Por Hernán Andrés Kruse.-

“En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresivos.” (José Ingenieros)

“Cuando un grupo o un pueblo cede en su afán de promover a los mejores, entra indefectiblemente en un tobogán y pasando por los mediocres termina en los peores.” (Jorge L. García Venturini)

La centralidad de Cristina Kirchner

Flanqueada por la gobernadora de Santa Cruz, Alicia Kirchner, la vicepresidenta de la nación confirmó una vez más, en un acto celebrado en el sur argentino, su centralidad política. Actuó no sólo como presidenta sino también como candidata presidencial para las elecciones del año próximo. Su alocución fue netamente de carácter económico pero las palabras que más resonaron fueron las referidas a la renuncia de Martín Guzmán. Dijo Cristina: “Es importante que en la Argentina dejemos de discutir a las personas. En este episodio que hemos vivido, donde el sábado nos enteramos de la intempestiva renuncia del ministro de Economía. Esto lo digo por Cristina Fernández de Kirchner, no se lo cargo por nadie, así como no permito que nadie hable por mí: creo que fue un inmenso acto de irresponsabilidad política”. “Fue un acto de desestabilización institucional en cierta manera. Con el mundo como está, el país como está, el dólar como está, hacerlo enterar al presidente de una renuncia por Twitter, nada más y nada menos que el ministro de Economía, no me parece bien”. “Me parece un gesto de inmensa ingratitud personal hacia el propio presidente. No lo voy a negar, ni ocultar, porque no oculto nada, las diferencias que pueda tener con el presidente en cuanto a políticas, funcionarios, pero este presidente había bancado a ese ministro de Economía como a nadie. Enfrentándose incluso con sus propias fuerzas de coalición”. “¿Se merecía realmente eso? No hago una distinción entre buenos funcionarios y malas personas. Creo que fue un inmenso gesto de ingratitud personal hacia el propio presidente” (Fuente; Clarín, 8/7/022).

Lo que estamos viviendo es realmente inédito. Nunca antes un presidente elegido democráticamente quedó reducido prácticamente a la nada política como Alberto Fernández. Hoy ocupa el Poder Ejecutivo sólo de manera formal. En los hechos, el ejercicio del poder ha quedado en manos de Cristina.

El fantasma del “Rodrigazo”

Durante más de un día el Ministerio de Economía estuvo acéfalo. La renuncia de Martín Guzmán, tan intempestiva como sorpresiva, provocó un fenomenal cimbronazo económico e institucional de impredecibles consecuencias. Fueron horas de zozobra y angustia, alimentadas por un presidente dubitativo y temeroso, incapaz de decirle de frente a la sociedad la gravedad de los problemas. Porque el meollo de la tragedia no fue la renuncia de Guzmán, un síntoma, delicado por cierto, de una grave enfermedad que aqueja al gobierno. Esa enfermedad se llama “falta de credibilidad”. La autoridad presidencial está hecha añicos. Ello explica el atrevimiento de Guzmán. El discípulo de Stiglitz dio semejante portazo porque sabía muy bien que enfrente no había un presidente que le inspirara respeto. No había, por ejemplo, un Raúl Alfonsín, un Carlos Menem, un Néstor Kirchner, un Mauricio Macri. Ellos tenían algo en común: eran respetados-en algunos casos, temidos-por sus subalternos. No sucede lo mismo con Alberto Fernández. Por primera vez desde la restauración de la democracia tenemos un presidente a quien todos se le atreven. Su falta de personalidad hizo posible el desaire de Martín Guzmán y el vacío de poder que reinó en el país el pasado fin de semana.

En semejante clima de incertidumbre, el diputado Javier Milei no tuvo mejor idea que agitar el fantasma del “Rodrigazo”. Dijo el libertario en su cuenta de Twitter: “Celestino Rodrigo se busca”. “Yo les avisé desde el primer momento que Guzmán era un incompetente y que no era apto para el cargo. Además, siempre mostré que era cómplice de la casta política”. “Ante el desequilibrio macro y financiero se requiere de un ministro competente y con coraje para soportar que su nombre pase a la historia de modo horrible”. “La clave para que un programa de estabilización sea exitoso es que sea creíble”. “Para que ello suceda, el mismo debe ser consistente y quien lo anuncia debe tener reputación y respaldo político”. “ante un presidente mentiroso y mala reputación, esto no lo para ni Gardel”. “Lo fundamental es entender que si bien hay solución y esperanza de un país mejor, la casta política (oficialismo y oposición) no está dispuesta a hacer nada de lo que hay que hacer” (fuente: Perfil, 3/7/022).

Milei considera que el país saldrá de la ciénaga sólo cuando un presidente creíble y un ministro de Economía competente apliquen un genuino plan de estabilización. Ello significa que mientras Alberto esté sentado en el sillón de Rivadavia habrá que esperar hasta las elecciones presidenciales del año próximo y rogar por el triunfo de un candidato presidencial que sepa estar a la altura de las circunstancias. Lo que Milei quiere decir que sólo él esta en condiciones de salvar al país. Al margen de ello, tiene razón en su diagnóstico. Un plan de estabilización será aceptado por la población sólo si el titular del Poder ejecutivo tiene autoridad y acierta en la elección del ministro de Economía.

Lo que llama poderosamente la atención es que ponga como ejemplo de ministro de Economía probo a Celestino Rodrigo, quien fuera designado en el cargo por la presidenta María Estela Martínez de Perón en junio de 1975, uno de los años más dramáticos de la Argentina contemporánea. Lo que hizo Rodrigo fue aplicar un feroz ajuste para intentar apagar el incendio que había provocado el plan Gelbard. Ese ajuste pasó a la historia con el nombre de “Rodrigazo”, en homenaje a su mentor.

¿En qué consistió el “Rodrigazo”? en su edición del 13/5/016, El Cronista celebró la reedición de un libro de Néstor Restivo y Raúl Dellatorre titulado “El Rodrigazo, el ajuste que dejó una huella en los argentinos”.

Escribieron los autores: “A las ocho de la mañana, Celestino Rodrigo, un ingeniero industrial de entonces sesenta años recién cumplidos, salió de su casa, en el corazón del barrio porteño de Caballito, y como era su costumbre desde 1959, fue hasta las escaleras de la estación Acoyte del subte A, el más viejo de Sudamérica, y se subió al primero de los vagones de madera. Pero ese día era especial, se dirigía a jurar como ministro de Economía (…) Era lunes 2 de junio de 1975 y el país estaba a punto de explotar. Aun con sus particularidades y alteraciones en lo político institucional, la Argentina había transitado, en las tres décadas anteriores, por el Estado de Bienestar, con virtual pleno empleo, con indicadores satisfactorios en lo social, en la distribución del ingreso y en el trabajo productivo, entre otras cosas. Esa misma Argentina estaba entonces por ingresar, de golpe y de la manera más sangrienta, al igual que otros países de la región, en una nueva etapa económica caracterizada por la concentración de la riqueza, la pérdida de conquistas históricas de las clases trabajadoras y la desaparición de vastos espacios y bienes públicos (…).

Rodrigo juró como tercer ministro de Economía del gobierno justicialista en el despacho de María Estela Martínez de Perón. Antes que él habían cumplido esa función el empresario José Ber Gelbard, contra cuyas políticas económicas apuntó el plan de Rodrigo, y entre ambos, desde octubre de 1974 Alfredo Gómez Morales, quien llevó adelante un gradual ajuste de la economía parecido al que había motorizado en 1952, cuando orientó el primer giro conservador al modelo de Perón (…) El día de su asunción Rodrigo no hizo anuncios concretos, pero se ocupó, además de identificar como no sus enemigos a la guerrilla y la especulación, de alentar a la población al ahorro y de definirse como peronista de la primera hora. “Las medidas que vamos a implementar serán necesariamente severas, y durante un corto tiempo provocarán desconcierto en algunos y reacciones en otros. Pero el mal tiene remedio”, dijo en la ceremonia. Al día siguiente, dio la primera señal con un primer gran ajuste en las tarifas de pasajes aéreos (…)

A la noche del miércoles 4 de junio, el día que sería bautizado como “el Rodrigazo”, el ministro dio una conferencia de prensa y durante ella sí detalló su programa, además de decretar un feriado cambiario que se extendería hasta el lunes 9. Fue uno de los momentos de mayor zozobra económica que recuerden los argentinos. Muchos presupuestos familiares se hicieron añicos. Los pocos comerciantes desprevenidos, ante una inusual demanda previniendo el ajuste de precios, vendieron todo y si alegría duró hasta que se enteraron, al momento de reponer, cuánto habían perdido. Otros bajaron las persianas con carteles de balance, inventario o duelo. Y también hubo pequeños establecimientos industriales que empezaron a meditar en esos días si era el momento de pasar a cuarteles de invierno (…).

El 4 de junio de 1975 Rodrigo informó que el tipo de cambio y los precios públicos se incrementaban un promedio de 100% y el impacto en toda la cadena de precios fue automático. El dólar paralelo ya cotizaba arriba de los 40 pesos, y el aumento del dólar oficial respecto del peso, con cotizaciones desdobladas en distintos tipos (dólar financiero, turístico y comercial, que fue el que más aumentó, de 10 a 26 pesos fue entre el 80 y el 160%). Las naftas subieron hasta un 181%, la energía, 75% y las tarifas de otros servicios públicos, entre el 40 y el 75%. Se decidió aumentar con un sistema de reajustes periódicos o directamente liberar, según los plazos, las tasas de interés para depósitos bancarios, y se determinaron alzas en los precios sostén para el campo y en las retenciones a las exportaciones, entre otras medidas (…) El boleto de colectivo pasó de 1 a 1,50 pesos y los pasajes de trenes subieron entre el 80 y 120%. Pero para los salarios se habían fijado en mayo aumentos de solo un 38%, porcentaje que fue elevado al 45% el 12 de junio (…).

Oficialmente los objetivos eran reducir el déficit fiscal mediante el aumento de las tarifas públicas, para mejorar los ingresos del Estado y favorecer el resultado del comercio exterior vía la devaluación, porque se necesitaba ir cerrando también la brecha de la balanza de pagos. En el primer semestre de 1975, comparado con igual lapso del año anterior, las importaciones habían subido de 1500 a 2100 millones de dólares, y las exportaciones, caído de casi 2000 a 1400 millones de dólares. El contexto era de pleno empleo por mano de obra ocupada y capacidad instalada (…) Por eso, además de la devaluación, era necesario achatar el consumo, es decir, los salarios para que hubiera más oferta exportable (…) Para algunos economistas, el diagnóstico de la coyuntura económica argentina era el siguiente: “A fines del primer semestre de 1975, el perfil de la crisis económica puede resumirse en tres rasgos: la aceleración del proceso inflacionario, una difícil perspectiva de balance de pagos y disponibilidad de reservas internacionales y un rápido crecimiento del déficit público”. Además, “la aceleración de la inflación y la indefinición de la política cambiaria generaron expectativas de futuras devaluaciones y dieron lugar a la formación de importantes stocks especulativos de productos importados”. En 1985 afirmó en un reportaje que cuando asumió “el país ya estaba devastado”.

Lo más notable de este análisis de los autores es que se adecua perfectamente al dramático momento que nos toca vivir, lo que pone de manifiesto la decadencia experimentada por la Argentina en las últimas décadas. Batakis, si tiene en mente un ajuste, bien podría haber repetido al asumir la frase de Rodrigo: “el país ya estaba devastado”. Veremos cómo se suceden a partir de ahora los acontecimientos. El Rodrigazo dejó como enseñanza que la mala praxis económica, a la corta o a la larga, conduce inevitablemente a un ajuste impiadoso que destruye la calidad de vida de la inmensa mayoría del pueblo. De ahí el alerta que provoca la frase de Milei. Porque su mensaje no admite duda alguna. Lo que el país necesita es un émulo de don Celestino, un ministro al que no le tiemble el pulso a la hora de imponer el ajuste reclamado por el FMI y el establishment. Marx afirmó que “la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. El ajuste de Rodrigo significó una gran tragedia pero los que le sucedieron lejos estuvieron de ser una farsa sino, por el contrario, una tragedia más dolorosa.

Atrapado sin salida

La intempestiva renuncia de Martín Guzmán provocó un daño al gobierno y al país cuyas consecuencias son impredecibles. El ex ministro lejos estuvo de actuar por impulso. Meditó muy bien sus movimientos con el objetivo de dejar descolocados a Alberto y Cristina. Logró su objetivo. A partir del momento que el texto de su renuncia tomó estado público el gobierno entró en un cono de sombras, la perplejidad se apoderó de sus principales referentes. El presidente tardó más de un día en elegir al sucesor de Guzmán, lo que pone en evidencia que no imaginó la drástica decisión del discípulo de Stiglitz. Luego de la negativa de varios economistas de aceptar el convite del presidente, el ministerio de Economía quedó en manos de Silvina Betakis, ex ministra de Economía de Daniel Scioli. Ello significa que llegó a ese ministerio por descarte.

Al día siguiente los dólares estallaron provocando angustia y zozobra en la ciudadanía. Por la noche, entrevistada por Gustavo Sylvestre, la flamante funcionaria expresó, entre otros conceptos, lo siguiente (fuente: Perfil, 5/7/022): “Hoy tenemos una inflación que se triplicó en el mundo. Queremos empezar a corregir toda esa problemática. Argentina fue el país que más creció el año pasado y creó puestos de trabajo. Por eso se demandan divisas. La inflación es algo que va carcomiendo la vida de los argentinos. Es el gran problema que no nos permite planificar a los argentinos (…) La inflación en la Argentina tiene muchas causas. Vamos a hacer un abordaje integral (…) Necesitamos un programa económico que nos ponga en un sendero de equilibrio fiscal. El Estado no tiene por qué acumular superávit, pero en situaciones como fue la pandemia o en una situación de guerra uno tiene que poder utilizar el déficit como política contra cíclica (…) El motor de la economía tiene que ser el consumo. Creemos en el salario y en la paritaria. El salario no es inflacionario (…) El blue es un mercado pequeño y muy marginal pero está en la conciencia colectiva de todos nosotros (…) Estoy convencida de que los dólares tienen que estar puestos a disposición del crecimiento (…)”.

Batakis habla de crecimiento, como el presidente. No ve la realidad o no quiere hacerlo. Ninguna sociedad crece con semejantes índices inflacionarios. Afirma que el salario no es inflacionario. Pero si el aumento salarial es fruto de la emisión monetaria (como siempre lo ha sido en nuestro país), ¿cómo no va a provocar efectos inflacionarios? Afirma que el dólar blue es marginal. La realidad indica otra cosa. Los argentinos hace décadas que vivimos pendientes de ese dólar y no de la entelequia del “dólar oficial”. Hace unas horas reconoció que su ejemplo de ministro de Economía fue José Ber Gelbard, quien ocupó esa cartera durante los gobiernos de Cámpora, Perón e Isabel, y cuya desastrosa gestión desembocó en el “Rodrigazo” de junio de 1975, el primer gran ajuste de la historia.

Mientras Batakis visitaba los estudios de C5N, el presidente y la vicepresidenta se reunían a solas en Olivos para analizar el futuro del FdT y los pasos a seguir luego de la partida de Guzmán. Fue un encuentro en el que primó el más absoluto hermetismo. Sólo un puñado de personas debe saber qué temas trataron Alberto y Cristina y el tono de la conversación. Si la democracia liberal estuviera vigente lo lógico hubiera sido que ambos referentes del FdT, luego de terminada su reunión, hubieran convocado a una conferencia de prensa para informar a la sociedad de lo tratado entre ellos. El pueblo tiene el derecho a saber de qué se trata, especialmente en momentos tan dramáticos como los que estamos atravesando. El silencio y el secreto son, qué duda cabe, malos consejeros.

Pero peor consejero es la palabra imprudente. Fernando Chino Navarro es un dirigente experimentado. Además, es uno de los líderes del Movimiento Evita, columna vertebral del FdT y duramente enfrentado a La Cámpora. El miércoles 6 de julio el Secretario de Relaciones Parlamentarias rechazó de plano la posibilidad de que el presidente renuncie. En diálogo con Ernesto Tenembaum afirmó: “Salvo excepciones, los políticos vivimos dentro de un huevo, dentro de un lavarropas, gran parte de la clase dirigente. Alberto no va a renunciar porque es un tipo que tiene valor”. “Lo que pasa es que tenemos distintos conceptos de valor. Para muchos, valor es pararte en la esquina a putear al de enfrente, pero valor a veces es bancarte la puteada y hacer lo que tenés que hacer”. “Alberto Fernández siempre priorizó la unidad de la coalición por encima de su propia posición”. “Tenemos un pecado original que fue que no discutimos con la profundidad que se requería cómo encarar la crisis, una crisis estructural que tiene 45 años y se le sumaron los cuatro años de Mauricio Macri que la agravaron”. “Hay que trabajar juntos, lo otro es empujar a la Argentina al abismo”. “Salimos todos juntos, no veo otra forma. Incluso no alcanza con la coalición, tenemos que ver la forma de ordenarnos hacia adentro mirando hacia afuera y buscando otros actores” (fuente: Perfil, 6/7/022).

Navarro considera que ha llegado la hora de que todos trabajemos codo a codo para sacar a la Argentina de la ciénaga en la que está hundida. Es razonable su postura pero cabe recordar que en épocas aciagas de la democracia recuperada el justicialismo nada hizo por ayudar a garantizar la gobernabilidad. Me refiero a los caóticos finales de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. Ahora que el FdT está en el lugar del radicalismo pretende que la oposición se inmole ejerciendo una suerte de cogobierno. Lo que tiene que hacer Alberto Fernández es gobernar, tomar decisiones para intentar salvar al país del naufragio. Lo que tiene que hacer Cristina es terminar de una vez por todas con su deletérea práctica de esmerilamiento que tanto daño le está haciendo al oficialismo. Y lo que tiene que hacer la oposición es dejar de lado los egos y presentar a la sociedad un plan de gobierno alternativo, convencerla que está en condiciones de ejercer el poder luego de la debacle del FdT.

A propósito de los “mercados”

Marcos Lavagna fue uno de los nombres que circuló como candidato a reemplazar a Martín Guzmán en esa silla eléctrica llamada “Ministerio de Economía”. Tenía la aprobación del presidente y la vicepresidenta pero su candidatura se desmoronó como un castillo de naipes en cuestión de segundos. La razón fue contundente: Marcos Lavagna había sido vetado por “los mercados”. Horas más tarde el gobierno finalmente calmó su ansiedad confirmando a Silvina Batakis como reemplazante de Guzmán.

Apenas se confirmó la noticia desde los canales opositores al gobierno se lanzó la misma pregunta: ¿cómo reaccionarán el lunes “los mercados”? Desde hace mucho tiempo quedó legitimada una ideología política que sostiene que en la Argentina, para que un ministro de Economía goce de tranquilidad, tiene que gozar de la simpatía de “los mercados”. En realidad, para ser presidente en nuestro país “los mercados” deben elevar su pulgar en señal de aprobación. En consecuencia, la legitimidad del gobierno de turno depende de la buena o mala voluntad de “los mercados”.

Para “los mercados” un gobierno sólo es legítimo si aplica un programa económico ortodoxo, en sintonía con el Fondo Monetario Internacional. Si el gobierno de turno se desvía, aunque sea un milímetro de los dogmas neoliberales, pone en funcionamiento su poderoso arsenal logístico que le deja al gobierno de turno dos alternativas: obedecer o sucumbir. Raúl Alfonsín y Carlos Menem constituyen dos claros ejemplos. A principios de 1985 Alfonsín se vio obligado a reemplazar a Grinspun por Sourrouille en el ministerio de Economía. “Los mercados” aprobaron su decisión pero jamás le tuvieron confianza ya que lo consideraban demasiado progresista, en especial en las relaciones exteriores. Finalmente, don Raúl se vio obligado, jaqueado por la hiperinflación, a entregar anticipadamente el poder. Carlos Menem tuvo la habilidad de congraciarse rápidamente con “los mercados”. Al imponer sin anestesia la economía popular de mercado y sellar una alianza incondicional con Estados Unidos, el riojano pudo gobernar durante una década y media, lo que constituye todo un récord.

Rige, pues, en nuestro país una ley sociológica que sostiene que un presidente, por más que haya sido votado por la mayoría del electorado, debe ganarse la confianza de “los mercados” para gobernar “tranquilo”. La legitimidad de origen queda, por ende, relegada a un lejano rincón. Sólo cuenta la legitimidad de ejercicio, la manera adecuada de ejercer el poder, la capacidad para congraciarse con “los mercados”. Cabe, pues, que nos formulemos la siguiente pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de los mercados”?

El término “mercado” está unido de manera indisoluble al liberalismo, más específicamente al liberalismo económico. Ahora bien, cuando desde los grandes medios de comunicación se remarca de manera obsesiva la importancia de que el gobierno de turno aplique una política económica goce del beneplácito de “los mercados”, ¿se refieren al mercado tal como fue concebido por el liberalismo o, por el contrario, utilizan esa palabra para encubrir a la élite económica que detenta el poder real?

Para tener una idea precisa del significado del término “mercado” nada mejor que consultar a uno de los intelectuales liberales más renombrados del siglo XX. Me refiero a Ludwig von Mises. En su libro “La acción humana” Mises escribe a propósito de este tema: “La economía de mercado es un sistema social de división del trabajo, basado en la propiedad privada de los medios de producción. Dentro de tal orden, cada uno actúa según su propio interés le aconseja; sin embargo, todo el mundo satisface las necesidades de los demás al atender las suyas propias. Bajo dicho sistema, todo actor se pone al servicio de sus conciudadanos. Éstos, a su vez, igualmente sirven a aquél. El hombre es, al tiempo, medio y fin; fin último para sí mismo y medio en cuanto coadyuva con los demás para que puedan alcanzar sus personales objetivos (…) El mercado impulsa las diversas actividades de las gentes por aquellos cauces que mejor permiten satisfacer las necesidades de los demás. La mecánica del mercado funciona sin necesidad de compulsión y coerción. El estado, es decir, el aparato estatal de fuerza y coacción, no interfiere en su mecánica, ni interviene en aquellas actividades de los ciudadanos que el propio mercado encauza. El imperio estatal se ejerce sobre las gentes únicamente para prevenir actuaciones que perjudiquen o puedan perturbar el funcionamiento del mercado. Se protege y ampara la vida, la salud y la propiedad de los particulares contra las agresiones que, ya sea por violencia o fraude, enemigos internos o externos puedan ingeniar. El estado crea y mantiene así un ambiente social que permite a la economía de mercado pacíficamente operar (…) El mercado no es ni un lugar, ni una cosa, ni una asociación. El mercado es un proceso puesto en marcha por las actuaciones diversas de los múltiples individuos que bajo un régimen de división del trabajo cooperan. Los juicios de valor de estas personas, así como las actuaciones engendradas por las aludidas apreciaciones valorativas son las fuerzas que determinan la disposición-continuamente cambiante-del mercado”.

En este párrafo Mises deja bien en claro cuál es la función central del estado: no intervenir en la dinámica del mercado salvo para proteger los derechos y garantías individuales. El estado tiene la obligación de ocuparse de la vida, la salud y la propiedad de los ciudadanos contra sus agresores. Mises, a diferencia del anarquismo, no niega la existencia del estado, sino que proclama la necesidad de que ese estado no interfiera en las acciones de los individuos que dinamizan a diario el mercado.

Escribe Mises más adelante: “Corresponde a los empresarios, en la sociedad de mercado, el gobierno de todos los asuntos económicos. Ordenan personalmente la producción. Son los pilotos que dirigen el navío. A primera vista, podría parecernos que son ellos los supremos árbitros. Pero no es así. Hállanse sometidos incondicionalmente a las órdenes del capitán del barco, el consumidor. No deciden por sí los empresarios, ni los terratenientes, ni los capitalistas qué bienes deben ser producidos. Dicha función corresponde, de modo exclusivo, a los consumidores. Cuando el hombre de negocios no sigue, dócil y sumiso, las directrices que, mediante los precios del mercado, el público le marca, sufre pérdidas patrimoniales, se arruina, siendo, finalmente, relevado de aquella eminente posición que, al timón de la nave, ocupaba. Otras personas, más respetuosas con los mandatos de los consumidores, serán puestas en su lugar (…).

Son, en fin de cuentas, los consumidores quienes determinan no sólo los precios de los bienes de consumo, sino también los precios de todos los factores de producción. Fijan, igualmente, los ingresos de cuantos operan en el ámbito de la economía de mercado. Son los consumidores, no los empresarios, quienes, en definitiva, pagan a cada trabajador su salario, lo mismo a la famosa estrella cinematográfica, que a la mísera fregona (…) Por eso se ha podido decir que el mercado constituye una democracia, en la cual cada centavo da derecho a un voto. Más exacto sería decir que, mediante las constituciones democráticas, se aspira a conceder a los ciudadanos, en la esfera política, aquella misma supremacía que, como consumidores, el mercado les confiere”.

El mensaje de Mises no admite interpretaciones contrapuestas. En la economía de mercado son los consumidores-los hombres de la calle, para utilizar una expresión coloquial-los que tienen la sartén por el mango. “Los mercados” se componen de millones de personas que con sus diarias decisiones económicas, comandan la nave. En la Argentina, esto suena a entelequia. En efecto, “los mercados” se componen, en realidad, de un grupo reducido de poderosos empresarios que detentan el poder real. Es esta élite empresarial la que determina, en última instancia, si fulano o mengano debe manejar la economía del país. En nuestro país no existe la soberanía del consumidor sino la prepotencia de los grandes empresarios. Si imperara de verdad la economía de mercado tal como la concibe Mises, no habría necesidad de un ministro de Economía, de un burócrata que se cree capaz de manejar y controlar el funcionamiento de la economía. Es por ello que en la Argentina no está vigente la economía de mercado porque la que brilla por su ausencia es, en realidad, la democracia liberal.

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