Por Elena Valero Narváez.-

Los argentinos tenemos un problema difícil de afrontar: la cultura estatista. Si en el siglo XIX la corriente ideológica dominante fue el liberalismo y, por lo tanto, se gobernó con una concepción de la vida que permitía la búsqueda de una experiencia personal basada en la libre elección, y por ello, en la responsabilidad personal ante las decisiones conscientes y deliberadas de cada uno, desde 1930 en adelante, viramos hacia otro rumbo que dejó de considerar la supremacía del individuo en la sociedad. Ello nos ha limitado el camino hacia un progreso duradero y sustentable.

El gremialismo asumió las funciones políticas del partido peronista, mostrando la tónica fuertemente corporativista de la sociedad argentina, producto de la debilidad del sistema político que se mostró incapaz de imponerse, con éxito, ante los reclamos de empresarios, trabajadores, intelectuales, el ejército, incluida la Iglesia.

Un ejemplo paradigmático es el gobierno del Dr. Illia, el cual, por un lado, fue hostigado por la CGT y los sindicatos peronistas, aunque la democracia era respetada en todos los planos, y por otro, el estatismo estuvo firmemente consolidado y considerado positivo por el entorno radical. Por esos años comenzó a actuar el terrorismo. Actualmente, en el sur del país, los ataques a la propiedad privada de grupos guerrilleros, que no respetan el marco normativo común, ante la terrible experiencia pasada, debiera preocuparnos más.

Hoy, como entonces, después de 12 años de gobierno kirchnerista, tenemos un gobierno democrático y buena parte del movimiento obrero, empresarios, oposición, intelectualidad de izquierda y derecha, pretenden que la democracia, rápidamente, resuelva todos los problemas, que heredamos, en un santiamén.

La creencia en que la democracia nos provee de un mundo feliz está arraigada en la Argentina, al punto de que el ex presidente Raúl Alfonsín, creía que hasta nos podía dar de comer. Esta creencia errónea se basa en que hemos aprendido no solo de la corriente peronista sino también de la radical, de nacionalistas, fascistas y socialistas, que el Estado Benefactor, a través de la práctica de un corporativismo populista, nos puede proveer de respuesta a todas nuestras necesidades.

Es así como le cuesta gobierno del presidente Macri, salir de esa cultura estatista que lo marea, entorpece, y no le permite tomar decisiones correctas, más rápidamente. Como entonces, el sindicalismo, más allá de conseguir reivindicaciones para los trabajadores, sin las cuales no tendría apoyo, continúa siendo, fundamentalmente, político. Sus dirigentes se erigieron en los intermediarios de la masa peronista sobre la base de una gran independencia estimulada por todos los gobiernos que procuran tener un compromiso político con los principales líderes sindicales para lograr algo de consenso. Es casi imposible no acceder a sus, a menudo, utópicas demandas.

La cultura estatista, sigue enquistada en la sociedad. No se abandona la intervención del Estado en la actividad económica general, tanto porque asume la condición de empresario manteniendo empresas, o reservándose, parcialmente, determinadas áreas económicas. También regulando, muy de cerca, el proceso económico a través de medios como el de la política bancaria, la política de precios, las inversiones públicas y las leyes de control referidas al uso de la propiedad.

Se afectan, de este modo, los mecanismos autoreguladores del mercado creando privilegios para las corporaciones que pueden presionar al Gobierno y que intentan en el plano político sacarle sus funciones a los partidos, aprovechando su debilidad. Ello ha traído, en el pasado, graves consecuencias para la economía y la democracia. No se debiera olvidar.

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