Por Hernán Andrés Kruse.-

Ser periodista no es fácil en la Argentina. No lo es porque a los periodistas les resulta sumamente dificultoso ser independientes, gozar de la autonomía indispensable para escribir libremente. El conflicto que se desató entre el gobierno de Cristina y la corporación agropecuaria en 2008 provocó una profunda grieta entre los periodistas, emergiendo dos grupos antagónicos: por un lado, los periodistas cercanos al cristinismo; por el otro, los periodistas enfrentados a muerte con Cristina y la Cámpora. Esa grieta está hoy más vigente que nunca. La victoria de Alberto Fernández el 11 de agosto y confirmada el 27 de octubre envalentonó a Hugo Moyano, quien afirmó con vehemencia que algunos periodistas habían hecho mucho daño durante el gobierno de Macri y que debían pagar por ello. Estas afirmaciones provocaron la reacción inmediata y furiosa de los periodistas contrarios al kirchnerismo, a quien acusaron de atentar contra la libertad de expresión. Sorpresivamente el líder camionero fue defendido por Rafael Bielsa, quien afirmó que el periodismo al que hizo alusión Moyano iba a desaparecer.

La historia argentina es pletórica en casos, muchos de ellos trágicos, de cercenamiento de la libertad de prensa. La democracia republicana es inviable si dicha libertad no está vigente, si los periodistas no gozan de un derecho fundamental que hace a la esencia de toda persona: el derecho a escribir lo que piensa. A continuación transcribimos lo que dijeron Carlos Pujol (intelectual español) y el ilustre Mariano Moreno sobre la libertad de escribir, columna vertebral del periodismo independiente, a su vez columna vertebral de la democracia como filosofía de vida.

LA LIBERTAD DE ESCRIBIR

Carlos Pujol

A nadie le gusta la censura, y los que no nacimos ayer recordamos una multitud de anécdotas tragicómicas vividas en España no hace demasiado tiempo; pero es indiscutible que la gran literatura de todos los siglos se ha hecho en medio de una fuerte coacción social: Virgilio, Cervantes, Shakespeare, Baudelaire o Dostoievski escribían bajo la vigilancia de unas autoridades quisquillosas y severas, y además para un público timorato y lleno de prejuicios.

Así es, la libertad mantiene extrañas relaciones con la literatura; a menudo se escribe a la sombra de una causa, se depende de las consignas de un periódico o de un patrón, o las circunstancias históricas hacen imposible la ecuanimidad y el privilegio de poder decir lo que se quiere como se quiere. Si sólo aceptáramos escribir en estado arcádico de absoluta independencia las letras humanas hubiesen sido un interminable silencio.

En buena parte uno escribe como le dejan o se dedica a otros menesteres no tan comprometidos, pues todos sabemos que por la boca muere el pez, y a veces lo de morir no es una metáfora; siempre es deseable mayor libertad –aunque los que mandan no opinan así–, pero hay que manejarse con la que se dispone, y sobre todo, ya que la de fuera es difícil de ensanchar, extender al máximo la de dentro.

Ser libre asusta, nos deja solos con nosotros mismos, y tienta la sumisión, como depender del éxito –vendo, luego existo– o, más grave aún, estar a merced del qué dirán, aunque no signifique más que palabras. ¿Compran o no compran, gusta o no gusta a los que al parecer entienden? Éste ya es un oficio que se las trae, sólo falta tener que desempeñarlo con encogimiento y servilismo. No hay que escribir para ser alguien, si no se es alguien, mejor que no se escriba.

Claro que somos humanos, que nadie vive el aire y que es mucho pedir una impasibilidad estoica o de sabio oriental; pero conviene recordar que la desaprobación o indiferencia de los demás no aniquila, como su entusiasmo tampoco mejora en nada lo que hemos hecho. El que escribe echándole un poco de humor acepta su elegido papel solitario con dudas, que son su aguijón y su agridulce compañía, inseparable de cada página. Entonces escribir puede ser un acto de libertad.

Sobre la libertad de escribir

Mariano Moreno

Si el hombre no hubiera sido constantemente combatido por las preocupaciones y los errores, y si un millón de causas que se han sucedido sin cesar, no hubiesen grabado en él una multitud de conocimientos y de absurdos, no veríamos, en lugar de aquella celeste y majestuosa simplicidad que el autor de la naturaleza le imprimió, el deforme contraste de la pasión que cree que razona cuando el entendimiento está en delirio. Consúltese la historia de todos los tiempos, y no se hallará en ella otra cosa más que desórdenes de la razón, y preocupaciones vergonzosas. ¡Qué de monstruosos errores no han adoptado las naciones como axiomas infalibles, cuando se han dejado arrastrar del torrente de una preocupación sin examen, y de una costumbre siempre ciega, partidaria de las más erróneas máximas, si ha tenido por garantes la sanción de los tiempos, y el abrigo de la opinión común! En todo tiempo ha sido el hombre el juguete y el ludibrio de los que han tenido interés en burlarse de su sencilla simplicidad. Horroroso cuadro, que ha hecho dudar a los filósofos, si había nacido sólo para ser la presa del error y la mentira, o si por una inversión de sus preciosas facultades se hallaba inevitablemente sujeto a la degradación en que el embrutecimiento entra a ocupar el lugar del raciocinio.

¡Levante el dedo el pueblo que no tenga que llorar hasta ahora un cúmulo de adoptados errores, y preocupaciones ciegas, que viven con el resto de sus individuos; y que exentas de la decrepitud de aquéllos, no se satisfacen con acompañar al hombre hasta el sepulcro, sino que retroceden también hasta las generaciones nacientes para causar en ellas igual cúmulo de males!

En vista de esto, pues, ¿no sería la obra más acepta a la humanidad, porque la pondría a cubierto de la opresora esclavitud de sus preocupaciones, el dar ensanche y libertad a los escritores públicos para que las atacasen a viva fuerza, y sin compasión alguna? Así debería ser seguramente; pero la triste experiencia de los crueles padecimientos que han sufrido cuantos han intentado combatirlas, nos arguye la casi imposibilidad de ejecutarlo. Sócrates, Platón, Diágoras, Anaxágoras, Virgilio, Galileo, Descartes, y otra porción de sabios que intentaron hacer de algún modo la felicidad de sus compatriotas, iniciándolos en las luces y conocimientos útiles y descubriendo sus errores, fueron víctimas del furor con que se persigue la verdad.

¿Será posible que se haya de desterrar del universo, un bien que haría sus mayores delicias si se alentase y se supiese proteger? ¿Por qué no le ha de ser permitido al hombre el combatir las preocupaciones populares que tanto influyen, no sólo en la tranquilidad, sino también en la felicidad de su existencia miserable? ¿Por qué se le ha de poner una mordaza al héroe que intenta combatirlas, y se ha de poner un entredicho formidable al pensamiento, encadenándole de un modo que se equivoque con la desdichada suerte que arrastra el esclavo entre sus cadenas opresoras?

Desengañémonos al fin que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión, y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto. Los pueblos correrán de error en error, y de preocupación en preocupación, y harán la desdicha de su existencia presente y sucesiva. No se adelantarán las artes, ni los conocimientos útiles, porque no teniendo libertad el pensamiento, se seguirán respetando los absurdos que han consagrado nuestros padres, y han autorizado el tiempo y la costumbre.

Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones; tengamos menos amor propio; dése acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la ilustración: no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés universal; no creamos que con ella se atacará jamás impunemente al mérito y la virtud, porque hablando por sí mismos en su favor y teniendo siempre por árbitro imparcial al pueblo, se reducirán a polvo los escritos de los que, indignamente, osasen atacarles. La verdad, como la virtud, tienen en sí mismas su más incontestable apología; a fuerza de discutirlas y ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo: si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; y el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento, harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria.

Publicado en la «Gaceta de Buenos Aires», del 21 de junio de 1810.

Anexo

Una conferencia excepcional (segunda parte) (**)

La educación después de Auschwitz (*)

“Pero nadie se llame a engaño: también en los centros urbanos, y precisamente en los mayores, encontramos la arcaica inclinación a la fuerza. La tendencia global de la sociedad engendra hoy por todas partes tendencias regresivas, quiero decir, hombres con rasgos sádicos reprimidos. Al respecto quisiera recordar la relación con el cuerpo, desviada y patógena, que Horkheimer y yo describimos en “Dialéctica del Iluminismo”. En todos los casos en que la conciencia está mutilada, ello se refleja en el cuerpo y en la esfera de lo corporal a través de una estructura compulsiva, proclive al acto de violencia. Basta con repasar cómo en determinado tipo de personas incultas su mismo lenguaje-sobre todo cuando son interrumpidas u objetadas-se vuelve amenazador, como si los gestos del habla fuesen en realidad los propios de una violencia corporal apenas controlada. Por cierto, aquí debería considerarse también el papel del deporte, aún insuficientemente estudiado por una psicología social crítica. El deporte es ambivalente: por una parte puede producir un efecto desbarbarizante y antisádico, a través del juego limpio, la caballerosidad y el respeto por el más débil; por el otro, bajo muchas de sus formas y procedimientos, puede fomentar la agresión, la brutalidad y el sadismo, sobre todo entre quienes no se someten personalmente al esfuerzo y la disciplina del deporte, sino que se limitan a ser meros espectadores y acostumbran concurrir a los campos de juego sólo para vociferar. Tal ambivalencia debería ser analizada sistemáticamente. En la medida en que la educación influya sobre esto, los resultados serían aplicables también a la vida del deporte”.

“Todo esto se conecta en mayor o menor grado con la vieja estructura ligada a la autoridad, con ciertos modos de comportamiento-casi diría-del bueno y rancio carácter autoritario. Pero, lo que produce Auschwitz, los tipos característicos del mundo de Auschwitz, constituyen probablemente una novedad. Por un lado, ellos expresan la ciega identificación con lo colectivo. Por el otro, están cortados a propósito para manipular masas, lo colectivo. Tal los Himmler, Hoss, Eichmann. Yo sostengo que lo más importante para evitar el peligro de una repetición de Auschwitz es combatir la ciega supremacía de todas las formas de lo colectivo, fortalecer la resistencia contra ellas arrojando luz sobre el problema de la masificación. Esto no es tan abstracto como suena, en vista de la pasión con que precisamente los hombres jóvenes, de conciencia progresista, se incorporan a toda suerte de grupos. Puede vincularse este hecho con el padecimiento que en ellos se inflige, sobre todo inicialmente, a quienes llegan a ser admitidos en sus filas. Piénsese simplemente en las primeras experiencias de la escuela. Habría que atacar todos aquellos modos de folk-ways, costumbres populares y ritos de iniciación que causan dolor físico a individuos-a menudo, hasta lo insoportable-como precio para sentirse integrante, miembro del grupo. La maldad de usos como las “Rauhnachte” y la “justicia bávara”, así como la que entrañan otras costumbres autóctonas del mismo jaez que hacen las delicias de cierta gente; esa maldad, digo, constituye una prefiguración directa de la violencia nacionalsocialista. No es casual que los nazis, con el nombre de “Brauchtum”, hayan enaltecido y fomentado semejantes atrocidades. He ahí una tarea muy actual para la ciencia. Esta tiene la posibilidad de invertir drásticamente esa tendencia folklorizante-de la que los nazis se apoderaron con entusiasmo-para poner coto a la supervivencia de esas alegrías populares tan brutales como horripilantes. Trátase en esta esfera global de un presunto ideal que en la educación tradicional ha desempeñado también un papel considerable: el rigor. Ese ideal puede remitirse también, bastante ignominiosamente, a una expresión de Nietzsche, aunque en realidad este quiso significar otra cosa. Recuerdo que, durante el juicio por los hechos de Auschwitz, el terrible Boger tuvo un arranque que culminó con un panegírico de la educación para la disciplina mediante el rigor. Este es necesario para producir el tipo de hombre que a él le parecía perfecto. El ideal pedagógico del rigor en que muchos pueden creer sin reflexionar sobre él es totalmente falso. La idea de que la virilidad consiste en el más alto grado de aguante fue durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que-como lo ha demostrado la psicología-tan fácilmente roza con el sadismo. La ponderada dureza que debe lograr la educación significa, sencillamente, indiferencia al dolor. Al respecto, no se distingue demasiado entre dolor propio y ajeno. La persona dura consigo misma se arroga el derecho de ser dura también con los demás, y se venga en ellos del dolor cuyas emociones no puede manifestar, que debe reprimir. Ha llegado el momento de hacer consciente este mecanismo y de promover una educación que ya no permite como antes el dolor y la capacidad de soportar dolores. Con otras palabras, la educación debería tomar en serio una idea que de ningún modo es extraña a la filosofía: la angustia no debe reprimirse. Cuando la angustia no es reprimida, cuando el individuo se permite tener realmente tanta angustia como esta realidad se merece, entonces desaparecerá probablemente gran parte del efecto destructor de la angustia inconsciente y desviada”.

“Los hombres que ciegamente se clasifican en colectividades se transforman a sí mismos en algo casi material, desaparecen como seres autónomos. Ello se corresponde con la disposición a tratar a los demás como masas amorfas. En la personalidad autoritaria, encuadré a quienes se conducen así con el nombre de “carácter manipulador”, y lo hice, por cierto, en una época en que no eran conocidos, ni mucho menos, el diario de Hoss y los relatos de Eichmann. Mis descripciones del carácter manipulador datan de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. A veces, la psicología social y la sociología pueden construir conceptos que sólo más tarde se confirman empíricamente. El carácter manipulador-cualquiera puede controlarlo en las fuentes que sobre esos dirigentes nazis están a disposición de todo el mundo-se distingue por su manía organizadora, su absoluta incapacidad para tener experiencias humanas inmediatas, un cierto tipo de ausencia de emoción, de realismo exagerado. Quiere a cualquier precio llevar adelante una supuesta, aunque ilusoria, política realista (Realpolitik). Ni por un momento piensa o desea al mundo de otro modo que como este es, poseído como está de la voluntad “of doing things”, de hacer cosas, indiferentes al contenido de tal acción. Hace de la actividad, de la así llamada “efficiency” como tal, un culto que tiene su eco en la propaganda del hombre activo. Entretanto, este tipo-si mis observaciones no me engañan, y numerosas investigaciones sociológicas permiten la generalización-se halla más difundido que lo que pudiera pensarse. Lo que en su tiempo ejemplificaron tan solo algunos monstruos nazis hoy puede afirmarse de muchísimos hombres: delincuentes juveniles, jefes de pandillas y otros similares, acerca de los que todos los días podemos leer noticias en los diarios. Si tuviese que reducir a una fórmula este tipo de carácter manipulador-tal vez no debiese, pero ayuda a la comprensión-, lo calificaría de tipo con una conciencia cosificada. En primer lugar, tales hombres se han identificado a sí mismos, en cierta medida, con las cosas. Luego, cuando les es posible, identifican también a los demás con las cosas. El término “fertigmachen” (acabar, alistar, ajustar), tan popular en el mundo de los jóvenes patoteros como en el de los nazis, lo expresa con gran exactitud. La expresión describe a los hombres como cosas aprontadas en doble sentido. La tortura es, en opinión de Max Horkheimer, la adaptación dirigida y, en cierta medida, acelerada de los hombres a la colectividad. Algo de esto subyace en el espíritu de la época, si es que todavía puede hablarse de espíritu. Me limito a citar las palabras de Paul Valéry, pronunciadas antes de la última guerra, a saber: que la inhumanidad tiene un futuro grandioso”.

“Particularmente difícil es rebatirlas cuando hombres de tal tipo manipulador, incapaces de experiencias propiamente dichas, manifiestan por eso mismo rasgos de inaccesibilidad que los emparientan con ciertos enfermos mentales o caracteres psicóticos, esquizoides. Con miras a impedir la repetición de Auschwitz me parece esencial poner en claro, en primer lugar, cómo aparece el carácter manipulador, a fin de procurar luego, en la medida de lo posible, estorbar su surgimiento mediante la modificación de las condiciones. Quisiera hacer una propuesta concreta, que se estudie a los culpables de Auschwitz con todos los métodos de que dispone la ciencia, en especial con el psicoanálisis prolongado durante años, para descubrir cómo surgen tales hombres. Si ellos, por su parte, en contradicción con la estructura de su propio carácter, contribuyeran en algo, tal es el bien que aún están a tiempo de hacer en pro de que Auschwitz no se repita. En efecto, esto sólo podría lograrse si ellos quisieran colaborar en la investigación de su propia génesis. Podría resultar difícil, de todos modos, inducidos a hablar: bajo ningún concepto sería lícito aplicarles, para conocer cómo llegaron a ser lo que son, métodos afines a los empleados por ellos. Por de pronto, se sienten tan a salvo-precisamente en su colectividad, en el sentimiento de que todos ellos en conjunto son viejos nazis-que apenas uno solo ha mostrado sentimiento de culpa. No obstante, cabe presumir que existen también en ellos, o al menos en muchos de ellos, puntos de abordaje psicológicos a través de los cuales sería posible modificar esta situación: por ejemplo, su narcisismo o, dicho llanamente, su vanidad. Ahí tienen la posibilidad de hacerse importantes hablando de sí mismos sin trabas, como Eichmann quien, por cierto, llenó bibliotecas enteras con sus declaraciones. Por último, es posible que también en estas personas, si se las indaga con suficiente profundidad, existan restos de la antigua conciencia moral, que hoy se encuentra a menudo en vías de descomposición. Ahora bien, conocidas las condiciones internas y externas que los hicieron tales-si es que se me admite la hipótesis de que, en efecto, es posible descubrirlas-, se pueden extraer ciertas conclusiones prácticas encaminadas a evitar que se repitan. Si ese intento sirve o no de algo sólo se mostrará cuando se lo emprenda; yo no quisiera sobreestimarlo aquí. Es preciso reconocer que los hombres no son explicables de manera automática a partir de tales condiciones. Idénticas condiciones produjeron hombres diferentes. No obstante, valdría la pena ensayarlo. Ya el simple planteamiento del problema de cómo alguien devino lo que es, encierra un potencial de ilustración. En efecto, es característico de los estados perniciosos de conciencia e inconsciencia que el hombre considera falsamente su facticidad, su ser-así-el ser de tal índole y no de otra-, como su naturaleza, como un dato inalterable, y no como algo que ha devenido. Acabo de mencionar el concepto de conciencia cosificada. Pues bien, esta es ante todo la conciencia que se ciega respecto de todo ser devenido, de toda comprensión de la propia condicionalidad, y absolutiza lo que es-así. Si se lograra romper este mecanismo compulsivo, pienso que se habría ganado algo”.

“En conexión con la conciencia cosificada debe tratarse metódicamente también la relación con la técnicas, y de ningún modo sólo en los pequeños grupos. Esa relación es tan ambivalente como la del deporte, con el que, por lo demás, guarda aquélla cierta afinidad. Por un lado, cada época produce aquellos caracteres-tipos de distribución de energía psíquica-que necesita socialmente. Un mundo como el de hoy, en el que la técnica ocupa una posición clave, produce hombres tecnológicos, acordes con ella. Esto tiene su buena dosis de racionalidad: serán más competentes en su estrecho campo, y este hecho tiene consecuencias en una esfera mucho más amplia. Por otro lado, en la relación actual con la técnica hay algo excesivo, irracional, patógeno. Ese algo está vinculado con el “velo tecnológico”. Los hombres tienden a tomar la técnica por la cosa misma, a considerarla un fin autónomo, una fuerza con ser propio, y, por eso, a olvidar que ella es la prolongación del brazo humano. Los medios-y la técnica es un conjunto de medios para la autoconservación de la especie humana-son fetichizados porque los fines-una vida humana digna-han sido velados y expulsados de la conciencia de los hombres. Formulado esto de manera tan general, no puede menos que parecer evidente. Pero tal hipótesis es aún demasiado abstracta. No sabemos con precisión cómo el fetichismo de la técnica se apodera de la psicología de los individuos, dónde está el umbral entre una relación racional con la técnica y aquella sobrevaloración que lleva, en definitiva, a que quien proyecta un sistema de trenes para conducir sin tropiezos y con la mayor rapidez posible las víctimas a Auschwitz, olvide cuál es la suerte que aguarda a éstas allí. El tipo proclive a la fetichización de la técnica está representado por hombres que, dicho sencillamente, son incapaces de amar. Esta afirmación no tiene sentido sentimental ni moralizante: se limita a describir la deficiente relación libidinosa con otras personas. Trátase de hombres absolutamente fríos que niegan en su fuero más íntimo la posibilidad de amar y rechazan desde un principio, aun antes de que se desarrolle, su amor por otros hombres. Y la capacidad de amar que en ellos sobrevive se vuelca invariablemente a los medios. Los tipos de carácter signados por los prejuicios y el autoritarismo, que estudiamos en “La personalidad autoritaria” (escrito durante nuestra estadía en Berkeley), suministran abundantes pruebas al respecto. Un sujeto de experimentación-y esta expresión no puede ser más típica de la conciencia cosificada-decía de sí mismo: “I like nice equipment” (me gustan los aparatos lindos), con absoluta prescindencia de cuáles fuesen tales aparatos. Su amor estaba absorbido por cosas, por las máquinas como tales. Lo que consterna en todo esto-digo “lo que consterna”, porque nos permite ver lo desesperado de las tentativas por contrarrestarlo-es que esa tendencia coincide con la tendencia global de la civilización. Combatirla equivale a contrariar el espíritu del mundo; pero con esto no hago sino repetir algo que caractericé al comienzo como el aspecto más sombrío de una educación contra un nuevo Auschwitz”.

“Dije que esos hombres son especialmente fríos. Permítaseme me extienda un poco acerca de la frialdad en general. Si esta no fuese un rasgo fundamental de la antropología, o sea, de la constitución de los hombres tal como estos son de hecho en nuestra sociedad, y si, en consecuencia, aquellos no fuesen en el fondo indiferentes hacia cuanto sucede a los demás, con excepción de unos pocos con quienes se hallan unidos estrechamente y tal vez por intereses palpables, Auschwitz no habría sido posible; los hombres no lo hubiesen tolerado. La sociedad en su actual estructura-y sin duda desde hace muchos milenios-no se funda, como afirmara ideológicamente Aristóteles, en la atracción sino en la persecución del propio interés en detrimento de los intereses de los demás. Esto ha modelado el carácter de los hombres, hasta en su entraña más íntima. Cuanto lo contradice, el impulso gregario llamado “lonely croad”, la muchedumbre solitaria, es una reacción, un aglomerarse de gente fría que no soporta su propia frialdad pero que tampoco puede superarla. Los hombres, sin excepción alguna, se sienten hoy demasiado poco amados, porque todos aman demasiado poco. La incapacidad de identificación fue sin duda la condición psicológica más importante para que pudiese suceder algo como Auschwitz entre hombres en cierta medida bien educados e inofensivos. Lo que se llama “asentimiento” fue primariamente interés egoísta: defender el provecho propio antes que nada y, para no correr riesgos-¡eso no!-, cerrar la boca. Es esta una ley general en relación con el orden establecido. El silencio bajo el terror fue solamente su consecuencia. La Frialdad de la mónada social, del competidor aislado, en tanto indiferencia frente al destino de los demás, fue precondición de que sólo unos pocos se movieran. Bien lo saben los torturadores: ¡Tantas veces lo comprueban!”

“Que no se entienda mal. No pretendo predicar el amor. Sería inútil. Además, nadie tendría derecho a hacerlo, puesto que la falta de amor-ya lo dije-es una falla de todos los hombres, sin excepción alguna, dentro de las actuales formas de existencia. La prédica del amor supone en aquellos a quienes se dirige una estructura de carácter diversa de la que se quiere modificar. Los hombres a quienes se debe amar son tales que ellos mismos no pueden amar y, por lo tanto, en modo alguno son merecedores de amor. Uno de los grandes impulsos del cristianismo, impulso que no se identificaba de manera directa con el dogma, fue el de extirpar la frialdad que todo lo penetra. Pero este intento fracasó, precisamente porque dejó intacto el ordenamiento social que produce y reproduce la frialdad. Probablemente esa calidez entre los hombres por todos anhelada nunca haya existido, ni siquiera entre pacíficos salvajes, salvo durante breves períodos y en grupos muy pequeños. Los tan denostados utopistas lo han visto. Así, Charles Fourier caracterizó la atracción como algo que es preciso establecer por medio de un ordenamiento social humano; reconoció también que ese estado sólo será posible cuando no se repriman las pulsiones de los hombres, cuando se las satisfaga y desbloquee. Si hay algo que puede proteger al hombre de la frialdad como condición de desdicha, es la comprensión de las condiciones que determinan su surgimiento y el esfuerzo por contrarrestarlas desde el comienzo en el ámbito individual. Podría pensarse que cuanto menos es rechazado en la infancia, cuanto mejor se trata a los niños, tanto mayor es la chance. Pero también aquí acechan ilusiones. Los niños que nada sospechan de la crueldad y la dureza de la vida, en cuanto se alejan del círculo de protección se encuentran todavía más expuestos a la barbarie. Pero, ante todo, no se puede exhortar a los padres a que practiquen esa calidez, pues ellos mismos son producto de esta sociedad, cuyas marcas llevan. El requerimiento de prodigar más calidez a los hijos invoca artificialmente ésta y por lo mismo la niega. Tampoco es posible exigir amor en las relaciones profesionales, formales, como las del maestro y alumno, médico y paciente, abogado y cliente. El amor es algo inmediato y está por esencia en contradicción con las relaciones mediatas. El mandamiento del amor-tanto más en la forma imperativa de que se debe amar-constituye en sí mismo un componente de la ideología que eterniza a la frialdad. Así, se define por su carácter forzoso, represivo, y actúa en contra de la capacidad de amar. En consecuencia, lo primero es procurar que la frialdad cobre conciencia de sí, así como también de las condiciones que la engendran”.

“Para terminar, quiero referirme en pocas palabras a algunas posibilidades de la concientización de los mecanismos subjetivos en general, de esos mecanismos sin los cuales Auschwitz no habría sido posible. Es necesario el conocimiento de tales mecanismos, así como el de la defensa de carácter estereotipado que bloquea esa toma de conciencia. Los que aún dicen en nuestros días que las cosas no fueron así, o que no fueron tan malas, defienden en realidad lo sucedido y estarían sin duda dispuestos a sentir o a colaborar sin un día aquello se repitiese. Aunque la ilustración racional-como la psicología lo sabe muy bien-no disuelve en forma directa los mecanismos inconscientes, refuerza al menos en el preconciente ciertas instancias que se les oponen, y contribuye a crear un clima desfavorable a lo desmesurado. Si la conciencia cultural en su conjunto se penetrase realmente de la idea de que los rasgos que en Auschwitz ejercieron su influencia revisten un carácter patógeno, tal vez los hombres los controlarían mejor”.

“Habría que ilustrar también la posibilidad de desplazamiento de lo que en Auschwitz irrumpió desde las sombras. Mañana puede tocarle el turno a otro grupo que no sea el de los judíos, por ejemplo los viejos, que aún fueron respetados durante el Tercer Reich precisamente en razón de la matanza de los judíos, o los intelectuales, o simplemente los grupos disidentes. El clima-ya me referí a esto-que más favorece la repetición de Auschwitz es el resurgimiento del nacionalismo. Esto es tan malo porque en una época de comunicación internacional y de bloques supranacionales ya no puede creer en sí mismo tan fácilmente y debe hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse a sí y convencer a los demás de que aún sigue siendo sustancial”.

“No hay que desistir de indicar posibilidades concretas de resistencia. Es hora de terminar, por ejemplo, con la historia de los asesinatos por eutanasia, que en Alemania, gracias a la resistencia que se les opuso, no pudieron perpetrarse en la medida proyectada por los nacionalsocialistas. La oposición se limitó al endogrupo: tal es, precisamente, un síntoma muy patente y difundido de la frialdad universal. Ante todo, sin embargo, tal resistencia está limitada por la insaciabilidad propia del principio persecutorio. Sencillamente, cualquier hombre que no pertenezca al grupo perseguidor puede ser una víctima; he ahí un crudo interés egoísta al que es posible apelar. Por último, deberíamos inquirir por las condiciones específicas, históricamente objetivas, de las persecuciones. Los llamados movimientos de renovación nacional, en una época en que el nacionalsocialismo está decrépito, se muestran especialmente proclives a las prácticas sádicas”.

“Finalmente, la educación política debería proponerse como objetivo central impedir que Auschwitz se repita. Ello sólo será posible si trata este problema, el más importante de todos, abiertamente, sin miedo de chocar con poderes establecidos de cualquier tipo. Para ello debería transformarse en sociología, es decir, esclarecer acerca del juego de las fuerzas sociales que se mueven tras la superficie de las formas políticas. Debería tratarse críticamente-digamos a manera de ejemplo un concepto tan respetable como el de “razón de Estado”: cuando se coloca el derecho del Estado por sobre el de sus súbditos, se pone ya potencialmente el terror”.

“Walter Benjamin me preguntó cierta vez durante la emigración, cuando yo viajaba todavía esporádicamente a Alemania, si aún había allí suficientes esclavos de verdugo que ejecutasen lo que los nazis les ordenaban. Los había. Pero la pregunta tenía una justificación profunda. Benjamin percibía que los hombres que ejecutan, a diferencia de los asesinos de escritorio y de los ideólogos, actúan en contradicción con sus propios intereses inmediatos; son asesinos de sí mismos en el momento mismo en que asesinan a los otros. Temo que las medidas que pudiesen adaptarse en el campo de la educación, por amplias que fuesen, no impedirían que volviesen a surgir los asesinos de escritorio. Pero que haya hombres que, subordinados como esclavos, ejecuten lo que les mandan, con lo que perpetúan su propia esclavitud y pierden su propia dignidad… que haya otros Boger y Kaduk, es cosa que la educación y la ilustración pueden impedir en parte”.

(**) Publicada en Zum Bildungsbegriff des Gegenwart, Frankfort, 1967, p. 11 y sigs.

(*) Ser y Sociedad, junio/julio de 2010.

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