Por Agustín Laje.-

“En la familia, el hombre es el burgués y la mujer el proletariado”, escribía en 1884 Friedrich Engels (El origen del Estado, la familia y la propiedad privada). Así empezaba el fin del lazo que unió al liberalismo con el feminismo, en los propios inicios de este último, y daba comienzo al unísono a una nueva ola feminista: el feminismo socialista.

Pero la teoría social del marxismo clásico era clara al respecto: la verdadera revolución es la que ocurre al nivel de la estructura social, es decir, al nivel de las relaciones de producción. La lucha de clases era lo que verdaderamente importaba; la “lucha de sexos” referida por Engels era, en todo caso, un intento por poner a la mujer del lado del proletariado.

La revolución comunista hizo pie en Rusia, y al poco tiempo quedó en evidencia que la “liberación femenina” no ocurriría como efecto automático de la “liberación obrera”. Más bien, sucedió todo lo contrario. Pero lejos de producirse una tendencia antiizquierdista en el seno del feminismo, se mantuvieron los lineamientos fundamentales de Engels (oposición al capitalismo liberal) aunque invirtiendo la lógica: la revolución feminista será la que libere a las clases y no al revés, como anotó en los ´70 la feminista radical Shulamith Firestone.

Es en la segunda mitad del siglo XX donde nace, pues, lo que llamamos “ideología de género”: una concepción anticientífica de nuestra sexualidad, que la concibe como realidad carente de toda naturaleza, mera construcción política de la cultura. “El sexo siempre fue género”, escribe Judith Butler en El género en disputa. Si la revolución izquierdista deja de ser estructural para ser superestructural (al estilo Gramsci), entonces hay que politizar incluso aquellos rincones más privados e íntimos de la vida: la familia y la sexualidad.

“Lo personal es político”, ya decía la feminista lesbiana Kate Millet. “No se puede argumentar que instancias como la familia, la educación o el acceso al empleo formen parte de la esfera privada de los sujetos, porque son fuentes de socialización. Y las instancias socializadoras, al ser públicas, son susceptibles de regulación jurídica y por lo tanto políticas”, complementó Alicia Miyares más acá en el tiempo. Razonamiento engañoso: el feminismo radical considera que lo público es necesariamente político y estatal, y que todo lo social es público y, por añadidura, estatal y político. Es decir, como en la base de todo totalitarismo, procura borrar los límites que separan las esferas privadas y públicas no-estatales, de las esferas políticas estatales.

Bajo el precepto ideológico de estar viviendo en un “sistema patriarcal”, la ideología de género traslada entonces la desgastada lucha de clases al terreno de la lucha de sexos: guerra de hombres contra mujeres. Y bajo la idea del “hetero-capitalismo”, nos abre las puertas a otro tipo de conflicto: heterosexuales contra homosexuales. Misma lógica dialéctica; distintos sujetos revolucionarios.

La destrucción de la familia, como núcleo social separado del Estado, es un viejo objetivo para una nueva ideología: Marx y Lenin ya anunciaban, en su momento, la necesidad de abolir esta institución social, precisamente por ser un freno natural a todo totalitarismo. Uno de los más importantes ideólogos del género, Wilhelm Reich, ya decía que esta nueva corriente debía servir para destruir “el capitalismo, la disciplina, la moral de la Iglesia, el trabajo alienante y la familia”.

Con ropaje simpático, la ideología de género se impone cada día más a nivel cultural e incluso estatal, como una novedad estratégica, una máscara aggionarda a los nuevos tiempos, para algo que, en rigor de verdad, algunos siglos de vida tiene ya: el totalitarismo de izquierda.

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