Por José Luis Milia.-

“Maldita es toda guerra, pero si no quieres tocar a un inocente, pereces. Y si no quieres perecer, dispara y deja de charlatanear”, Vladimir Jabotinski.

Examinando las condiciones políticas que se dieron para que tal suceso ocurriera debemos recordar, antes que nada, que en la Argentina hay, aún hoy, una guerra civil no resuelta desde el siglo XIX. Como condición particular del momento, es innegable que bajo el gobierno de Perón la justicia estaba totalmente avasallada, la disidencia política estaba en cárcel y aquellos que querían y luchaban por un país libre estaban en la clandestinidad o en el exilio. El gobierno de Juan Domingo Perón era una dictadura.

No había ninguna posibilidad que la situación cambiara. Como hoy, la oposición era un conglomerado de egos incapaces de crear una estructura política antiperonista que pudiera dar una batalla en las urnas -si es que esto hubiera sido posible- ya que la organización “squadrista” del peronismo había generado una estructura de delatores y provocadores que hacían imposible un trabajo político partidario. Las casas de los opositores, identificadas y marcadas -no es una leyenda urbana- existieron en esa época.

Así las cosas, una alternativa democrática a una acción violenta era algo totalmente inviable y dentro de la posibilidad de una acción de fuerza eran remotas las posibilidades de contar con tropas en la zona metropolitana que no estuvieran cooptadas por el peronismo. Por lo tanto, la eliminación del presidente, en una acción rápida y dura era la única que se veía como posible. Esta impronta fue la que movió a marinos y aviadores a bombardear la casa de gobierno. El saber que por fuentes de inteligencia se conocía la decisión de llevar adelante un ataque contra Perón con el objetivo de eliminarlo apuró, de manera negativa, la decisión de atacar la casa de gobierno.

Había algo más, aún flotaba sobre el país el fantasma de Eva Perón. Se recordaba su intento de comprar armas para la CGT y formar milicias. Digamos las cosas como son, Eva Perón tenía más ovarios que Juan Perón testículos. Es probable que de haber vivido ella, quien esto escribe y muchísimos otros argentinos de igual edad y condición, hijos de opositores, hubieran crecido huérfanos. Se pensaba con bastante fundamento que, cualquier acción antigubernamental tendría, de fracasar, una reacción brutal. Este convencimiento motivó a los marinos a llevar una acción de una dureza desconocida en el país.

Era- el bombardeo a la casa de gobierno, a la CGT y a la residencia presidencial- algo que sin duda traería daños colaterales. La posibilidad de minimizarlos se diluyó cuando las condiciones climáticas empeoraron. No obstante, del total de víctimas civiles, un alto porcentaje de éstas se dio cuando obreros y aliancistas- ya como elementos beligerantes- intentaron asaltar, con el coraje ciego que siempre tiene el tropel, el Ministerio de Marina.

Fueron -y en esto coinciden los relatos de aquellos que estaban dentro del ministerio y a los que conocí- tres asaltos seguidos entre las 18:00 hs., y las 19:30 hrs.; huelga decir que quienes defendían el ministerio sabían que, de entrar el populacho, su destino era la muerte. Al caer la tarde tropas del Ejército llegaron a las inmediaciones del ministerio con tanques y artillería. La explanada frente al Ministerio -hoy edificio Guardacostas, sede de la Prefectura Naval- mostraba los cadáveres de aquellos que pretendieron asaltar el ministerio. En este momento fue cuando, por indicación de Perón ante la matanza que sucedía frente al ministerio se decidió que quienes lo ocupaban se rendirían solamente al Ejército, poniendo a los integrantes de la Armada fuera del alcance de las hordas que buscaban venganza. Los Oficiales y Suboficiales de Marina que defendían el ministerio quedaron detenidos y llevados presos a la penitenciaría de avenida Las Heras. Fueron las iglesias las que soportaron la revancha posterior.

El 16 de junio fue una acción que fracasó pero que dejó una enseñanza importante: si se quiere derrocar a un gobierno dictatorial la acción a emprender debe ser cruenta, rápida y en lo posible, de precisión. Si la Infantería de Marina hubiera podido rodear la casa de gobierno antes que Perón huyese, la ejecución del presidente hubiera sido un hecho. La descoordinación entre aviadores navales y tropa terrestre, sumada al hecho de una situación climática poco favorable, hizo lo demás. Esta enseñanza fue aprendida; cuando se dio la Revolución Libertadora el logro de Lonardi no fue contar con más tropas que las fuerzas gubernamentales, la realidad era que contaba con menguados efectivos, pero el éxito residió en llevar a cabo algo que Perón no esperó nunca, un bombardeo cruento a la Escuela de Infantería que no había aceptado rendirse; su consigna a sus subordinados: “Máxima brutalidad”, como forma de aplastar al enemigo era un mensaje claro que la gesta que iniciaba no era un pronunciamiento más sino la decisión de ganar o morir.

Algún idiota ha dicho que el 16 de junio del ‘55 fue una escuela de genocidio. La ligereza con que es usada en Argentina la palabra genocidio indica, en primer lugar, un desconocimiento absoluto de lo que es un genocidio y luego, una irrespetuosidad flagrante para con aquellos que sí lo sufrieron. El 16 de junio del ’55 -un episodio más de una guerra civil no resuelta- no podía escapar a las definiciones exageradas. Negar que hubo víctimas civiles, muchas, más allá de ser una mentira, es una estupidez; pero es ridículo pensar que en un evento bélico estas no ocurren.

Hoy, a sesenta años de este episodio de nuestra historia, con las Fuerzas Armadas diezmadas, debemos replantearnos el camino a seguir y pensar como enfrentaremos a un estado que ha decidido resucitar las condiciones políticas y sociales que se vivían en la Argentina de 1955.

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