Por María Zaldívar.-

Es muy probable que finalmente los argentinos nos deshagamos de un estilo de administración que se fue transformando en una pesada mochila. El alivio será enorme y el trabajo que nos espera también.

Habrá que rehacer prácticamente todo, porque, a pesar de los dictados de la moderación política que se empeña en repetir “Vamos a rescatar lo bueno”, la verdad es que el kirchnerismo no sólo no hizo nada bien, sino que destruyó lo que estaba en su lugar antes de su desembarco. El costo social del enfrentamiento que fogoneó entre los argentinos y el ataque a los principios básicos de la convivencia democrática neutralizan cualquier aporte.

Con una nueva administración podremos solucionar los desaguisados económicos con mayor o menor esfuerzo; enderezaremos nuestro abollado prestigio internacional volviendo a los ámbitos de diálogo con el mundo civilizado; reconstruiremos los valores de la vida en comunidad, lo que implica volver a respetar la autoridad, la propiedad privada, los contratos y la ley; podremos recuperar los buenos modales y el disenso será, como antes, una opción que no nos convierte en enemigos de nadie. Hasta será posible batirse a duelo con la corrupción y los peores delitos que florecieron a la luz de la impunidad de la década k.

Toda esa gigantesca tarea podrá llevarse a cabo porque hay una interesante coincidencia entre la predisposición general a superar el estilo grosero y descomedido del kirchnerismo y una propuesta política que parece dispuesta a dar respuesta a ese reclamo. Ese combo anuncia el agotamiento del modelo de sociedad instalado y ya eso, como tal, es una excelente noticia.

Sin embargo, no se ve tan clara la intención de la sociedad argentina de volver de sus hipocresías más profundas. El ejercicio de la hipocresía se advierte aún en varios planos, no solamente en la corrección política, que, por ejemplo, lleva a nuestra dirigencia a reconocerle al kirchnerismo logros inexistentes. Muchos de los que castigan a Cristina Kirchner y a su canciller por el vergonzoso acuerdo celebrado con Irán aún no se animan a definirse respecto del terrorismo local. El cobarde atentado cometido en París por el fundamentalismo islamista nos enfrenta con una realidad que la Argentina viene esquivando hace décadas.

Desde el pasado viernes escuchamos expresiones airadas sobre el accionar de la guerrilla asesina como si nos fueran hechos extraños. Esa sorpresa es hipócrita, porque la Argentina vivió decenas de episodios similares a lo sucedido en París el pasado viernes. Los argentinos vimos la Embajada de Israel y la sede de la AMIA reducidas a escombros por sendos atentados terroristas y durante los años setenta padecimos más terrorismo. Volaban oficinas y autos con gente adentro, explotaban bombas en comedores y casas de familia, se acribillaba a personas en la vía pública y se secuestraba y asesinaba en nombre de la liberación como en París lo hicieron por Alá. Acá el terrorismo mataba igual que lo hace hoy en Francia, porque el accionar de la guerrilla es uno: no portan uniforme, no se identifican y su fuerte es, precisamente, mezclarse entre la población a la cual atacan.

Entre Ricardo Alfonsín y los Kirchner se llevó adelante el juzgamiento selectivo de miembros de las fuerzas armadas, de seguridad y no pocos civiles que habían participado de la guerra desatada en nuestro país a partir del accionar de terroristas entrenados en Cuba y Libia y financiados desde el exterior. No conformes con eso, actualmente el oficialismo impulsa una ley (que ya obtuvo media sanción) para seguir hurgando en una parte de la historia. Sería el turno del empresariado y su eventual complicidad con los gobiernos militares. Simultáneamente, los subversivos de entonces fueron mutando en defensores de los derechos humanos y, lejos de pagar por el sangriento menú que le impusieron al país, hoy muchos son funcionarios, periodistas, opinólogos y candidatos a cargos relevantes.

La Argentina adeuda una respuesta definitiva a las víctimas de la subversión, que también son miles. Hasta ahora las ignoró. Hay gran cantidad de familias destrozadas por los golpes de elementos subversivos, que el paso del tiempo volvió invisibles. Sin ruborizarse con tamaña injusticia, la sociedad ha “indultado” a los terroristas; hasta llegó a votarlos y ahora ellos dictan las leyes. Los incorporó al debate público sin pedirles explicación por sus manos manchadas de sangre. Apenas sucedidos los ataques terroristas en París, se los pudo ver opinando por los canales de televisión.

Cuando las voces se levantan en defensa del venezolano Leopoldo López, pero callan frente a las irregularidades e injusticias locales, suena a hipócrita. Está muy bien denunciar los excesos de una administración autoritaria y discrecional como la de Nicolás Maduro, pero los argentinos sabemos que hay cientos de militares argentinos detenidos sin condena esperando, hacinados, la sentencia de procesos judiciales que vienen arrastrando hace más de una década. Sabemos de sus condiciones infrahumanas de detención y sabemos del exterminio al que son sometidos cuando no reciben el necesario auxilio sanitario. Esa pena de muerte encubierta debería avergonzarnos y debería detenerse. Pero callamos. No es serio aullar por la barbarie ajena y silbar frente a la propia.

Y también callamos la condena explícita al terrorismo local. Nos hemos empalagado con el relato de los jóvenes idealistas que no son muy distintos a los forajidos que la semana pasada atacaron París. Para no caer en manos de la justicia, unos se detonan y los otros consumían la pastilla de cianuro que llevaban encima. Ambos utilizaron el anonimato para matar inocentes. Ambos rechazan la ley, la autoridad y ambos pretenden sembrar violencia y terror en poblaciones indefensas.

Curiosamente, esta sociedad no les reclama a esos guerrilleros un “mea culpa”, como hizo con los militares. Lejos de eso, les permite pararse frente a un micrófono y opinar. En sus comentarios hay una velada defensa de los atentados toda vez que aluden a un supuesto destrato de Occidente para con las corrientes migratorias musulmanas. Y como nadie se atreve a contradecirlos, siguen. Y señalan con el dedo extendido a las grandes potencias como las responsables finales del terror que esos vándalos asesinos instalan. Y, casualmente, excluyen a Rusia, claro. Es una suerte de reivindicación de la perversa teoría de Eugenio Zaffaroni: el responsable de los hechos no es quien los consuma, sino la sociedad que los empuja. Ese es el formato moderno para exculpar a los culpables.

Hay una cuenta pendiente en la Argentina y es hora de saldarla. Hay que animarse a decir que las guerras son, por esencia, una atrocidad y una completa injusticia. Que mueren inocentes y que es un modo salvaje de abordar una contienda; que no queda conforme nadie; que el saldo es horrible, pero que hay que asumirlo. Nosotros no hemos asumido aún el costo de haber enfrentado el ataque terrorista que nos arrastró a su terreno como hoy arrastra a Francia al suyo. Cuando lo hagamos, podremos abordar problemáticas mundiales complejas como lo hizo Europa. Muchos años después del exterminio nazi, los europeos se plantearon qué nivel de complicidad había tenido el continente y pidieron perdón. Ese acto no salva las vidas que se perdieron, pero sí el corazón de los que todavía están. Es un acto de nobleza sanador. Aceptarse con la historia completa es de adultos.

Es de esperar que la Argentina, que está dando muestras de una valiosa madurez, consiga cerrar esa grieta que también el kirchnerismo profundizó.

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