Por Hernán Andrés Kruse.-

El fin de semana pasado, La Nación publicó dos artículos muy interesantes: a) “Entre la esperanza y la desesperación” (Eduardo Fidanza, 23/7/016); b) “Lo que está en juego en la Argentina” (Jorge Fernández Díaz, 24/7/016).

Fidanza comienza su reflexión afirmando que la situación actual de la Argentina invita tanto al optimismo como a la pesadumbre. Hoy se puede apreciar una masa de datos que pueden significar que los argentinos saldremos adelante o que, por desgracia, seguiremos padeciendo las penurias de siempre. Dice el autor: “Esta bifurcación atañe tanto a temas macroeconómicos y políticos como a cuestiones vitales de la vida cotidiana. Son ambigüedades y fiebres del presente que agotan la energía. Esa inmediatez torna difícil ver en perspectiva, proyectar a largo plazo. El presente se devora el porvenir”. La sociedad se muestra optimista o bien se desespera, según el autor, por ese apego casi fatal por el día a día, por la coyuntura. Si durante una semana la inflación no avanza, por ejemplo, nos sentimos alegres y optimistas. Pero si a la semana siguiente las góndolas ponen en evidencia una nueva estampida inflacionaria, nos vuelven a invadir la pesadumbre y el desasosiego. El estar a merced del cortoplacismo nos ha obligado a efectuar demandas defensivas y mediocres. Los argentinos nos hemos acostumbrado a preferir retener lo conseguido y no progresar; a hacer énfasis en la conservación del statu quo y en la corrección de lo que haya que subsanar que en mejorar nuestra calidad de vida; a esperar que la inflación no sea tan alta, que no se pierda el empleo y que el crecimiento sea módico; a aguardar un leve declive del déficit fiscal, a comprar lo necesario para sobrevivir y a esperar un nivel razonable de inversiones. Para Fidanza los argentinos sólo esperan, de manera resignada y escéptica, que se hagan realidad estos modestos anhelos. “Parafraseando el título de aquella novela de Graham Green-England Made Me-, podría decirse que a los argentinos, la volatilidad económica e institucional crónica, los hizo así”, remarca el autor.

Algo de razón tiene Fidanza. Si hacemos un repaso de lo que sucedió en la Argentina desde el retorno de Perón a la Argentina en 1973, veremos que la “volatilidad económica e institucional” nos obligó a tener en consideración el corto plazo. Perón fue elegido nuevamente presidente ese año y a los pocos meses falleció. El pacto social estalló por los aires, lo que desembocó en 1975 en el “inolvidable” rodrigazo. Mientras tanto, la izquierda y la derecha del peronismo dirimían su interna a balazos. En marzo de 1976 se produjo el golpe contra la presidente y durante casi ocho años el país estuvo en manos de los militares. Fallaron los planes de Martínez de Hoz, Sigaut y Alemann, transformándose la Argentina en tierra arrasada. Si a ello se le agrega el terrorismo de Estado y la guerra del Atlántico Sur, surge un cóctel realmente explosivo. Con Alfonsín los argentinos volvimos a sentirnos ilusionados. Su dramática despedida del poder nos dio un baño de realismo político. Agobiado por una crisis económica que se le había tornado ingobernable, don Raúl no tuvo más remedio que entregar anticipadamente la presidencia a su sucesor, Carlos Saúl Menem. En 1999 el riojano le colocó la banda presidencial a De la Rúa, en medio de una situación económica calamitosa: desempleo galopante y recesión económica. En diciembre de 2001 se produjo la más grave crisis institucional de la Argentina contemporánea que se tradujo en cinco presidentes en tan solo diez días. Durante la dramática transición hacia la presidencia de Néstor Kirchner, el país fue gobernado por Eduardo Duhalde, quien hizo lo que pudo frente a una situación económica, social e institucional gravísima. Entre 2003 y 2011 el país se recuperó en todo sentido, lo que constituye un gran mérito teniendo en cuenta cómo estábamos a comienzos de 2003. Durante la segunda presidencia de Cristina la economía comenzó a retroceder lo que la obligó, a comienzos de 2014, a devaluar la moneda. Cuando Macri asume en diciembre de 2015 la economía marchaba a los tumbos. Esta apretada síntesis corrobora la hipótesis de Fidanza. ¡Cómo no vamos a pensar exclusivamente en el corto plazo con los cimbronazos que se vienen produciendo en el país desde hace cuarenta años!

En lo que resta del artículo Fidanza centra su atención en el gobierno de Mauricio Macri. Es cierto que su llegada a la presidencia constituye toda una novedad ya que por primera vez en la historia un dirigente conservador no peronista es elegido presidente por el voto mayoritario del pueblo. Sin embargo, hasta hora no ha podido “librarse de la actualidad absorbente donde se expresan, con dramatismo, los problemas históricos irresueltos”. Fidanza reconoce que aún el presidente no ha podido mostrar un proyecto interesante del país por una serie de razones: a) errores del propio gobierno en la implementación de políticas públicas; b) errores del propio gobierno en cuanto al diagnóstico de la situación; c) la existencia de pujas por la distribución de la riqueza; d) la habitual presencia de mezquindades políticas y económicas; d) presiones de la derecha e izquierda ortodoxas; e) condiciones internacionales adversas; f) la “maldita herencia del kirchnerismo”. A pesar de ello la sociedad sigue confiando en el presidente de la nación, sostiene el autor. Según un sondeo de Poliarquía, la mitad de la opinión pública estima que económicamente estará mejor en 2017 y casi dos tercios creen realmente que en dos o tres años la mejoría se afianzará. De ahí la relevancia de las elecciones de medio término del año que viene, en las que el presidente se juega su futuro político y el de su gobierno.

Según Fernández Díaz la Argentina sólo despierta en el mundo recelos y escepticismos, lo que está muy lejos de ser una injusticia ya que los argentinos nos ganamos ese descrédito a fuerza de hiperinflaciones, depresiones, defaults, corralitos, corrupción, desestabilización y violencia. Resulta muy difícil que el mundo confíe en el país cuando los fondos de los argentinos en el exterior exceden siete veces las reservas del Banco Central. Si los propios argentinos no confían en su país ¿entonces por qué habrían de hacerlo los extranjeros? Mientras tanto, el 47% de los vecinos del conurbano carece de agua corriente, el 77% no tiene servicios de cloacas, hay trece millones de pobres y más de la mitad de la población carece de salud, alimentos o educación, destaca el autor. Ello pone dramáticamente en evidencia que el proyecto llamado “Argentina” fracasó. Dice Fernández Díaz: “Sólo aceptando en toda su plenitud esta tragedia tal vez tengamos alguna chance de comenzar a revertir la estrepitosa ruina que supimos procurarnos sin ayuda de nadie, solitos con nuestra propia mediocridad disfrazada de grandeza” (…) “nos fue mal con la inflación y con el cambio fijo, con las privatizaciones y con los estatismos: toda receta consiguió al principio levantar vuelo, pero terminó inevitablemente estrellándose de manera indecorosa y traumática”.

El proyecto llamado “Argentina” no fracasó porque jamás existió tal proyecto. Hubo, por el contrario, varios proyectos de país en pugna que condujeron a la Argentina a lo largo de su historia a derramamientos de sangre cuyas consecuencias aún las estamos pagando. La historia argentina fue una serie de conflictos entre los morenistas y los saavedristas, los rosistas y los antirrosistas, los porteños y los provincianos, los conservadores y los radicales, los peronistas y los antiperonistas, los militares y los civiles, los alfonsinistas y los antialfonsinistas, los menemistas y los antimenemistas, los kirchneristas y los antikirchneristas, y ahora entre los macristas y los antimacristas. Siempre estuvo vigente la concepción política amigo-enemigo de Schmitt. Nunca hubo adversarios sino enemigos. Nunca se buscó dialogar sino confrontar para imponer determinados intereses e ideas. El proyecto de país más serio que hubo entre nosotros fue, a mi entender, el de la Constitución de 1853-60. El problema es que jamás fue aceptado por todos los argentinos. Ese proyecto de país intentó ser reemplazado por el de la constitución de 1949, propiciado por el peronismo. Pues bien, el antiperonismo jamás lo toleró. El antagonismo entre ambas constituciones sigue vivito y coleando y probablemente lo siga estando durante mucho tiempo.

Fernández Díaz considera que cuando nada funciona, como en la Argentina, es porque falla el sistema político, poco propenso a poner en funcionamiento una genuina democracia republicana. A lo largo de nuestra historia, señala la historiografía, hubo períodos donde hubo república sin democracia y otros donde hubo democracia sin república. La combinación de república y democracia estuvo cerca de darse con Raúl Alfonsín, pero muy pronto se disipó. En relación con el peronismo, el gran actor político de los últimos setenta años, jamás congenió con los valores políticos, económicos y filosóficos de la Constitución de 1853-60. Al verse como un movimiento y no como un partido político, el peronismo destruyó toda posibilidad de que existiera un genuino bipartidismo, columna vertebral de la democracia republicana. Dice Fernández Díaz: “ese desprecio autocrático hizo imposible un bipartidismo real, y por lo tanto, también la división de poderes, el control mutuo, las políticas de Estado acordadas y una gestión encadenada, sin crisis recurrentes ni bandazos. Por lo contrario, el “movimiento nacional y popular” logró asentarse como una corporación borracha de poder y con ansias de llevarnos hacia una democracia de partido único, donde la alternancia era un devaneo de derechistas”.

El autor afirma con acierto que los argentinos aún no hemos podido despejar dos grandes incógnitas de la política vernácula: a) ¿en la Argentina sólo el peronismo puede gobernar?; b) ¿ninguna fuerza política no peronista puede culminar su mandato como corresponde? Por el momento, la primera respuesta se responde por la afirmativa y la segunda, por la negativa. Lo cual es muy lamentable ya que si sólo el peronismo está en condiciones de gobernar entonces en la Argentina no está vigente la democracia, si por tal entendemos el sistema político e institucional consagrado por la Constitución de 1853-60. En este sentido, la presencia de Macri en la Rosada le acaba de dar a los argentinos una nueva oportunidad para afianzar la democracia. Para ello será fundamental que el presidente culmine su mandato como Dios manda para que el 10 de diciembre de 2019 le coloque la banda presidencial a su sucesor (¿o a él mismo?). Si no lo logra “el partido de Perón conseguirá el cometido de eternizarse”, expresa a manera de severa advertencia Fernández Díaz. Todos los argentinos de buena fe deseamos que Macri culmine su mandato tal cual lo estipula la Carta Magna. Sería la mejor señal que el país enviaría al exterior para atraer inversiones. Lamentablemente, tal como marchan las cosas, fundamentalmente en el terreno económico, si el Ejecutivo no produce un radical golpe de timón, no sería nada raro que su sucesor sea un dirigente del peronismo, esa fuerza política gigantesca nacida para conquistar y detentar el poder de por vida.

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