Por Jacinto Chiclana.-

Cuando era joven, hace ya unos cuantos lustros, embebido por el ejemplo de mis padres, abuelos, tíos y todo el entorno de gente de sus círculos cercanos, aún creía que la gente buena era amplísima mayoría en el mundo.

También estaba convencido de que la conciencia, esa inquisidora a tiempo completo, les tiraba de las patas durante la noche a los que transponían la frontera del bien y el mal, haciéndoles pasar noches enteras de insomnio y pesadillas, remordimientos, malos presagios y toda suerte de penalidades, para hacerles recordar sus faltas y, a modo de reproche purgatorio, por sus inconductas e inmoralidades.

El inexorable paso de los tiempos, con el natural proceso de lijado y efecto de lejía removedora sobre las ilusiones, me demostró cuan equivocado estaba.

A poco de trasponer los veinte años, se me fue aclarando el camino y accedí fácilmente al conmovedor axioma de que, careciendo de ella, la conciencia y sus tribulaciones para nada perturbaban los sueños de nadie que transitara por la vida del otro lado de la raya que separaba ambos mundos.

Hoy, habiendo alcanzado la maestría absoluta en maldades humanas características, más por el tiempo transcurrido que por sabiduría, episodios cotidianos a los que se accede simplemente con la lectura de los diarios o la visualización de los noticieros me convencen de que ni los malos tienen conciencia, ni la extrañan, ni les preocupan los juicios del prójimo, y como si fuera poco, diría hasta que son mayoría absoluta.

Leer que se juntan De Vido con D’Elía, para derramar sobre la sociedad argentina sus sesudas pontificaciones con pretensiones de diatriba moral, es tan antinatural y perjudicial para la salud como castigar nuestros sufridos oídos con las inmundas palabrotas y el asqueroso vocabulario de la supuesta madre putativa de los argentinos, impuesta con fórceps por el fallecido creador de la estirpe de los advenedizos insolentes.

Escuchar a Moreno, ese taita venido a menos, que cree ser la reencarnación de un matón orillero de la zona de Barracas al Sur, émulo en alpargatas y calzoncillos largos con abertura frontal y trasera, del mismísimo Juan Moreira (aprendizaje con curso por correspondencia en épocas de huelgas de correos), con esas poses de macho tanguero, cuando se le adivina el olor a cagazo chirlo, el día que se encuentre con alguien un poco más fornido que una señora despachante de aduana a quien humillar, es poco menos que cancerígeno y produce el mismo efecto en la boca del estómago que comer un bife de perro, sabiendo que es de perro.

Verlo y escucharlo a Boudou, criticando al nuevo gobierno por sus medidas económicas, con look de barbado revolucionario que recién llega de la jungla de Angola, es tan vomitivo como una cucharada en ayunas de verde moco de camello.

Permanecer atónito y perplejo, escuchando a los muchachos de la agrupación del tío famoso que Perón rajó casi a patadas del sillón de Rivadavia, pidiendo la libertad de la patotera Sala o quejándose por los allanamientos en las casas de los que, pocos días antes del traspaso de gobierno, vaciaron TELAM, es tan frustrante y perjudicial para nuestra salud que verlo a Maduro dialogar de filosofía tántrica con el pajarito que oficia de corre ve y dile de Chávez.

Porque a pesar de todo, persistentes como algunas enfermedades que sobreviven en el tiempo, los malos siguen existiendo, aunque no para nuestro solaz y esparcimiento.

Los medios les siguen otorgando espacios, columnas y montones de caracteres, haciéndolos competir en primera plana con avances tecnológicos fundamentales, importantes medidas de gobierno para paliar el desastre heredado o la partida de algún famoso de fuste al mundo del mas allá.

O la histórica goleada de San Lorenzo a Boca.

Se resisten a cerrar esas bocas mimetizadas de cloacas, que sólo se abren para excretar sus pútridas palabras vacías de ejemplos o contenidos.

Y en este maravilloso país, tocado por el cuerno de la fortuna y en el que Dios, para compensar y no despertar la insana envidia de otros menos afortunados en la repartija, dotó de una sociedad sin memoria, llenadora serial de plazas de mayo, por mil razones diferentes y casi siempre antagónicas; no existiendo el escarmiento ni la condena moral, pueden seguir hablando, mientras las causas que los tienen por protagonistas de lesas inmoralidades duermen los sueños de los injustos, en encerados y llaveados cajones de aquietados juzgados, en los que los jueces dilatan y hacen la plancha en medio de la calma chicha y el beneplácito de los encartados.

Así es que, seguramente, la señora fiscal del caso Nisman se jubilará finalmente y nadie recordará que durante más de un año, emulando al recientemente fallecido general Alais, no llegó a ninguna parte.

O nunca quiso llegar.

Y Nefertiti, la Reina del Nilo, encarnada en nuestra pitonisa arrabalera, tomará coraje algún día.

Y abandonando el feudo empobrecido en el que vienen reinando con derecho de pernada desde hace décadas, retornará a las cercanías y, cual oráculo sabio, recitará sus lecciones multidisciplinarias para asombro de todos y todas, incluso de prestigiosas universidades del mundo que manifiestan abiertamente sus ansias por tenerla de catedrática ad-limitum (previa revalidación del extraviado título, of course).

Mientras tanto, la clon del iniciador de la zaga bajará varias veces a la ciudad sede del gobierno central, portando la solicitud de la tan ansiada pelela, para sanear aquella provincia saqueada tras años de feudalismo KaKa.

Y el mundo seguirá andando.

Y nosotros pedaleando en medio de tanto personaje sin conciencia, que aún siguen hablando y hablando, como si fueran discípulos de Zaratustra.

Sin que “naides” les estire las patas durante las noches.

Noches en las que, al contrario, duermen a pata suelta, especulando con que, finalmente, sus causas prescriban, la gente se olvide de ellos, atribulada por el alquiler, el precio de la falda con hueso o el valor del gas en garrafa.

Y entonces, la mayoría ahora barbados -no se sabe si para esconder sus asquerosas caras o para prepararse para el raje- continúan disfrutando de lo que se llevaron y rogando a San Expedito que nunca se promulgue la Ley del Arrepentido.

Cosas de esta Argentina generosa en la que el relato progre consiguió que nuestros jóvenes salieran casi últimos cómodos en las últimas olimpíadas de conocimientos y educación.

Porque un pueblo inculto es un pueblo sin prisas y sin exigencias. Un pueblo que puede seguir escuchando con indiferencia y estoicismo la palabra de los impuros.

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