Por Elena Valero Narváez.-

“Se nos dice que los pueblos no están en estado de usar de instituciones tan perfectas. Si hubiésemos de juzgar por ciertos hechos de la República Argentina diríamos que esos pueblos no están preparados sino para degollar, robar, haraganear, desbastar y destruir.” Domingo F. Sarmiento.

Se aproximan las elecciones y el panorama sigue provocando incertidumbre. La sola idea de que en el Congreso se fortalezca una oposición anti república democrática y llegue al Ejecutivo Cristina Kirchner, o alguno de sus adláteres, preocupa.

Tiene explicación, aunque muchos no lo entiendan, que haya un sector importante en el país que pretenda volver a lo anterior, a un presidente con pretensiones de monarca. Nos gusta creer en brujas, desde aceptar religiones que nos aseguran que no moriremos, hasta filosofías políticas que nos aseguran una sociedad maravillosa. Este fenómeno es universal, sucede en el mundo entero, como podemos observarlo, diariamente, a través de las noticias. Por ser así sufrimos regímenes totalitarios o autoritarios, aplaudidos hasta por premios Nobeles. Basta recordar las visitas que recibió la Unión Soviética de reconocidos intelectuales, ciegos a la muerte de miles de personas en los campos de concentración soviéticos.

En Argentina hay mucha gente fatigada, que pretende -es humano- que sus decisiones sean tomadas por alguien más fuerte que comparta sus intereses y que sea más sabio que ellos mismos. Desean, por encima de todo, ser liberados de todo miedo y el mayor de ellos, es el miedo a la libertad. La mayoría la desecha porque implica asumir la responsabilidad de nuestras vidas, implica enfrentarse a decisiones difíciles y sufrir sus posibles malas consecuencias. Hay algo infantil en el ser humano que incentiva a evitar cargar el peso de los problemas sobre los hombros. Por lo general, se prefiere, en vez de libertad, la seguridad que ofrecen los pontífices de la mentira.

Así es, como muchos argentinos descreen de las ventajas de la República, votarán por políticos que ya, en campaña, dicen que no respetarán la Constitución o el poder judicial por ser instituciones obsoletas, del siglo XIX, prometiendo, en vez, la panacea, el justo reparto de la riqueza, saqueando al rico para darle al pobre, base del populismo. Pagan el precio de la libertad por la pretendida seguridad. Es un alto precio, nadie lo hace con gusto y por suerte, hay muchos que no lo pagarían ni en broma.

El amor a la patria, que con tanto descuido definen algunos políticos, es cuidar de las personas, permitir que desarrollen sus posibilidades vitales y crezcan, considerar la igualdad de la persona en su dignidad ética y otras diferencias de la vida. Es el respeto al trabajo y a la libre elección de los habitantes para ejercer el derecho al propio destino.

El hombre moderno no se satisface con lo convencional, quiere explorar nuevos territorios de la realidad, en la vida no está todo hecho, por eso vivir es todo un desafío que algunos lo evitan drogándose para evadirse, o no ocupándose, dejando las decisiones en manos de otros.

Los argentinos deberían dejar atrás la fatiga que producen las circunstancias de crisis, involucrarse para que no reviva el autoritarismo, buscar con entusiasmo las soluciones posibles, elaborando preguntas adecuadas para solucionar los problemas que les preocupan, sin esperar que venga un Mesías que lo pueda todo a gobernar, con la esperanza de que los salve de la noche a la mañana. Conviene, antes de entregar la dirección de nuestra vida a un posible tirano, repasar la historia y sus testimonios. Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Castro, Perón y tantos otros, olvidaron que la sociedad es un fenómeno espontáneo, no una organización a la que se la maneja y organiza a “piacere”, desde el Estado.

En vez de creer ciegamente en quienes gobiernan, deberían dar valor a la legitimidad que representa nuestro sistema institucional, conformado según el de la Constitución norteamericana, donde se reconoce la facultad judicial de no aceptar ninguna ley contraria a la Constitución, a la cual se deben subordinar todas las leyes. Si se cambia por motivos políticos, sin necesidad, existe la posibilidad cierta, de conmoción y cambio en las instituciones y, con ello, la del autoritarismo.

La opción Fernández-Fernández, la fórmula que delira, convendría ser desechada por quienes desean vivir en un ambiente republicano y democrático, e involucrarse explicando los riesgos que representa, para evitarlo. Decir que se gobernará sin el poder judicial es asegurar que se terminará con el intérprete y guardián de la Constitución y su supremacía.

El motivo principal de la desunión de los argentinos, para Sarmiento, fue por la “influencia que, en cada localidad, ejercen los hombres sin principios y sin virtud, que alcanzan el poder”. Creyó, por ello, que el progreso se obtendría no con políticas sino con instituciones.

Necesitamos la tranquilidad, al menos, de que el gobierno constitucional, con poderes limitados, frenos y contrapesos, no estén en juego. La fatiga de los argentinos no debiera hacer que bajaran los brazos permitiendo que los derechos individuales y la libertad sean conculcados por pretendientes a un trono.

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