Por Horacio Giusto Vaudagna.-

El acercamiento que mantuvo a comienzos de año el economista liberal José Luis Espert con el nacionalista Alberto Aseff; Sergio Massa en su relación tóxica con el kirchnerismo; Alberto Fernández encabezando el movimiento que criticó durante años; Pichetto que fue menemista, duhaldista, kirchnerista y ahora es macrista; Iglesias haciendo campaña para un peronistas; el Partido Liberal Republicano aliándose en Córdoba con el justicialismo local; el Partido Socialista en la C.A.B.A. unido al Pro. Estos ejemplos que entrega el presente año electoral dan muestra que Nicolás Maquiavelo acertó en sus tesis al sostener que las convicciones morales y la política no son elementos que necesariamente deban estar unidos.

Si bien es posible realizar múltiples lecturas sobre el pensador florentino, existe cierto consenso sobre algunos puntos. Cierto es que Maquiavelo, al vivir durante el nacimiento el Estado Moderno, no centra su más célebre obra en prescribir cómo debería ser un gobernante; más bien realiza una tesis descriptiva de cómo ha de actuar uno para sostenerse en el poder. En este sentido, da la sensación que la inmensa mayoría de los políticos argentinos han hecho de “El Príncipe” una lectura obligatoria e incluso, una forma de vida. Las convicciones y los ideales parecieran diluirse cada elección, donde se observan discursos renovados pero los mismos personajes políticos son reciclados para mantener su poder frente al Estado.

Ya Max Webber supo considerar que hay dos grandes grupos de políticos. Por un lado quienes viven “para” la política y por otro, quienes viven “de” la política. Argentina pareciera ser una fuente de recursos inagotable para la segunda categoría. Los mismos partidos que han destruido la economía de una nación y cometido múltiples actos de corrupción probados, siguen al día de hoy, vigentes y prometiendo que van a cambiar el daño que ellos mismos ocasionaron.

En este punto es preciso reflexionar sobre qué se vota cuando se emite la voluntad de uno durante el proceso de elección. “Las ideas no se matan” es una máxima atribuida a Sarmiento, pero la realidad política entrega constantes ejemplos de que toda en idea en manos de políticos es fácilmente aniquilada si ello les permite conservar los privilegios otorgados por un Estado que los legitima democráticamente. Es sabido que la sociedad argentina no espera que de su interior surjan figuras como el político Tomás Moro, quien sacrificó su vida antes que claudicar en su firme convicción. Pero sí resultaría prudente, cuanto menos, que en cada sufragio no hubiera una constante renovación a quienes cambian de valores con tal de mantenerse al frente del Estado. Quedará en cada individuo sufragar por ideas y fiscalizar la fidelidad a las mismas, o continuar con el sostenimiento de personajes inviables que viven del erario público sin mantenerse leal a un bien mayor. Legitimar democráticamente a políticos inescrupulosos que alteran sus convicciones es, a largo plazo, forjar en Argentina un relativismo moral donde da lo mismo “si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición”.

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