Por Hernán Andrés Kruse.-

En 2016 el mundo se conmocionó con la divulgación de los Panamá Papers, una serie de documentos que probaban la existencia de numerosas cuentas offshore en paraísos fiscales. Lo más notorio fue que varias de esas cuentas estaban a nombre de presidentes y primeros ministros. Uno de ellos era Sigmundur Gunnlaugsson, primer ministro de Islandia. No renunció avergonzado por ser un corrupto sino porque el pueblo islandés lo obligó a hacerlo. En efecto, miles de islandeses invadieron las calles de la capital de ese país nórdico, Reykjavik, exigiendo la dimisión de Gunnlaugsson, la que finalmente tuvo lugar en abril de ese año. Lo que sucedió en Islandia mereció el aplauso de la opinión pública mundial que premió la dignidad de una sociedad que se negó a tener como primer ministro a un delincuente de guante blanco, que no toleró que la corrupción se enquistara en las altas esferas del poder.

El ejemplo de Islandia puso una vez más sobre el tapete un tema central de la ciencia política: la vinculación entre la política y la ética. Nicolás Maquiavelo fue el abanderado de la idea del amoralismo político. La política y la ética, sentenció, discurren por senderos que no se tocan. En la vereda de enfrente se encuentra, entre tantos otros, San Agustín quien dijo que de no haber justicia los reinos no serían más que grandes latrocinios. El pueblo islandés se inscribe dentro de la tradición aristotélico-agustiniana. Hay otros pueblos que no le dan importancia a que la ética debiera regir en los asuntos de estado. Consideran que lo único que importa es que los gobernantes hagan cosas, tomen decisiones supuestamente en beneficio del pueblo, aunque sean corruptos y venales. Nosotros somos un pueblo de esta índole.

En mayo de 1995 optamos por la reelección de Carlos Menem. Sabíamos perfectamente que el proceso de privatizaciones de las empresas públicas no había sido otra cosa que un fenomenal saqueo de las arcas estatales, un robo a gran escala de nuestro patrimonio. Sin embargo, lo volvimos a elegir porque la convertibilidad estaba garantizando la tan ansiada estabilidad monetaria. En 1999 elegimos la fórmula De la Rúa-Alvarez, que había prometido continuar con la convertibilidad y moralizar la política. En diciembre de 2001 los sectores medios furiosos por la confiscación de sus ahorros obligaron a De la Rúa a renunciar. Atrás había quedado sepultado el escándalo de la Banelco denunciado por el senador Cafiero y la renuncia de Alvarez. Pero el pueblo no se movilizó por este escándalo sino porque le tocaron el bolsillo. A comienzos de 2007 Néstor Kirchner designó a su esposa, Cristina Fernández, como su sucesora en la presidencia. Fue una decisión propia de un monarca y no de un presidente republicano. Sin embargo, la relativa bonanza que existía en 2007 le permitió a Cristina ganar cómodamente la elección.

En 2011 Cristina fue reelecta por la inmensa mayoría del pueblo pese a que los medios machacaban todo el tiempo con la corrupción enquistada en la obra pública. Sin embargo, la economía pudo más que la ética. En 2015 Mauricio Macri le ganó a Daniel Scioli. En ese momento había calado hondo en los sectores medios aquello de que Cristina se había robado todo. Pero lo que determinó el triunfo de Macri fue principalmente la cuestión económica y el hecho de que Cristina no era la candidata. En 2019 el bolsillo impone nuevamente sus condiciones. Alberto Fernández será presidente por una simple y contundente razón: la plata no alcanza. El hecho de que Macri figure en los Panamá Papers y que los dólares del FMI se esfumaran como por arte de magia, no son factores determinantes del voto.

Somos, qué duda cabe, muy diferentes de los islandeses. Toleramos la corrupción, la naturalizamos, la consideramos “normal”. Toleramos la corrupción menemista, luego la kirchnerista y ahora la macrista. Pareciera que no nos diéramos cuenta de algo fundamental: la corrupción atenta contra nuestro nivel de vida y que los millones de dólares que se roban serían suficientes para resolver los graves problemas que aquejan a la educación y la salud, por ejemplo. Como bien dijo Carlos Nino en 1992 somos un país que vive al margen de la ley. Vivimos en un estado de anomia permanente. Las leyes significan poco y nada. La impunidad es total debido al accionar espurio de jueces venales. Los legisladores nacionales sesionan dos o tres veces en el año e igual cobran sus suculentos sueldos. La democracia sólo existe el día de la votación. La única libertad vigente es la de empresa.

La corrupción es un cáncer que socava nuestras defensas lenta pero inexorablemente. Cada presidente que elegimos promete el paraíso y luego nos toma el pelo descaradamente. Ello es así porque sabe que somos incapaces de rebelarnos ante la injusticia y el robo institucional. Sabe que puede moverse con total y absoluta impunidad porque los jueces están de su lado. Sabe que nunca seremos como los islandeses.

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