Por Hernán Andrés Kruse.-

La Cumbre de la CELAC que se desarrolló esta semana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires puso al descubierto una profunda grieta ideológica cuyos principales emblemas fueron los presidentes de Argentina y Uruguay. El tema de la discordia fue el tipo de régimen político que impera en Cuba, Nicaragua y Venezuela. Para Lacalle Pou la cuestión es muy clara: dichos países están gobernados por dictadores. En Venezuela, Nicaragua y Cuba no existe la libertad de expresión, se persigue a los disidentes y la represión es una cuestión de estado. En la vereda de enfrente se encuentra Alberto Fernández. Para el presidente argentino en dichos países hay democracia porque sus gobernantes fueron elegidos por el pueblo. Ambos mandatarios pusieron sobre la mesa un tema central de la ciencia política de todos los tiempos: la legitimidad política. ¿Cuándo un gobernante es legítimo? Para Alberto Fernández es legítimo cuando es elegido en el cuarto oscuro, es decir cuando goza de legitimidad de origen. Para Lacalle Pou la legitimidad de origen no alcanza para tildar de democrático a un gobernante. Necesita contar con legitimidad de ejercicio. Si un gobernante, luego de acceder al poder democráticamente, conculca los derechos individuales ¿merece ser considerado un demócrata? Para Lacalle Pou, no. Para Alberto Fernández, sí.

Un gobernante es realmente democrático cuando su origen es democrático y cuando la manera en que ejerce el poder también lo es. Esta afirmación no constituye ninguna novedad. Basta con releer las memorables páginas que le dedica Esteban Echeverría al tema. Escribió el autor del Dogma Socialista:

“La igualdad y la libertad son los dos ejes centrales, o más bien, los dos polos del mundo de la democracia. La democracia parte de un hecho necesario, es decir, la igualdad de clases, y marcha con paso firme hacia la conquista del reino de la libertad más amplia, de la libertad individual, civil y política. La democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia misma de todos los gobiernos republicanos, o instituidos por todos para el bien de la comunidad o de la asociación. La democracia es el régimen de la libertad fundado sobre la igualdad de clases (…).

La democracia es el gobierno de las mayorías o el consentimiento uniforme de la razón de todos, obrando para la creación de la ley y para decidir soberanamente sobre todo aquello que interesa a la asociación. Ese consentimiento general y uniforme constituye la soberanía del pueblo. La soberanía del pueblo es ilimitada en todo lo que pertenece a la sociedad, en la política, en la filosofía, en la religión; pero el pueblo no es soberano de lo que toca al individuo, de su conciencia, de su propiedad, de su vida y su libertad (…) El fin de la asociación es organizar la democracia y asegurar a todos y cada uno de los miembros asociados la más amplia y libre fruición de sus derechos naturales; el más amplio y libre ejercicio de sus facultades. Luego el pueblo soberano o la mayoría no puede violar esos derechos individuales, coartar el ejercicio de esas facultades, que son a un tiempo el origen, el vínculo, la condición y el fin de la asociación (…) El derecho de la asociación está por consiguiente circunscripto en la órbita de los derechos individuales. El soberano, el pueblo, la mayoría, dictan la ley social y positiva con el objeto de afianzar y sancionar la ley primitiva, la ley natural del individuo (…).

La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad es ciega, caprichosa, irracional; la voluntad quiere, la razón examina, pesa y se decide. De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social (…) La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las masas ni de las mayorías; es el régimen de la razón. La soberanía es el acto más grande y solemne de la razón de un pueblo libre. ¿Cómo podrán concurrir a este acto los que no conocen su importancia? ¿Los que por su falta de luces son incapaces de discernir el bien del mal en materia de negocios públicos? ¿Los que, como ignorantes que son de lo que podría convenir, no tienen opinión propia y están por consiguiente expuestos a ceder a las sugestiones de los mal intencionados? ¿Los que por su voto imprudente podrían comprometer la libertad de la patria y la existencia de la sociedad? ¿Cómo podrá, digo, ver el ciego, caminar el tullido, articular el mudo, es decir, concurrir a los actos soberanos el que no tiene capacidad ni independencia?”

Para Echeverría la mayoría que queda constituida tras el acto electoral lejos está de ser ilimitada. El dique de contención lo constituyen los derechos y garantías individuales consagrados en un texto constitucional que es supremo. Por más amplio que haya sido el triunfo obtenido por el candidato en las urnas, una vez que asume el poder no puede atentar contra esos derechos y esas garantías. Es la clásica doctrina del gobierno de la ley. La otra doctrina consagra el imperio de la voluntad del gobernante. El triunfo obtenido en las urnas lo autoriza a ejercer el poder de manera arbitraria, por encima de la constitución. Cuando ello sucede se está en presencia de una autocracia popular. Es lo que sucede en Cuba, Nicaragua y Venezuela. Y la autocracia popular es la antítesis de la democracia liberal.

Anexo

El pensamiento y la acción de Néstor Kirchner

El 19 de junio de 2003 Néstor Kirchner pronunció un discurso de una enorme relevancia institucional. El tema centra era, nada más y nada menos, que la designación de los jueces y la necesidad de efectuar cambios profundos en esta materia. Kirchner comenzó su discurso enfatizando la necesidad imperiosa de reconciliar las instituciones y la sociedad. Consciente de la vigencia del “que se vayan todos”, el santacruceño estaba convencido de que si no se mejoraba la calidad institucional, sería muy difícil que el pueblo recuperara la confianza en las instituciones vertebrales de la democracia: la presidencia, el parlamento y la Justicia.

Kirchner consideraba esencial mejorar la calidad de la Justicia. Nadie creía en los jueces. Nadie creía en la corte Suprema. ¿Cuál era el diagnóstico del presidente? Pensaba que la designación de los jueces no podía seguir quedando en las manos del presidente de la nación, tal como reza el artículo 99 inciso 4 de la Constitución Nacional. Demasiada responsabilidad para un solo hombre, aunque se trate del presidente. El resultado no podía ser otro que la politización del Poder Judicial. “Desde que el entonces presidente, general don Bartolomé Mitre, dejó instalada la primer Corte Suprema de Justicia de la Nación, la totalidad de los presidentes ejercieron esa facultad de modo personal. Con razón se ha dicho que ninguno de ellos se sustrajo a la necesidad de colocar en ella a jueces identificados con cu credo político”.

Todos los presidentes tuvieron la necesidad de contar con una Corte Suprema adicta, adecuada a sus intereses políticos. El problema se agudizó cuando comenzó el grave proceso de inestabilidad política a partir del golpe de estado cívico-militar de septiembre de 1930. “A mediados de la centuria pasada se agregó la circunstancia de que cada cambio institucional de facto y los consiguientes gobiernos de derecho que les sustituyeron modelaron a su manera sus Cortes Supremas de Justicia, sumando a aquellas facultades constitucionales la circunstancia de producir la renovación íntegra de sus miembros”. La Corte Suprema se transformó en un apéndice del circunstancial ocupante del Poder Ejecutivo. La inestabilidad del Poder Ejecutivo se trasladó al Poder Judicial. La Corte Suprema de tal o cual presidente. De esa forma, lenta pero inexorablemente, la imagen positiva del máximo tribunal de garantías constitucionales comenzó a languidecer hasta esfumarse por completo. “Es verificable que en cualquier punto de nuestra historia la corte ha servido de elemento de apoyo político para el presidente de turno, de modo que se ha sostenido que en la mayoría de los casos, aquí y en otras latitudes, los jueces de la Corte se han mantenido leales a quien los designó. Seguramente la suma de esas prácticas y aquellas interrupciones constantes de la vida institucional tienen mucho que ver con el estado de la percepción ciudadana respecto de la Corte”.

Modificar el proceso de selección de los nuevos miembros del máximo tribunal de garantías constitucionales constituía para Kirchner un problema que debía ser resuelto para garantizar un incremento de la calidad institucional. El patagónico estaba convencido de que era prioritario sustituir el tradicional método de selección, concentrado en el poder decisorio del presidente de la nación, por otro método más plural, más abierto, más acorde con el espíritu republicano consagrado por la Constitución. El país necesitaba una nueva Corte, que no significaba una Corte adicta. ¿Cuál era el mecanismo de selección de los nuevos jueces que Kirchner tenía en mente? “Queremos adoptar un mecanismo de selección que en su ejercicio, por su transparencia y la participación del ciudadano, de la sociedad, produzca un crecimiento cierto de la calidad institucional para impactar positivamente en la credibilidad de la institución a la que el magistrado deberá incorporarse. Queremos que en la misma medida en que disminuya el arbitrio presidencial crezcan los derechos de los ciudadanos. Es que queremos motorizar la ayuda de la sociedad para mejorar, no para errar, para dar ejemplo de cómo se puede cambiar el futuro con el compromiso de todos”. Se trataba, remarcó Kirchner, del primer paso de un largo camino que el país inexorablemente debería recorrer si pretendía salir del estancamiento institucional. El método propuesto debería culminar en la selección de los juristas que mejor interpretaran el anhelo de cambio sentido por la inmensa mayoría del pueblo. Este nuevo proceso de selección debería instrumentarse cada vez que se produjera una vacante en la Corte para garantizar que quien lo ocupe reuniera las condiciones éticas e intelectuales necesarias para estar a la altura de los nuevos tiempos.

El nuevo método de selección de los jueces fue descripto por Kirchner de la siguiente manera:

“(…) en un plazo máximo de treinta días de producida una vacante, se publicará en el Boletín Oficial y en dos diarios de circulación nacional durante tres días y en forma simultánea en la página de Internet del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, el nombre y los antecedentes curriculares de la o las personas que se decida poner a consideración para la cobertura del cargo. Los propuestos deberán cumplimentar la declaración que exige la Ley de Ética de la Función Pública y otra en la que tendrán el deber de expresar datos que permitan evaluar cualquier tipo de compromiso que pueda afectar la imparcialidad de su criterio, así como la probable existencia de incompatibilidades y conflictos de intereses. En un plazo posterior de quince días, los ciudadanos en general, las organizaciones no gubernamentales, los colegios y las asociaciones profesionales, las entidades académicas y de derechos humanos, podrán por escrito y de modo fundado y documentado presentar sus posturas, observaciones o datos que consideren de interés (…) Luego de un plazo que no podrá superar otros quince días, y haciendo mérito de las razones que abonen la decisión tomada, si esta es positiva, se elevará con los actuados, el nombramiento respectivo al Honorable Senado de la Nación”. He aquí la manera, simple y práctica, elucubrada por Kirchner para garantizar la mejora en la calidad institucional, sin la cual resulta inviable la vigencia de una genuina democracia.

El sábado 27 se cumplen dos años del pronto fallecimiento de Néstor Kirchner. Tenía sesenta años y mucho camino por recorrer. Como bien lo definió su adversario De Narváez, el patagónico fue un auténtico animal político. Accedió a la presidencia casi de casualidad. Sólo contaba con el respaldo del 22% del electorado. Sin embargo, estaba convencido de que si no apretaba a fondo el pie en el acelerador, la crisis se lo iba a llevar puesto. Por eso fue que apenas se sentó en el sillón de Rivadavia comenzó a gobernar con energía, con convicción. No esperó un segundo para comenzar a ejercer el poder de la única manera que cabe en la Argentina: sin pedir ni dar tregua. Su arremetida contra la justicia menemista y su proyecto de selección de los nuevos jueces no hacen más que demostrar su manera de concebir la política. Para Kirchner la política implicaba el ejercicio del poder basado en la sentencia “retroceder nunca, rendirse jamás”. El patagónico interpretó como pocos cómo se debe gobernar en nuestro país: doblando siempre la apuesta. En ese sentido, Kirchner no engañó a nadie. Embistió como un toro. Muchas veces ganó; otras, no. Pero nunca se dio por vencido. Transpiró la camiseta, como se dice popularmente. Tanto la transpiró que finalmente su corazón cedió para siempre. Había latido demasiado.

(*) Publicado en Redacción Popular el 27/10/012.

(**) Fuente: Cuadernos de la militancia: Discursos del presidente Néstor Kirchner 2003/07, ed. Punto Crítico, Bs. As., 2011.

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