Por Hernán Andrés Kruse.-

El cristinismo le declaró la guerra al presidente de la nación y a los ministros que le responden. En las últimas horas el secretario de Comercio, Roberto Feletti, culpó a Martín Guzmán del descontrol inflacionario. “Controlar la inflación es tarea de la macroeconomía, del diseño del Ministerio de Economía”. “Estamos en un mundo muy difícil y el Ministerio de Economía tiene que bajar líneas claras de política económica que reduzcan la volatilidad y preserven ingresos populares, si no esto se va a poner feo” (fuente: Perfil, 7/4/022). Y remató afirmando que el acuerdo con el FMI era letra muerta.

Feletti es un dirigente muy cercano a la vicepresidenta de la nación. Jamás hubiera pronunciado semejantes palabras sin contar con su apoyo. Expresado en otros términos: Feletti no hace más que decir en público lo que Cristina dice en privado. Evidentemente la relación entre Alberto y Cristina está definitivamente quebrada. Lo más grave es que se trata de los dirigentes políticos más relevantes del país. Que el presidente y la vicepresidente no se hablen desde hace tiempo-y todo hace pensar que no cambiarán de actitud de aquí a diciembre de 2023-constituye un gravísimo problema institucional. Porque lo que está en juego es nada más y nada menos que la estabilidad democrática. Alberto y Cristina están jugando con fuego. Aunque cueste creerlo, viven en un mundo paralelo.

Todo parece indicar que la inflación de marzo será del 6%. Es un número altísimo que hace recordar la pesadilla de la hiperinflación desatada en las postrimerías del gobierno de Alfonsín. Pero lo más grave es la reacción del gobierno. Emerge en toda su magnitud la incapacidad de Alberto para ser presidente. Una vez afirmó que no creía en los planes económicos. Pues bien, la realidad le está demostrando cuán equivocado está. Es fundamental que Alberto y su equipo económico presente en público un genuino plan antiinflacionario porque, de no hacerlo, el abismo está a la vuelta de la esquina. Lo acaba de reconocer la vocera presidencial, quien afirmó que no existía riesgo de una hiperinflación. Lo único que consiguió al pronunciar esa frase fue echar más leña al fuego.

Alberto necesita más que nunca contar con un equipo económico homogéneo, compuesto por economistas que sepan de la materia y que coincidan en el diagnóstico. Ese equipo brilla por su ausencia. Lo único que ha dicho el presidente respecto a la inflación es que es ocasionada por Satanás. El ministro Guzmán sólo se ocupa de la relación con el FMI. El único que habla del tema es Roberto Feletti, quien propone las conocidas recetas intervencionistas que siempre fracasaron. Como puede observarse, la improvisación es aterradora. Emerge en toda su magnitud la carencia absoluta de idoneidad del presidente y su equipo económico.

La situación es extremadamente grave. Lo lógico sería que Alberto y Cristina-también los referentes de la oposición-dejen de pensar en ellos mismos, dejen de ser tan egoístas, tan mezquinos. Reitero: estamos en la cubierta del Titanic. Y el iceberg está mucho más cerca de lo que se piensa.

A continuación paso a transcribir lo que dijo Mises sobre la inflación y el control de precios en su libro “Planificación para la Libertad” (Buenos Aires, Centro de Estudios sobre la Libertad, 1986).

LA INFLACIÓN Y EL CONTROL DE PRECIOS

  1. La inutilidad del control de precios

En un régimen socialista la producción es completamente dirigida por las órdenes del órgano central de la producción. Toda la nación es un «ejército industrial» (término usado por Karl Marx en el Manifiesto comunista) y cada ciudadano está obligado a obedecer las órdenes de su superior. Todos deben aportar su cuota para la ejecución del plan integral adoptado por el gobierno. En una economía libre ninguna autoridad económica da órdenes a nadie. Todos planifican y actúan por sí mismos. La coordinación de las distintas actividades individuales, y su integración dentro de un sistema armónico que brinde a los consumidores los bienes y servicios que demandan, es realizada por el mecanismo del mercado y por la estructura de precios que genera.

El mercado guía la economía capitalista. Dirige las actividades de cada individuo en la dirección en que éste sea más útil a los deseos de sus compatriotas. El mercado, y nadie más, ordena todo el sistema social de propiedad privada de los medios de producción y de empresa libre, y lo maneja racionalmente.

No existe nada automático o misterioso en el funcionamiento del mercado. Las únicas fuerzas que determinan el siempre fluctuante mercado son los juicios de valor de los distintos individuos y las acciones derivadas de dichos juicios. El elemento fundamental del funcionamiento del mercado es el esfuerzo que cada hombre realiza para satisfacer de la mejor manera posible las necesidades y deseos de sus semejantes y los propios. La supremacía del mercado es equivalente a la supremacía de los consumidores. Estos últimos, a través de sus compras y sus abstenciones de comprar, determinan no sólo la estructura de precios sino también qué debe producirse, en qué cantidad, de qué calidad y quién debe producirlo. Determinan las ganancias o pérdidas de cada empresario, y con ello determinan quién debe ser el dueño del capital y dirigir las fábricas. Enriquecen a hombres pobres y empobrecen a hombres ricos. El sistema de ganancias y pérdidas consiste fundamentalmente en producir lo necesario, ya que las ganancias sólo pueden obtenerse si se tiene éxito en brindar a los consumidores los bienes que desean, de la mejor manera y al menor costo.

De lo expuesto surge claramente cuáles son las consecuencias de la intromisión gubernamental en la estructura de precios del mercado. Desvía la producción del destino que los consumidores quieren darle y la dirige en otra dirección. En un mercado no manipulado por la interferencia gubernamental prevalece la tendencia a expandir la producción de cada artículo hasta el punto en el cual una mayor producción no sería rentable por ser el precio de venta menor que los costos. Si el gobierno fija precios máximos para algunos bienes por debajo del nivel que el mercado libre habría determinado para ellos y prohíbe la venta al precio que el mercado habría establecido, los productores marginales incurrirán en pérdidas Si continúan produciendo. Los productores con más altos costos se irán de ese mercado y utilizarán sus medios de producción para la fabricación de otros bienes no afectados por los precios máximos. La interferencia gubernamental con el precio de un bien restringe la oferta disponible para consumo. Este resultado es contrario a las intenciones que originaron los precios máximos. El gobierno quería que la gente tuviera más fácil acceso a los artículos controlados, pero su intervención trajo aparejada la disminución de la producción y oferta de bienes.

Si la desagradable experiencia no enseña a las autoridades que el control de precios es inútil y que la mejor política a implementar es la de abstenerse de cualquier intento de controlar los precios, tendrían que agregar a la primera medida, que sólo fijaba el precio de uno o varios bienes de consumo, decretos adicionales. Surgiría la necesidad de fijar los precios de los factores de producción requeridos para la producción de los bienes de consumo controlados, y nuevamente la misma historia repetida en un plano más remoto. La oferta de aquellos factores de producción cuyos precios han sido limitados disminuye. El gobierno debe, otra vez, ampliar la esfera de sus precios máximos. Debe fijar los precios de los factores de producción secundarios, requeridos para la producción de los factores primarios. De este modo, tiene que ir cada vez más lejos. Debe fijar los precios de todos los bienes de consumo y de todos los factores de producción, tanto de los materiales como del trabajo, y obligar a cada empresario y a cada trabajador a continuar produciendo a estos precios y salarios. Ninguna actividad productiva puede excluirse de esta fijación completa de precios y salarios, y de esta orden general de continuar la producción. Si algunas actividades fueran dejadas en libertad el resultado sería un traslado de capital y trabajo en su dirección y la consecuente caída en la oferta de bienes cuyos precios fueron fijados por el gobierno. Sin embargo, son precisamente estos bienes los que el gobierno considera de suma importancia para la satisfacción de las necesidades de las masas.

Pero cuando se llega a un estado de control total de las actividades económicas, la economía de mercado es reemplazada por un sistema de planificación centralizada, es decir, por socialismo. Los consumidores ya no deciden qué debe producirse, en qué cantidad y de qué calidad, y son reemplazados por el gobierno. Los empresarios no son más empresarios, han sido rebajados a la categoría de gerentes comerciales dependientes del estado —o Betriebsführer, según los nazis— y tienen que cumplir las órdenes del órgano central de dirección de la producción. Los trabajadores están obligados a trabajar en las fábricas que las autoridades les han asignado: sus salarios son fijados por decretos de las autoridades. El gobierno es supremo. Determina las ganancias y el nivel de vida de cada ciudadano. Es totalitario.

El control de precios es contrario a sus propósitos si se limita sólo a algunos bienes. No puede funcionar satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Los esfuerzos por hacerlo funcionar necesitan la ampliación de la esfera de bienes sujetos al control de precios hasta que los precios de todos los bienes y servicios sean regulados por decreto autoritario y el mercado deje de funcionar.

La producción puede ser dirigida por los precios establecidos en el mercado a través de las compras y abstenciones de comprar de los consumidores, o puede ser dirigida por las oficinas gubernamentales. No existe una tercera solución. El control gubernamental sobre algunos precios sólo arroja como resultado un estado de cosas que es considerado absurdo y contrario a su propósito por todos, sin ninguna excepción. Su resultado inevitable es el caos y la tensión social.

  1. El control de precios en Alemania

Se ha afirmado reiteradamente que la experiencia alemana ha probado que el control de precios es factible y puede obtener los fines buscados por el gobierno que recurre a él. Nada puede ser más erróneo.

Cuando estalló la primera guerra mundial, el Reich alemán adoptó inmediatamente una política inflacionaria. Para prevenir el inevitable resultado de la inflación y el aumento general de precios, recurrió simultáneamente al control de precios. La muy elogiada eficiencia de la policía alemana tuvo bastante éxito en el control efectuado para que estos precios máximos se respetaran. No hubo mercados negros, pero la oferta de bienes sujetos al control de precios disminuyó rápidamente. Los precios no aumentaron, pero la gente ya no estuvo en condiciones de comprar alimentos, ropa o zapatos. El racionamiento fue un fracaso. Pese a que el gobierno redujo cada vez más las raciones asignadas a cada individuo, sólo unos pocos fueron lo suficientemente afortunados para obtener la ración que les estaba destinada. En sus esfuerzos por hacer funcionar el sistema de control de precios, las autoridades ampliaron, paso a paso, la esfera de bienes sujetos al control. Una actividad tras otra era centralizada y pasaba a ser dirigida por una dependencia del gobierno. Éste obtuvo un control absoluto sobre la totalidad de las actividades de producción vitales. Pero ni siquiera esto era suficiente, si otras ramas industriales permanecían en libertad: por ello el gobierno decidió ir más lejos. El Plan Hindenburg tuvo como objetivo la planificación total de la producción. La idea era confiar la dirección de todas las actividades económicas a las autoridades. Si el Plan de Hindenburg se hubiera llevado a cabo habría convertido a Alemania en una nación completamente totalitaria. Se hubiera hecho realidad el ideal de Othmar Spann, el campeón del socialismo «alemán», que consistía en hacer de Alemania un país en el que la propiedad privada existiera sólo en sentido legal y formal, mientras la realidad mostraría que sólo existe la propiedad pública.

Sin embargo, el Plan Hindenburg no se había terminado de ejecutar cuando el Reich se derrumbó. La desintegración de la burocracia imperial barrió con todo el aparato de control de precios y socialismo de guerra. Pero los autores nacionalistas continuaron ensalzando los méritos del Zwangswirtschaft, es decir, de la economía compulsiva. Era, afirmaban, el método más perfecto para instaurar el socialismo en un país predominantemente industrial como Alemania. Obtuvieron una victoria cuando el canciller Brüning, en 1931, retornó a las medidas del Plan Hindenburg, y posteriormente, cuando los nazis pusieron en práctica estos decretos haciendo uso de una brutalidad infinita.

Los nazis no impusieron un control de precios dentro de una economía de mercado, como sostienen sus admiradores extranjeros. Durante su gobierno, el control de precios fue sólo un dispositivo en un ambiente en donde reinaba un sistema de planificación central total. En la economía nazi, la empresa libre y cualquier iniciativa privada quedaron totalmente descartadas. Todas las actividades productivas eran dirigidas por el Reichswirtschaftsministerium. Ninguna empresa tenía libertad para desviar sus operaciones de las órdenes emanadas del gobierno. El control de precios era sólo un dispositivo dentro de un complejo mecanismo de innumerables decretos y órdenes que regulaban hasta el menor detalle de cada actividad económica y determinaban con precisión cuáles eran las tareas, las ganancias y el nivel de vida de cada ciudadano.

La dificultad que mucha gente tuvo para entender la naturaleza misma del sistema económico nazi fue el hecho de que los nazis no expropiaron abiertamente a los capitalistas y empresarios, y no adoptaron el principio de igualdad en las ganancias que los bolcheviques aplicaron en los primeros años de gobierno soviético y luego descartaron. Sin embargo, los nazis removieron totalmente de la conducción a los capitalistas. Aquellos empresarios que no eran judíos ni sospechosos de ser liberales o de tener ideas pacifistas conservaban sus posiciones en la estructura económica. Pero virtualmente eran empleados públicos que percibían un salario y estaban obligados a cumplir incondicionalmente las órdenes de sus superiores, los burócratas del Reich y del partido nazi. Los capitalistas, obtenían sus dividendos (reducidos en una parte considerable). Pero, al igual que otros ciudadanos, no tenían libertad para gastar más que las cantidades juzgadas adecuadas por el partido, de acuerdo con su posición y rango dentro de la escala jerárquica. El sobrante debía ser invertido según las órdenes del Ministerio de Asuntos Económicos.

En realidad, la experiencia de la Alemania nazi no refutó la afirmación de que el control de precios está destinado a fracasar dentro de una economía no socializada totalmente. Los defensores del control de precios que alegan que su propósito es preservar el sistema de iniciativa privada y empresa libre están totalmente equivocados. Lo que realmente hacen es paralizar el funcionamiento del dispositivo conductor del sistema. No se puede preservar un sistema destruyendo su nervio vital; por el contrario, se le da muerte.

  1. Falacias populares sobre la inflación

La inflación es el proceso mediante el cual la cantidad de moneda aumenta considerablemente a espaldas del mercado. El principal medio del que se vale la inflación en Europa continental es la emisión de billetes de curso legal no convertibles. En este país (EE.UU.) la inflación se nutre fundamentalmente de los préstamos que el gobierno obtiene de los bancos comerciales, como también del incremento en la cantidad de papel moneda de diferentes tipos y de monedas divisionarias. El gobierno financia su gasto deficitario a través de la inflación.

La inflación tiene como consecuencia una tendencia general hacia la suba de los precios. Aquellos que se benefician con el flujo adicional de moneda pueden aumentar su demanda de bienes y servicios vendibles. Si las restantes variables permanecen constantes, este aumento de la demanda debe provocar un alza de precios. Ninguna filosofía o silogismo puede evitar esta consecuencia.

La revolución semántica, que es uno de los rasgos característicos de nuestros días, ha oscurecido y distorsionado este hecho. El término inflación es usado con un sentido diferente. Lo que la gente llama actualmente inflación no es inflación, es decir, un aumento de la cantidad de moneda y sustitutos de moneda, sino el alza general de precios y salarios que, en realidad, es la consecuencia inevitable de la inflación. Esta innovación semántica es peligrosa y requiere nuestra atención.

En primer lugar, no existen más términos disponibles para referirse a la inflación, entendida ésta como lo que antes significaba. Es imposible combatir un mal que no se puede nombrar. Los estadistas y políticos ya no tienen la posibilidad de recurrir a una terminología aceptada y entendida por el público cuando quieren describir la política financiera que combaten. Deben realizar una descripción y un análisis detallados de esta política, mencionando todas sus peculiaridades y brindando explicaciones minuciosas cada vez que desean referirse a ella, teniendo que repetir este molesto procedimiento cada vez que hacen referencia a este fenómeno. Al no poder asignar un nombre a la política que incrementa la cantidad de moneda circulante, el problema persiste indefinidamente. El segundo mal es causado por aquellos que realizan intentos desesperados e inútiles para combatir las inevitables consecuencias de la inflación (es decir, el aumento de precios), ya que disfrazan sus esfuerzos de manera tal que parecen luchar contra la inflación. Mientras enfrentan los síntomas pretenden estar combatiendo las raíces del mal, y al no comprender la relación causal entre el aumento de la circulación monetaria y de la expansión de crédito por un lado, y el alza de los precios por el otro, de hecho agravan la situación.

Los subsidios son el mejor ejemplo. Como ha sido señalado, los precios máximos reducen la oferta porque los productores marginales incurren en pérdidas sí continúan produciendo. Para evitar esta consecuencia, los gobiernos ofrecen frecuentemente subsidios a los granjeros que operan con costos más elevados. Estos subsidios se financian con una expansión del crédito adicional. De este modo, la presión inflacionaria se ve incrementada.

Si los consumidores tuvieran que pagar precios más altos por los productos en cuestión no existiría ningún otro efecto inflacionario. Los consumidores podrían utilizar sólo el dinero que ya había sido puesto en circulación, para efectuar esos pagos adicionales. Por eso la supuestamente brillante idea de combatir la inflación a través de subsidios provoca, en los hechos, más inflación.

  1. Las falacias no deben importarse

Actualmente, casi no existe necesidad de abordar una discusión sobre la leve e inofensiva inflación qué, en un régimen de patrón oro, puede ser resultado de un gran aumento en la producción de oro. Los problemas que el mundo debe enfrentar hoy en día son los referidos a los desbordes inflacionarios del papel moneda inconvertible. Tal inflación es siempre consecuencia de una deliberada política gubernamental. Por un lado, el gobierno no quiere reducir sus gastos. Por el otro, no desea equilibrar su presupuesto a través de exacciones impositivas o empréstitos gubernamentales. Prefiere la inflación porque la considera el mal menor. Sigue expandiendo el crédito y emitiendo moneda porque no percibe las inevitables consecuencias de esa política.

No hay que alarmarse demasiado por el nivel ya alcanzado por la inflación en este país (los EE.UU.). A pesar de que ha ido muy lejos y ha hecho mucho daño, realmente no ha creado un desastre irreparable. No existe duda de que los EE.UU. son aún libres para cambiar los métodos de financiamiento y para retornar a una política monetaria sana.

El peligro real no reside en lo ya acontecido, sino en las falsas doctrinas provenientes de estos hechos. La superstición según la cual el gobierno puede prevenir las inevitables consecuencias de la inflación a través del control de precios constituye el principal peligro. Esto se debe a que dicha doctrina distrae la atención pública del fondo del problema. Mientras las autoridades están empeñadas en una lucha inútil contra el fenómeno que acompaña a la inflación, sólo unas pocas personas están atacando el origen del mal, es decir, los métodos que el tesoro emplea para solventar los enormes gastos. Mientras la burocracia ocupa las primeras planas de los periódicos con sus actividades, los datos estadísticos referidos al aumento de la circulación monetaria de la nación son relegados a un espacio secundario en las páginas financieras de los periódicos.

También en este caso, el ejemplo alemán puede servir de advertencia. La tremenda inflación alemana que en 1923 redujo el poder adquisitivo a la mil millonésima parte del valor que tenía antes de la guerra, no fue un acto de Dios. Hubiera sido posible equilibrar el presupuesto alemán de posguerra sin recurrir a la emisión del Reichbank. La prueba de ello está dada por el hecho de que el presupuesto del Reich se equilibró sin dificultad apenas el gobierno se vio forzado a abandonar su política inflacionaria por la quiebra del Reichbank. Pero antes de que esto sucediera, todos los supuestos expertos alemanes negaron obstinadamente que el aumento en los precios de los bienes, en los salarios y en las tasas de exportación e importación tuviera algo que ver con el hábito gubernamental de derrochar sin medida. Para ellos, la culpa sólo era de aquellos que obtenían ganancias. Defendieron la observancia absoluta del control de precios como si fuera la panacea, y llamaron «deflacionistas» a aquellos que recomendaban un cambio en los métodos financieros.

Los nacionalistas alemanes fueron derrotados en las dos guerras más trágicas que registra la historia. Pero las falacias económicas que empujaron a Alemania a cometer sus abominables agresiones aún perduran, desafortunadamente. Las falacias monetarias, desarrolladas por profesores alemanes como Lexis y Knapp y llevadas a la práctica por Havenstein, presidente del Reichbank durante los años más críticos de la inflación, constituyen aún la doctrina oficial de Francia y muchos otros países europeos.[34]

No es necesario que los Estados Unidos importen estos absurdos.

The Commercial and Financial Chronicle, de 20 de diciembre 1945.

  1. de la R.: Se refiere al tiempo en que este trabajo se publicó originalmente.

(*) Biblioteca de la libertad

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