Por Hernán Andrés Kruse.-

En la madrugada del 11/3 la Cámara de Diputados aprobó el acuerdo al que arribó el gobierno con el FMI para refinanciar la deuda de 45 mil millones de dólares, contraídas por Mauricio Macri en 2018. Los números son contundentes: los votos positivos fueron 200, mientras que los negativos fueron 37 y las abstenciones 15. Todo el bloque de Juntos, con la excepción de Ricardo López Murphy, apoyó el dictamen del oficialismo luego de arduas negociaciones. El bloque de izquierda votó en contra, al igual que el bloque libertario. El voto que acaparó la atención de todos fue el de Máximo Kirchner. El hijo de la vicepresidenta bajó al recinto momentos antes de la votación y no anduvo con vueltas: votó en contra del acuerdo.

Emerge en toda su magnitud la fractura expuesta del FDT. El cristinismo demostró que no quiere saber más nada con el gobierno de Alberto Fernández. Máximo Kirchner podría haberse abstenido o directamente ausentarse. No fue así. Votó en contra para demostrarle al gobierno su postura frente al acuerdo. El gobierno debe estar en estos momentos sumamente preocupado. Porque el voto “no positivo” de Máximo Kirchner refleja la postura de su madre, dueña de los votos que obtuvo el oficialismo en las elecciones de 2021. ¿Terminará haciendo Cristina la “gran Chacho Álvarez”? No creo que llegue a ese extremo por una simple razón: Alberto y Cristina se necesitan para evitar el triunfo opositor en 2023. Si Cristina abandonara el barco la elección presidencial del año que viene será un mero trámite para Juntos.

Todo parece indicar que el acuerdo significará para los argentinos un ajuste muy fuerte. En este sentido cabe reconocer que el FMI sigue siendo fiel a sí mismo. Es una estructura burocrática de enorme poder que alienta desde sus entrañas los postulados de la ortodoxia económica. Lo increíble es que se suceden los gobiernos y los argentinos siempre nos vemos obligados a soportar la humillación que significa que el FMI ejerza un absoluto control sobre el manejo de la economía. Evidentemente nuestra memoria histórica es muy endeble. Ya nadie se acuerda, por ejemplo, de las presiones del FMI sobre el gobierno de la Alianza. Durante sus dos caóticos años en el poder, Fernando de la Rúa dedicó todas sus energías a congraciarse, infructuosamente, con los jerarcas del histórico prestamista internacional de última instancia. Pareciera que la historia se repite con Alberto Fernández.

En un artículo anterior (¿Hacia un cogobierno con el FMI?) transcribí algunos párrafos del excelente libro de María Seoane “El saqueo de la Argentina” para recordar al lector de qué manera tan obscena el FMI presionó sobre el gobierno de transición de Eduardo Duhalde. Ahora vuelo a valerme del libro de Seoane para recordar lo que padeció De la Rúa al atar la suerte de su gobierno al FMI.

Escribió Seoane:

“En realidad, las presiones para que la Argentina saliera de la convertibilidad y devaluara su moneda pueden rastrearse desde mucho antes del verano de 2001, cuando comenzó la caída de José Luis Machinea, jefe del primer equipo económico del gobierno de De la Rúa. Hasta ese momento, el FMI había apostado a sostener la convertibilidad como seguro de cambio para el sistema financiero (dólar barato) y a mitigar la sobrevaluación del peso a través de la reducción del gasto público en salarios, jubilaciones y otros beneficios sociales. Este plan implicaba avanzar en el reformateo final del Estado, a la medida del establishment. Un Estado mediador y planificador de las estrategias de crecimiento, es decir, un Estado vertebrador de la existencia de la nación, no era funcional al FMI ni a las grandes empresas locales o extranjeras. Menem había avanzado en esta dirección con las privatizaciones que la Alianza prometió respetar. Pero el FMI seguía pidiendo las reformas de segunda generación que el gobierno de De la Rúa se comprometió a ejecutar: esto implicaba una nueva reforma laboral y del sistema jubilatorio, la regionalización del país y una nueva coparticipación federal, y la reforma del sistema político (…).

En diciembre de 1999, Machinea y su equipo analizaron con Ter-Minassian (jefa de la misión del FMI en Argentina) el presupuesto 2000 del gobierno entrante de la Alianza y dijeron en público algo que ya era sabido: el déficit dejado por Menem se acercaba a los 10 mil millones de dólares, lo que hacía peligrar el pago de la deuda. Además, dieron el visto bueno para el impuestazo que preparaba Machinea y que afectaría a la clase media, cercenando su poder de ahorro y de consumo. Poco después, en enero de 2000, Ter-Minassian insistió con la reforma laboral, la privatización parcial de las obras sociales y el cambio del régimen jubilatorio (eliminación de la PBU y aumento de la edad para jubilarse en cinco años tanto para los hombres como para las mujeres) (…) Las dificultades políticas del equipo de Machinea para incluir a las provincias en la evaluación fiscal total de la nación hirvieron que Ter-Minassian amenazara con irse sin avalar el préstamo que el gobierno de la Alianza solicitaba al FMI (…)

Lo cierto es que la mayor parte de los pedidos del FMI fueron cumplidos, incluido el del ajuste provincial. La Argentina venía de una recesión de casi dos años, y la receta del FMI aplicada por Machinea, su secretario de Hacienda y virtual viceministro, Mario Vicens, y el secretario de Finanzas, Daniel Marx, negociador de la deuda externa, antiguo empleado del grupo Pérez Companc y de la consultora de Nicholas Brady, no hizo más que profundizar la recesión en una espiral ascendente, al afectar el consumo y el crédito de la clase media”.

Entre diciembre de 1999 y diciembre de 2001 De la Rúa no hizo más que arrodillarse ante el FMI. Alberto Fernández hará lo mismo entre marzo de 2022 y diciembre de 2023.

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