Por Mauricio Ortín.-

Aun cuando, que yo sepa, nadie haya hecho el cálculo, estoy convencido de que la Argentina ostenta el índice más alto del mundo per cápita de reparticiones y empleados públicos de derechos humanos. La nación, las provincias y los municipios capitalinos e importantes cuentan, cada uno, con su propia “oficina de derechos humanos” y el necesario presupuesto. Una mochila muy pesada como para no tener en cuenta si el sacrificio vale la pena o es excesivo. Lo que nos lleva a examinar directamente, más que las intenciones, las actitudes y los resultados de la política pública argentina sobre los derechos humanos. Puestos en tarea, lo que inmediatamente salta a la vista es que, por lejos, la principal actividad a la que está abocada es, por un lado, la persecución de los militares y policías que actuaron en la guerra contra el terrorismo y, por el otro, la vindicación y reparación económica del bando contrario de los subversivos que se alzaron contra el Estado argentino. Un costoso aparato dirigido a continuar la guerra de hace cuarenta años por otros y muy poco a ocuparse de cuestiones que urgen en el presente. Que se haga con la complicidad del Poder Judicial sólo agrava la calificación del despropósito. No es menor el hecho de que los principales cargos hayan sido ocupados por personas que tienen una visión contaminada por el dolor, la venganza o la ideología (familiares de terroristas desaparecidos, ex terroristas, perseguidos por el gobierno militar, etcétera). Haber sufrido cárcel, exilio, o tortura por pertenecer al ERP o a Montoneros, las bandas que pretendían llegar al poder violando los derechos de los que se interponían en su camino no extiende de suyo el título de idóneo en derechos humanos. Ni Luis Duhalde ni Rodolfo Mattarollo, dos conspicuos terroristas de los ’70 que ocuparon cargos de la Secretaría en cuestión, expresaron acto de arrepentimiento alguno. Es posible concluir, entonces, que la concepción subversiva setentista ejecutada al pie de la letra, respecto de que había que eliminar a los empresarios y a las FF.AA., sigue aún vigente en ellos. Así las cosas, a nadie debería extrañar que la Secretaría de Derechos Humanos, en lugar de la piadosa tarea de velar por los derechos humanos de todos, se presente como querellante solamente contra algunos. Una cosa es denunciar y otra es querellar. ¿A quién acude un individuo que entiende que el Estado, a través de la Secretaría de Derechos Humanos, le viola esos mismos derechos? ¿Y qué cobertura le brinda dicha Secretaría a este individuo que la acusa? Procedente sería, tal vez, querellar al Estado que viola en el presente los derechos humanos el doble y contradictorio rol de querellar y asistir al imputado de lesa humanidad no resiste el menor análisis teórico y, lo que es más grave, los hechos corroboran que se trata de absurdo que oculta el avasallamiento del individuo por parte del Estado. Por ejemplo, es claro cómo, cuándo, dónde y quiénes, desde la Secretaría, se ocupan de perseguir a los acusados de lesa humanidad; no así, en cambio, cómo, cuándo, dónde y quiénes, desde la Secretaría, se los asiste en los cientos de denuncias por violación de los derechos humanos que estos cometen. Una legión de letrados y psicólogos, entre otros, remunerados por el Estado y distribuidos en todo el país con la función perseguir. A los perseguidos, ni agua. Peor todavía, los alegatos de los que representantes de la Secretaría en los juicios tienen el cruel objetivo común de solicitar condenas sin pruebas y prisión efectiva en cárcel a los condenados mayores de setenta años. No hay un solo Secretario de Derechos Humanos de la Nación, de las provincias o de los Municipios que haya usado un minuto de su gestión en visitar a los presos de lesa humanidad, denunciado prisiones preventivas ilegales y protestadas por la violación del principio de legalidad. Por otro lado, ¿cómo se explica que a pesar de que el Estatuto de Roma incontrovertiblemente así las tipifica, la Secretaría no denunció un solo caso de las miles de violaciones de derechos humanos perpetradas por las bandas subversivas? Para la Secretaría, el que Horacio Verbitsky haya puesto una bomba que asesinó veintitrés personas no constituye un desmérito sobre su más importante asesor de la última década y, menos aún, para querellarlo por crimen de lesa humanidad. Blaquier, Levin, Alemann y otros, aunque no estén acusados de crímenes equivalentes a los del “Perro”, la Secretaria los tilda de genocidas.

En pleno aniquilamiento de la oposición rusa por parte del gobierno bolchevique un revolucionario escandalizado por el terror desplegado, dijo a Lenin:

-¿Por qué nos molestamos en tener una Comisaría de Justicia? ¡Llamémosla la Comisaría para el Exterminio Social y que actúe de esa manera!

Lenín contestó: ¡Bien dicho, así es como debería llamarse, pero no podemos decirlo!

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