Por Luis Américo Illuminati.-

En mi nota anterior con igual título que la presente, un lector me hizo notar, no sin cierta razón, lo siguiente. «Muy complejo su artículo de hoy doctor Illuminati, dedicado a un grupo de ilustrados desocupados o algo por el estilo, para quienes tomamos el diario de la mañana, digital o café, o consultamos de reojo durante la jornada, o incluso leemos luego de nuestras ocupaciones…» (E. R. Malvar). Le agradezco a este lector su mensaje, ya que me da la oportunidad de explicarme mejor y simplificar lo ya escrito. Trataré en esta ocasión de aclarar ese tramo de la nota que puede parecer complejo, no así el contexto general que hace al título. El leitmotiv o núcleo de mi reflexión es la percepción que alude Demócrito y que lleva al tema de «la mónada», concepto metafísico elaborado por Leibniz (1646-1716) pero antes también tratado por los pitagóricos, los neoplatónicos, por Giordano Bruno y por Kant. Las mónadas son sustancias individuales. La palabra «mónada» significa lo que es uno, lo mínimo más simple, con carácter de «unidad», lo que quiere decir que ese «mínimo» es algo universal, indivisible, irreductible e inextenso. La mónada es una individualidad radical, pero no enteramente separada del resto, sino en comunidad esencial con la totalidad. Las mónadas son representaciones distintas y discernibles que van de lo inferior a lo superior, o mejor dicho, de lo mínimo a lo máximo. La mónada es una unidad fundamental, una sustancia indivisible y autosuficiente que contiene en sí misma todos los elementos necesarios para su existencia. Cada mónada es diferente de las demás. Afirma Leibniz que «no siempre piensa el alma» dado que ésta como toda mónada es una fuerza capaz de representación, es decir, precisa que tenga en todo momento representaciones (percepciones), pero ocurre que si todas las mónadas, incluso aquellas que constituyen la materia, son almas, resultaría imposible que todas las representaciones sean claras y distintas. La solución del problema reside, por tanto, en el fundamental concepto de las representaciones inconscientes o «petites perceptions» (pequeñas percepciones). El alma posee siempre como toda mónada representaciones, pero no siempre éstas son conscientes, claras y distintas. Por eso Leibniz distingue entre los estados en que el alma sólo tiene representaciones y aquellos en que ella es consciente de los mismos. A los primeros les corresponde el nombre genérico de «percepción» y a los segundos el de «apercepción», proceso éste mediante el cual las representaciones oscuras y confusas se convierten en representaciones claras y distintas y así son reconocidas por el alma como suyas, captadas y suministradas por la «autoconciencia». Todo el Universo está compuesto de mónadas, las cuales han sido equiparadas por analogía con los átomos, elementos de la materia descubiertos por Demócrito, pero no es exactamente lo mismo. Pues éste internamente posee otros ingredientes o elementos descomponibles que son el electrón, el neutrón y el mesón. Cada mónada como dijimos antes es independiente de las otras, están cerradas, por eso se dice que no tienen «ventanas». Pero al mismo tiempo surge la pregunta que si la mónada no tiene ventanas se podría suponer que tal vez podría haber una puerta. La interpretación lógica es que no hay ninguna abertura, ni puertas ni ventanas. De ahí que resulta pertinente no sólo como metáfora sino formalmente afirmar que la Argentina es una mónada similar a la caverna del mito de Platón que conduce al laberinto del Minotauro, lugar también oscuro e imposible de hallar la salida. El siguiente ejemplo nos permitirá aproximarnos un poco más al concepto. Supongamos que un albañil construye una casa y desde su interior cierra toda salida al exterior, y espera unos días que los materiales endurezcan lo suficiente. Ese encerramiento o aislamiento es similar al de las mónadas. Pero mucho mejor y más adecuado es el ejemplo de la caverna que comunica con el laberinto a través de un túnel o corredor, una situación dramática que se ajusta al caso de la Argentina. Y esto es así ya que, como dijimos en la nota anterior, no basta romper las cadenas (el esclavo de la caverna de Platón) y tener la brújula y el mapa para encontrar el camino a la salida del túnel, pues es necesario contar también con la antorcha -la linterna del minero- y el hilo de Ariadna, que son la verdad, la fe en ella, la benevolencia y la armonía como principios generales, de los cuales desgraciadamente carece colectiva y mancomunadamente la sociedad argentina, que hace 80 años que está a oscuras, aturdida, anonadada, confundida, amedrentada por un partido mayoritario que se cree dueño del Estado cuyos adeptos y militantes le llaman movimiento, pero es todo lo contrario, antes bien es un dolmen clavado en la tierra, como los gigantes de piedra de la isla de Pascua (los moai). Y sólo mediante la fuerza interior o tendencia -que no sea un conato- que Leibniz le llama «apetición» (de apetecer, desear, aspirar) permite pasar de la oscuridad al siguiente estadio, etapa o ambiente donde haya luz. Ese esfuerzo en busca de más luz es una aproximación o acercamiento a la verdad, cada vez más nítidamente. La mónada es entonces un hombre que como individuo o colectividad que es una unidad dentro de la multiplicidad, un microcosmos que es un espejo del macrocosmos, un universo dentro de un universo mayor, como la gota de agua respecto del mar. Y como ya dijimos, la «mónada de las mónadas» -monas monadum- es el Ser Supremo: Dios, que comunica y atrae a las mónadas inferiores. Esto mismo es lo que queríamos expresar en nuestra nota del viernes pasado. Si en este intento de aclarar y simplificar la misma no he logrado tal propósito, brindo mis disculpas al lector por la imperfección que lleva, de suyo, toda obra intelectual, sobre todo, la hermenéutica o interpretación de la doctrina leibniziana. Mi intención sólo ha sido aportar un granito de arena ya que es tan difícil la transmisión de una idea de un cerebro a otro y ponerse de acuerdo, tratar de asentar el significado real de un concepto que desmenuzado tal vez se comprenda un poco más su grandiosa complejidad. Réspice finem, gustaba de decir Leibniz: el fin aquí, no es en modo alguno constituir una axiomática sino mostrar una mirada diferente -con un toque filosófico-ontológico- sobre la acuciante realidad que hoy nos toca vivir a los argentinos en esta «selva selvaggia» (bosque salvaje) donde el obstáculo número uno para la búsqueda de la luz consiste en la soberbia y el deseo de algunos individuos de arbitrar el poder sin la autoridad moral que requiere gobernar una república que no sea una seudo democracia, un simulacro de legalidad del Estado de derecho.

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