Por Hernán Andrés Kruse.-

En el capítulo primero de su libro “Hacia una moral sin dogmas” José Ingenieros analiza el concepto de dogma y el carácter social de la experiencia moral.

Escribió el autor: “Suele decirse que un dogma es una opinión impuesta por una autoridad. De acuerdo. ¿Por cuál autoridad? La autoridad de la revelación divina, afirmaron los teólogos de cada Iglesia, pretendiéndose sus intérpretes fieles; la autoridad de la razón pura, arguyeron los filósofos racionalistas, creyéndose los legisladores de esa entidad superior a la común razón de los hombres. En uno u otro caso, teólogos y filósofos, convenían en que los principios básicos de la moral, ya fuesen teológicos o racionales, eran prácticamente inaccesibles al examen y la crítica individual, concibiéndolos como eternos, inmutables e imperfectibles. Podríamos, pues, definir: un dogma moral es una opinión inmutable e imperfectible impuesta a los hombres por una autoridad anterior a su propia experiencia”.

“La historia de la ética, desde sus primeras concreciones hasta nuestros días, nos muestra una lucha constante entre dos géneros de sistemas dogmáticos. Los unos-teológicos y religiosos-ponían sus principios en dogmas revelados y han cumplido eficazmente en ciertas épocas una positiva función social; los otros-filosóficos e independientes-partían de dogmas racionales y nunca alcanzaron la difusión necesaria para influir sobre las creencias colectivas. Prácticamente, un dogma revelado ha sido la opinión “ne varietur” impuesta por los teólogos de una Iglesia a sus respectivos creyentes; un dogma racional, la opinión “ne varietur” impuesta por un filósofo a sus discípulos y admiradores” (…).

“La noción teológica de dogma es inequívoca; podéis leer su examen metódico en el excelente libro “la evolución de los dogmas”, de Guignebert, profesor de historia del Cristianismo en la Sorbona. Un dogma-dice-es, a la vez, una verdad infalible y un precepto inviolable, revelado directamente por la divinidad o por sus elegidos, o indirectamente inspirada a hombres que tenían calidad particular para recibirla. El dogma debe ser acatado tal como lo ha definido, de conformidad con la inspiración divina, una autoridad cuya competencia es indiscutida; su palabra expresa la verdad absoluta y debe ser objeto de fe inmutable, puesto que la divinidad no se engaña nunca ni se puede engañar” (…) “Esa doctrina, implícita en variados sistemas teológicos, ha sido generalmente auspiciada por los gobiernos que cimentaban su autoridad en el derecho divino. Doctrina absurda, de completa absurdidad según la historia de las religiones, cuyos estudios convergen a demostrar que los dogmas varían, evolucionan, como todas las creencias que pueblan la mente humana” (…).

“Toda ética fundada en una teología es, por definición, dogmática. Quien dice dogma, pretende invariabilidad, imperfectibilidad, imposibilidad de crítica y de reflexión. Quien acepta que los principios básicos de su moral están formulados en una revelación, en la de su Iglesia, y no en la de las otras, reconoce que sus preceptos son mandamientos sobrenaturales o divinos, ajenos a la posibilidad de perfeccionarlos, desde que los acata como la perfección misma. El dogma no deja al creyente la menor libertad, ninguna iniciativa; un verdadero creyente, por el simple hecho de serlo, reconoce que, fuera de los preceptos dogmáticos, es inútil cualquier esfuerzo para el perfeccionamiento moral del individuo o de la sociedad” (…) “Los dioses no permanecen indiferentes a la conducta de los hombres. Velan por el cumplimiento de las obligaciones que han impuesto, son jueces. Son la autoridad suprema ante la cual las acciones humanas encuentran inapelables castigos o recompensas, autoridad superior a todas las justicias falaces que la razón humana puede inspirar. Se presume que ningún acto puede eludir la omnisciencia y omnividencia divina; la seguridad de esa sanción es el elemento coercitivo que empuja a los hombres al cumplimiento de la obligación” (…).

“La noción racional de dogma, aunque menos explícita, es equivalente a la teología. Parte de una premisa trascendental: la existencia de una razón perfecta o pura, anterior a la experiencia individual o social. Esa razón tiene leyes que permiten establecer a priori principios fundamentales de moral, anteriores a la moralidad efectiva de los hombres; éstos deben ser morales, imperativamente, y deben serlo ajustándose a los principios eternos e inmutables de la razón” (…) “En vez de poner en la revelación la fuente de la autoridad, la ha puesto en la razón; en vez de ser los teólogos, los legisladores inspirados por Dios, se han presentado los filósofos como los legisladores inspirados por la Razón” (…) “A un dogmatismo opusieron otro dogmatismo; a las prescripciones “ne varietur” de la revelación divina, las prescripciones “ne varietur” de la razón a priori. Contra las recetas de moral eterna que los teólogos formulaban en sus gabinetes, los filósofos racionalistas formularon en los propios otras recetas igualmente eternas. A los mandamientos de Dios, opusieron los mandamientos de la Razón; al imperativo teológico, el imperativo racional” (…).

“Los dogmas teológicos y los dogmas racionales se nos presentan como simples explicaciones inventadas por ciertos hombres para subordinar la experiencia a determinadas hipótesis metafísicas. Son esquemas a posteriori, aunque pretenden enunciar principios a priori. Al formularlos se ha prescindido del hecho más universal y constante: la continuidad indefinida de la experiencia moral, distinta de cada sociedad, variable en todo tiempo. Los dogmas, fuera de su lugar y momento originarios, se nos presentan como esqueletos fósiles de morales ya extinguidas; carecen de la vitalidad que en su origen pudieron prestarles las creencias religiosas o filosóficas de los hombres que los formularon”.

“La moralidad efectiva es un producto social y se renueva incesantemente como las sociedades en que desempeña una función. Es experiencia actuada, sentida, vivida por hombres. No es un esquema lógico perfecto de principios dialécticamente demostrables una vez y para siempre; es savia que llega hasta todos los individuos que forman la sociedad y por eso se aprende por la imitación, se enseña con el ejemplo. Abstraer la moralidad de la vida real, es matarla” (…) “Creo que la ética del porvenir será, en cambio, una ciencia funcional y adoptará el método genético; sólo así, llegará a independizar la conciencia moral de la humanidad de todo dogmatismo teológico o racional, demostrando que la moralidad es un resultado natural de la vida en sociedad. Sometida, como toda otra experiencia, a un proceso de evolución incesante, la moral no puede fijarse en las fórmulas muertas de ningún catecismo dogmático, ni en los esquemas secos de ningún sistema apriorístico; se va haciendo, deviene en la naturaleza misma y es el estudio de la experiencia moral pasada lo que nos permite emprender la presente, como en ésta podemos entrever la del porvenir. Esa doble condición de espontaneidad y de perfectibilidad ajena a toda fuerza intrínseca o sobrenatural, ilimitable por ningún precepto, pone la moralidad en la cumbre de lo humano” (…).

“El viejo conflicto entre las morales teológicas sobrenaturales y las morales individualistas racionales perturba poco a los contemporáneos; es una cuestión histórica. El problema actual de la ética es otro; en qué forma la experiencia moral coordina los derechos individuales y los deberes sociales, las relaciones entre el individuo y la sociedad” (…) “La ética es una ciencia social, accesible a la investigación histórica y a los métodos científicos. Cada sociedad, y en cada momento de su evolución, ha tenido valores morales diversos, que han variado conjuntamente con la experiencia social; partiendo de ello se trata de plantear el estudio de la experiencia moral como una pura y simple historia de las costumbres. De esa experiencia, sin cesar renovada e infinitamente perfectible han surgido, y seguirán surgiendo, los juicios de valor que califican la conducta, las normas del deber y los conceptos de justicia, es decir, todo lo que es obligación y sanción, relativo siempre a cada sociedad” (…).

LA RELATIVIDAD DEL SABER

“Los que hemos estudiado algunas ciencias… sabemos que ellas se proponen una integración progresiva e incesante de la experiencia en cada dominio de la realidad, valiéndose para ello de métodos cada vez menos inexactos; esos métodos, cuya aplicación distingue al hombre científico del hombre palabrista, permiten disminuir la cantidad de error contenido en las hipótesis con que la inteligencia humana se aventura a explicar los diversos problemas no resueltos por la experiencia. Esto equivale a afirmar la relatividad de los conocimientos científicos, la perfectibilidad de toda creencia absoluta, indiscutible e irrevocable” (…) “Las ciencias son por fuerza “antidogmáticas”. Los hombres que las cultivan no se proponen resolver la insoluble disputa metafísica de los dogmáticos y los escépticos sobre el valor del conocimiento en sí. Este modo de ver es el adoptado por todos los hombres de ciencia dignos de ese nombre; la verosimilitud del saber científico es el fruto de una crítica incesante aplicada a experiencias sin cesar renovadas”.

“Por el momento escuchad estas palabras con que William James respondía a los que le acusaban de contemporizar con el escepticismo, en su conocido libro sobre la “Experiencia religiosa”: “Quien reconoce la imperfección del propio instrumento de investigación y la tiene en cuenta al discutir sus propias observaciones, está en posición mucho mejor para llegar a la conquista de la verdad, que el que proclama la infalibilidad de su propio método. ¿Es acaso menos dudosa de hecho la teología dogmática y escolástica porque se proclama infalible? Y, por el contrario, ¿qué dominio sobre la verdad perdería realmente dicha teología si en vez de la certeza absoluta pretendiese, para sus conclusiones, una razonable probabilidad? Proclamarla equivale a afirmar que los hombres que aman la verdad pueden, siempre y en cualquier momento determinado, esperar a alcanzarla, e indudablemente estaremos más prontos a ser dueños de ella los que nos damos cuenta de que estamos sujetos al error. Sin embargo, el dogmatismo seguirá condenándonos por una confesión semejante. La pura forma exterior de la certeza inalterable es tan apreciada para algunas mentes, que no pueden renunciar explícitamente a ella. Dichas mentes la reclamarían hasta cuando los hechos pronunciasen de un modo patente su locura. Pero el camino más seguro es el de admitir que todos los modos de ver de efímeras criaturas, como los hombres, deben ser por necesidad provisionales. El más sabio de los críticos es un ser siempre variable, expuesto continuamente a ver mejor el mañana, y que sólo cree estar en la verdad porque la concibe de una manera provisional, relativamente al momento o a la época en que la piensa. Cuando frente a nosotros se abren nuevos horizontes de verdad, es ciertamente mejor que estemos en condiciones de contemplarlos sin que nos cieguen nuestras convicciones anteriores” (…).

“Las ciencias -he dicho (Ingenieros)- son impersonales. El principio de autoridad no puede ya imponer errores; la aplicación de los métodos científicos impedirá que el pensamiento futuro incurra en nuevos dogmatismos que obstruyan el aumento de nuestra experiencia y la formación natural de nuestros ideales”. Por eso no concebimos las filosofías del porvenir como sistemas de verdades demostradas, sino como sistemas de hipótesis para explicar los problemas que exceden a la experiencia actual y posible, concordantes, con las leyes demostradas por las ciencias particulares. Cualquier dogmatismo es enemigo de la verdad; concebir una filosofía científica “ne varietur”, como los dogmas teológicos y racionales, sería absurdo, pues la experiencia y las hipótesis se integran y se rectifican incesantemente: “Es un sistema de formación continua. Tiene métodos, pero no tiene dogmas; se corrige incesantemente, conforme varía el ritmo de la experiencia”. Por todo eso he creído legítimo interpretar la filosofía del provenir, como una “metafísica de la experiencia”.

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