Por Luis Alejandro Rizzi.-

Vivir la vida debe ser el más difícil de los oficios, por lo menos en estos tiempos que nos toca vivir algo desarmados.

Hasta hace unos años, la “familia” -padre, madre, hijos- era la institución por excelencia de la sociedad. La “familia” tenía un significado. Su primera acepción decía que es “un grupo de personas vinculadas por relaciones de matrimonio, parentesco, convivencia o afinidad”.

La familia eran grupos de familias que se integraban, había una relación entre abuelos hijos y nietos, tíos y sobrinos y entre primos.

Visitar a tíos y abuelos era una «fiesta».

Había una jerarquía, la vejez, prematura en esos años, se era viejo a los 50 y pico, pero se los respetaba y aprendíamos de sus experiencias, signadas en general por una forma de vida -también existían sus hipocresías- pero existía, insisto, el respeto, existía la autoridad de los padres y se obedecía.

Lo diría más simplemente: se nos enseñaba la diferencia entre el bien y el mal, por supuesto con errores y las propias limitaciones, pero sabíamos distinguir lo bueno de lo malo, y no en un sentido utilitario.

A los seis años aparecía la figura del “maestro”, que nos empezaba a formar en los “saberes” de la vida, el enseñar y aprender, generaba movilidad social ascendente, y un respeto y admiración por los mejores compañeros.

Siempre existía el “atorrante”, que paradojalmente nos daba el toque de realidad y el sentido de la travesura que hoy se desfiguró en lo que llamamos elogiosamente “disrupción”.

La travesura era una “maldad intrascendente o inocente» y sabíamos que era una “infracción” que merecía un reproche.

La “disrupción” es una ruptura, diría del “bien”, es una ruptura de los “valores” de la vida y hemos llegado a la peligrosa zona del “yermo cultural”, que no es más que lo que se llama cultura “líquida, posmoderna y sofistica”, es decir lo opuesto a la “cultura”.

El concepto de “familia” hoy es más virtual que real, los aparatitos-celulares-tablet- sustituyen a los padres, la IA a la educación, nos sumerge en ese mundo aséptico de la virtualidad.

Aparecen los “amigos virtuales”, que sustituyen el diálogo familiar, y los “maestros virtuales”, que nos forman en un “existencialismo” de saldos en los que la autopercepción, sin referencias de patrón alguno, se convierte en “normalidad”. Diría “la normalidad soy yo”, eliminamos lo “anormal”, que son las diferencias que convertimos en “discriminación maldita”, que no es más que un modo de excluir y descalificar.

Con el epíteto y el “significante” sustituimos el valor del “juicio crítico”. No sabemos ni queremos pensar.

Si todo esto nos viene ocurriendo es porque ha fracasado, en el mundo o en nuestro mundo -OCCIDENTE- la educación, nos hemos mal educado y hoy llegamos al extremo que, como explicó Mariano Narodowsky, no hay adultos, yo diría, no hay padres.

Resumo: no sabemos decir “NO” y menos mandar.

La educación se convirtió en un comercio, perdió su misión que es la de «trasmitir cultura”, como lo explicó Ortega en “Misión de la Universidad”, en sus notas en «La Nación» allá por 1920 y pico, en «España Invertebrada» y en «La Rebelión de las masas» y en un memorable capítulo del libro de Laín Entralgo, “La espera y la esperanza”, en que desarrolla las ideas de Ortega al respecto.

El sistema educativo se limitó a trasmitir conocimientos y habilidades, a formar “buenos profesionales” y hoy la “cultura” quedó en manos de los “sabios brutos”, incluidos los “educadores”.

En Argentina, el gremialismo docente es fiel reflejo de su calidad.

El sistema de educación no fracasó por malas políticas; fracasó en sí mismo, no nos supo educar, apenas fue informativo, de ese modo los medios se convierten en armas peligrosas, como está pasando con la IA.

Nuestro presente se hace más difícil porque estamos culturalmente desarmados, vivimos en una selva impenetrable o en un infierno confortable, no existen los opuestos.

Somos el fruto de la educación recibida en los últimos cien años, no supimos educar para el progreso, “educamos” para usufructuarlo”.

Tengo la suerte de haber tenido maestros de la vida, no los nombro, es suficiente con que los recuerde y lo resumiré en dos nombres: Conrado Eggers Lan, mi profesor de filosofía en sexto año del Colegio Nacional de Buenos Aires, y las charlas que solíamos tener en un bar de Once, antes que tomara el tren para viajar hasta Merlo, donde residía.

Y años antes, a mi maestro de quinto grado, el Señor Rodríguez, que me enseñó mucho más que aprender a sumar y restar.

Obvio usaré la IA, pero no me va a condicionar.

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