961), Bidart Campos expresa que el derecho primero de todo hombre es el derecho a la vida. En su opinión, desde la concepción hasta la muerte natural el hombre es titular del derecho a la existencia como organismo físico, y lo es en forma absoluta e irrenunciable, de manera pues que nadie puede arrebatarle la vida física, ni ella-la persona titular del derecho a la vida-puede consentir en que su propia vida sea violada. Si nadie puede arrebatar la vida de otro entonces emerge en toda su magnitud la necesidad de prohibir el homicidio, “la muerte causada a otro hombre durante el período comprendido entre su nacimiento y su fallecimiento”. En consecuencia, el derecho a la vida convierte en conductas injustas el aborto, porque mientras dura el proceso de gestación del feto, se está en presencia, en opinión de la iglesia Católica, de una persona cuyo derecho a la vida embrional es sagrado. Y en segundo término, la eutanasia, porque “el consentimiento del sujeto no excluye la ilegitimidad del hecho”. Igualmente, todo tratamiento inhumano en cualquier tipo de relaciones humanas, sean de trabajo, en campos de concentración, procesos penales, etc. A su vez, en el Estado moderno, cuya nota distintiva es el monopolio legítimo de la aplicación de penas temporales, quedan al margen de la ley los servicios prestados por fuerzas de seguridad privadas, salvo, enfatiza Bidart campos, casos de legítima defensa. De ahí que hechos que atenten contra la integridad física de las personas, como la venganza o la justicia por propia mano, resulten lesivos del derecho a la vida corporal. Por último, el hombre tiene derecho a ser ayudado cuando se encuentra en momentos críticos de abandono, miseria, incapacidad, etc. En definitiva, Bidart Campos sostiene que el hombre tiene derecho a la vida en tres aspectos: el primero, negativo, para que nadie lo viole con conductas lesivas de ese derecho (homicidio, aborto, lesiones, etc.); el segundo, negativo, para que nadie impida o trabe el desarrollo de su vida corporal; el tercero, positivo, que impone en ciertas circunstancias la obligación de ayudar al prójimo en situaciones afligentes (socorro al abandonado, por ejemplo). El derecho a la vida es, en efecto, inviolable. Nadie tiene derecho a lesionar la vida ajena con conductas antisociales. Bidart Campos pone como ejemplos de este tipo de conductas al homicidio, a las lesiones y al aborto. Respecto al homicidio, poco queda por argumentar. Quitar la vida a una persona es la más grave violación que se puede cometer del derecho a la vida. Salvo el que actúa en legítima defensa enarbolando el derecho a la supervivencia, ningún ser humano tiene por qué cometer acciones lesivas del derecho a la vida. Sin embargo, la historia ha demostrado hasta el cansancio con qué impunidad el hombre ha cometido crímenes de todo tipo y, lo que es peor, en su gran mayoría cobijados por una impunidad lesiva de la dignidad humana.

Efectivamente el derecho a la vida ha sido desconocido no sólo por los delincuentes comunes, sino también, y fundamentalmente, por los gobiernos nacionales de toda índole. Pensemos en lo que aconteció durante la primera guerra mundial. Se trató, quizás, del conflicto bélico más sangriento librado por el hombre contra su semejante. La lucha fue cuerpo a cuerpo, con el empleo de armas de fuego muy poderosas y de elementos químicos devastadores. Los soldados, incrustados en trincheras infrahumanas, estaban tan cerca de sus enemigos que llegaron incluso a verles las caras. Tremendo. La primera guerra mundial fue un asesinato a gran escala inaudito, sacrílego, sencillamente repugnante. Pero la clase dirigente internacional siguió pensando exclusivamente en sus intereses económicos y políticos. Porque poco tiempo después se desencadenó otro conflicto bélico que puso en peligro la supervivencia del planeta. Pero a diferencia de la primera guerra mundial, en la segunda se utilizaron armas de combate más sofisticadas, más letales, más destructivas, hasta alcanzar el punto culminante con la bomba más mortífera conocida hasta ese momento: la bomba atómica. De efectos devastadores, la bomba atómica fue utilizada por la democracia capitalista norteamericana para destruir, mejor dicho, para arrasar dos ciudades niponas indefensas, inocuas desde el punto de vista bélico. Y fueron destruidas sin misericordia. Miles y miles de civiles desaparecieron en un instante fagocitados por la fuerza infernal de los artefactos nucleares. Mientras tanto, el nacionalsocialismo ejecutaba una política despiadada de exterminio de los judíos, encerrándolos en dantescos campos de concentración. Hacinados y hambrientos, hombres, mujeres y niños esperaban con desesperación el momento para ser conducidos a las cámaras de gas, última morada de su tormento terrenal. Luego de finalizada la segunda guerra mundial, el mundo quedó dividido en dos bloques ideológicos antagónicos, dando origen a una guerra anticonvencional denominada “guerra fría”. Ya no hubo una lucha directa y frontal entre ambos púgiles, sino “pequeñas disputas” en diversas partes del orbe: Corea y Vietnam constituyen ejemplos elocuentes. Pero en este período comenzó a practicarse un método de lucha, cuya luz provino de la URSS, igualmente lesivo del derecho a la vida: la guerra de guerrillas. En efecto, el terrorismo internacional comenzó a causar estragos en Occidente, cometiendo atentados salvajes que costaron la vida de miles de seres inocentes. Aviones pulverizados en el aire por bombas asesinas, un sinnúmero de ejecuciones y todo tipo de intimidaciones psicológicas, ponen en evidencia el desprecio del terrorismo internacional por el derecho a la vida. Pero el accionar del Estado nacional para detener la virulencia subversiva tampoco se quedó atrás en ese desprecio. En nuestro país, el espantoso accionar de Montoneros y ERP tuvo como respuesta un no menos espantoso terrorismo estatal. Desapariciones, ejecuciones clandestinas, centros de detención ilegales, torturas, vejámenes de todo tipo: he aquí el “manual antiterrorista” utilizado por las fuerzas armadas para preservar “el estilo de vida occidental y cristiano”. Una hipocresía que verdaderamente insultó a la dignidad humana.

Toda conducta que provoque lesiones a una persona atenta, evidentemente, contra el derecho a la vida. Un conductor que maneja un colectivo en pleno centro de la ciudad a cien kilómetros por hora y que al llegar a una esquina la pasa con el semáforo en rojo aplastando a un auto que justo en ese momento la pasa con el semáforo en verde, comete un grave atentado contra el derecho a la vida. Un policía que maneja su arma como si fuera un juguete, poniendo en peligro la vida ajena, comete un grave atentado contra el derecho a la vida. Un médico no capacitado para operar y que, sin embargo, tiene la osadía de ingresar a un quirófano para trabajar con el bisturí, comete un grave atentado contra el derecho a la vida. Los ejemplos pueden multiplicarse, ya que diariamente se cometen lesiones que dañan severamente ese derecho. Respecto al aborto, creemos que no hay que ser tan terminantes. Nadie está de acuerdo con un acto que, evidentemente, destruye una persona en potencia. Pero debemos ser comprensivos. La mujer ultrajada, por ejemplo, tiene todo el derecho del mundo a desprenderse de un ser en potencia para cuya creación no prestó consentimiento alguno. De igual manera, si los estudios ponen en evidencia que el futuro ser nacerá con malformaciones incurables, entonces la mujer tiene el derecho, si lo cree conveniente, de interrumpir la existencia de un ser en potencia ya condenado. En estas cuestiones tan delicadas no se debe ser extremista. La comprensión es fundamental. Pasemos ahora a la eutanasia. Estamos firmemente convencidos de que a todo enfermo terminal le asiste el derecho de dar fin a una vida que es, en ese momento crucial, sinónimo de sufrimiento. Y el médico que lo asiste, si la medicina ya nada puede hacer para curarlo, tiene la obligación moral de acatar el ruego del paciente. Todo hombre es dueño de su propia vida. En consecuencia, tiene derecho a ponerle fin si su deseo es no seguir viviendo. Ya que venimos a este mundo sin nuestro consentimiento, por lo menos que nos quede el derecho a abandonarlo si, por el motivo que sea, deseamos irnos de una manera no natural Y fundamentalmente si nos resulta imposible soportar los sufrimientos que nos ocasiona una enfermedad incurable.

Pero el derecho a la vida no implica sólo el derecho a la vida física, corporal. La vida del hombre no se reduce a una existencia meramente vegetativa. Por el contrario, lo que todo hombre aspira es a llevar una vida digna, respetuosa de la naturaleza humana. El ser humano goza, por ende, del derecho a una vida plena, a una vida que merezca ser vivida. Todo ser humano tiene, entonces, el derecho a educarse, a tener trabajo, a tener una casa confortable; a tener, en definitiva, una existencia que no sea lesiva de su dignidad. Un derecho que es consecuencia directa del derecho a la vida es el derecho a la salud. Todo ser humano tiene el derecho a ser atendido digna y eficazmente en los centros de atención médica. Pero para ello es esencial que tales centros cuenten con una infraestructura adecuada y con personal médico preparado y adiestrado. Porque si ello no acontece, entonces miles y miles de personas, en particular las de menores recursos, carecen de toda posibilidad de salvaguardar su derecho a la salud. Cuando un gobierno se desentiende de la salud de la población, sucede un fenómeno atentatorio de la dignidad humana. Las personas de altos recursos recurren a los servicios prestados por sanatorios, muy bien equipados en cuanto a infraestructura y personal médico y de enfermería. Pero los carecientes, imposibilitados de concurrir a dichos centros de asistencia privados, lo hacen a hospitales públicos a punto de desmoronarse y con personal médico y de enfermería mal pago. La atención, por ende, no es la misma. Y ello implica un grave acto de injusticia. Porque la medicina constituye, en última instancia, una actividad esencialmente democrática: la gripe del pudiente es igual a la del ciruja; en consecuencia, el trato brindado al segundo debe ser idéntico que el brindado al primero. La biología nos nivela, guste o no guste. De ahí que si dos personas presentan, por ejemplo, una misma afección cardíaca, es intolerable que una de ellas reciba un tratamiento adecuado y la otra no, sólo porque posea el poder económico requerido para afrontar los gastos correspondientes. Y ello es infame, verdaderamente inaudito e incalificable. Pero ello, lamentablemente, sucede en nuestro país. Ahí están las mujeres de escasos recursos que, imposibilitadas de concurrir a un sanatorio para que se les practique un aborto, no tienen más remedio que acudir a curanderas que terminan por hacer verdaderas carnicerías.

Ningún hombre tiene el derecho de impedir o trabar el desarrollo de su vida corporal. Nadie tiene el derecho de impedir o trabar el desarrollo de la vida material, espiritual e intelectual de los demás. Todo comportamiento que implique un dique de contención a la expansión de la personalidad de los hombres es lesivo del derecho a la vida. Lamentablemente, tales comportamientos se producen a diario. En los ámbitos laborales, por ejemplo, la violación del derecho a la plena expansión de la personalidad de los trabajadores es una constante. Los patrones se valen de todo tipo de técnicas de control social para disciplinar a sus subordinados: el miedo al despido es, quizás, la más inhumana, en especial cuando los niveles de desocupación son muy altos. Por último, en determinadas circunstancias se impone la obligación de mantener la vida ajena. En efecto, es obligación del Estado velar por la denominada “cuestión social”. Ello significa que los gobernantes deben ayudar a aquellas personas que se encuentran en la indigencia, en una situación desesperada de la que no saben cómo salir. Pero aquí hay que tener sumo cuidado porque fácilmente podemos caer en la apología del asistencialismo, estilo de gobierno lesivo de la dignidad del hombre. Veamos. Expresamos precedentemente que todo gobierno está obligado a mantener la vida ajena. Debe, pues, ayudar a los pobres, a los carenciados, a los desamparados. ¿Pero de qué manera? Existen, me parece, dos formas de ayudar a los pobres verdaderamente antitéticas, una respetuosa de la dignidad humana y la otra no.

Comencemos con la primera. Frente a una situación social delicada, lo que debiera hacer todo gobierno respetuoso del hombre es hacer lo imposible por sacar a los damnificados de esa situación. Expresado en otros términos, debe aplicar políticas que tengan como objetivo hacer que los pobres dejen de ser pobres. Y la mejor manera de lograr esa meta es, me parece, que los pobres encuentren un trabajo que les permita ganarse el pan “con el sudor de su frente”, es decir, gracias a su propio esfuerzo y el de su familia, Y la única manera de dar trabajo es a través de las inversiones. Los puestos de trabajo no se crean por arte de magia. Por el contrario, las inversiones eligen aquellos países sólidos institucionalmente, racionales económicamente y, fundamentalmente, con un estado de derecho que funciona aceitadamente; eligen, en suma, aquellos países que crean las condiciones adecuadas para la expansión económica. De esa manera los carenciados encontrarán trabajo y, al hacerlo, dejarán de depender de la dádiva oficial. Pero, lamentablemente, hay gobernantes que no quieren que los pobres dejen de ser pobres. En efecto, un buen porcentaje de carecientes significa un apoyo electoral garantizado. Nos explicamos. Si en una provincia hay, por ejemplo, 500 mil carenciados sobre un padrón electoral de 1.800.000 votantes, el gobernante que, de manera diabólicamente ex profeso, les da de comer pero a condición de que lo voten, tiene asegurados 500 mil votos. He aquí, en esencia, la naturaleza del asistencialismo. Se trata de un supuesto plan de ayuda al necesitado cuando en realidad se trata de la legalización de la esclavitud. El gobernante no pretende que el pobre deje de ser pobre creando fuentes de trabajo, sino que lo que busca es que continúe siendo pobre para que sea su cliente político de por vida. Denigrante, verdaderamente.

El gobernante tiene, pues, la obligación de ayudar a los pobres, pero sólo de manera circunstancial, es decir, hasta que encuentre un trabajo que le permita, gracias a su esfuerzo, dejar de ser pobre. Cuando practica el asistencialismo, degrada al pobre colocándolo en una situación de dependencia lesiva de su dignidad. Lo subestima como persona, al obligarlo a arrodillarse por un plato de lentejas. El asistencialismo implica, en suma, un rebajamiento del ser humano. Ello es así porque los gobernantes que lo practican parten del supuesto de que el hombre tiene necesidades y que vive en función de tales. Vale decir que para tales gobernantes el hombre es un animal o, mejor dicho, una masa de carne a la que sólo le interesa comer y dormir. Para los defensores del asistencialismo el hombre es básicamente un ser vegetativo al que hay que darle de comer para que, además de votar al gobernante en señal de agradecimiento, se quede tranquilo, no moleste, diga amén por la ayuda prestada por su dueño. El asistencialismo se sustenta, por ende, en la dualidad pastor-rebaño. Para el pastor el rebaño carece de propia iniciativa, de libertad de pensamiento, de espíritu de independencia. Son seres que se mueven a la deriva, sin rumbo fijo, esperando la mano redentora del líder. El asistencialismo implica un inhumano sistema de coacción psicológica, ya que obliga a los hombres a comportarse políticamente de una manera determinada a cambio de una porción de arroz. Es por ello que los recipiendarios de la ayuda oficial son, en verdad, esclavos. Lo son porque no pueden, o no les permiten, crecer y desarrollarse por sus propios medios, porque no están en condiciones de comer con sus propias manos, sino que, por el contrario, lo hacen con sus manos atadas y abriendo la boca implorando servilmente que manos ajenas los alimenten. De esa forma, el hombre queda reducido a la condición de animal, pero no feroz sino amaestrado. Es que el asistencialismo implica, lisa y llanamente, un aceitado proceso de domesticación destinado a hacer de los carenciados partidarios eternos del sistema dominante.

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