Por Luis Américo Illuminati.-

«La pampa tiene el ombú, el cielo las nubes que descienden con su manto de niebla, y mi corazón tiene sus raíces clavadas en esta tierra bendita» (Bitácora de un paisano del gaucho Martín Fierro)

En 1925 Borges se lamentaba frente al inevitable ocaso de la cultura gaucha y de la identidad criolla argentina diciendo: «En el poema de Hernández y en las telúricas narraciones de Guillermo Hudson (escritas en inglés, pero más nuestras que una pena) están los actos iniciales de la tragedia criolla». Guillermo Enrique Hudson (1841-1922) escribió un cuento titulado «El Ombú» que indudablemente es una metáfora telúrica en donde el ombú es un símbolo -igual que el poema de José Hernández Martín Fierro y Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes- del gaucho, solitario como una isla en medio de un océano de tierra. Un mar purpúreo que se pierde en la lejanía. Y la casa -la tradición y las costumbres autóctonas- casi pegada al ombú un día se derrumba ya que la sombra del ombú -que relumbra como un fuego blanco- trajo la aflicción y la desgracia y ahora son antiguas ruinas. Así como Grecia tiene el Partenón cuyas columnas y cimientos atestiguan un ethos y un orden admirables, también la Argentina tiene restos de vestigios gloriosos. El Cabildo histórico de Buenos Aires -lugar donde comenzó el sueño de la libertad- los museos militares y los monolitos y mojones donde tuvieron lugar las grandes batallas de la Independencia. Después vinieron las de Caseros, Cepeda y Pavón. Ni más ni menos que la tragedia de la patria gaucha, la patria criolla, que Borges evocaba en su ensayo «El tamaño de mi esperanza» (1926), donde expresaba: «A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos deveras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza».

Parafraseando a Borges, digamos que el tamaño de la esperanza -la de todos- por pequeña que sea, crece como un grano de mostaza que un día es un gigante verde clavado a la tierra y bajo cuya sombra los hombres y las aves se refugian del inclemente calor del verano. Conste para mí que lo venidero nunca llega ni tarde ni pronto, el pasado se esfumó como la melancólica luz de la tarde y el presente que es un soñar despierto: es un estado intermedio entre el cielo y la tierra. El gaucho hoy es un mito y una leyenda. No tiene herederos. El ser nacional hoy es un espectro de lo que fue en el pasado. La identidad argentina lamentablemente ha sido adulterada. El fútbol es tal vez el sucedáneo que aglutina a las masas, hoy los «héroes» corren detrás de una pelota. Los hinchas sienten un orgullo y una pasión que los lleva al frenesí y es lo que le permite al hombre común desahogarse de tanta frustración, de tanta tristeza, de tanta desilusión y procrastinación de los ideales de progreso, paz y felicidad cuyas metas serán inalcanzables mientras el odio a la verdad subsista. «La pampa tiene el ombú y el ombú tiene la pampa, un faro que brilla de noche y da su sombra de día» (Bitácora de…»)

«El Ombú» (resumido)

Esta historia, de una casa que existió en otro tiempo, me la contó a la sombra, un día de verano, Nicandro, aquel viejo a quien a todos nos agradaba escuchar, pues recordaba, y podía relatar correctamente, la vida de cada persona que había conocido en su pago, cerca de la laguna de Chascomús, en la pampa, al sur de Buenos Aires. Empieza así Nicandro su historia. En toito este partido, aunque usté vaya siete leguas pacá y payá, no encontrará un árbol tan grande como este ombú, creciendo solo ande no hay una casa; por eso es que todo el mundo lo conoce como el ombú, como si hubiera uno solo; y el nombre d’esta estancia, aura, sin dueño y arruinada, se llama El Ombú. De una de las ramas más altas, si usté puede encaramarse, verá, a unas veinticinco cuadras de aquí, la laguna de Chascomús, de un lao al otro, y el pueblo en su orilla. […] Ese árbol crecía cerca de la casa; de ésta sólo quedan los cimientos. Cuando ando con mis ovejas en el verano, me vengo pacá a sentarme a la sombra. […] Dicen que los que se sientan mucho a su sombra, se güelven locos igual que bajo una higuera. Tal vez, señor, los güesos de mi mollera sean más duros que la de los otros hombres, pues me he acostumbrao a sentarme aquí toita mi vida, y aunque ya estoy viejo, entuavía no he perdido el mate. La mala suerte le vino por fin a la casa; la aflición entró por la puerta y por fin se derrumba. […] A veces, a medianoche, se ve desde lejos toito el árbol, desde las raíces hasta las últimas hojas relumbrando como un fuego blanco».

Share