Por Alfredo Nobre Leite.-

Llama poderosamente la atención que Armando Ribas, en su artículo «Impunidad, terrorismo y demagogia» («La Prensa», 9/4), siga insistiendo con el exabrupto de «cuando el que gobierna es Dios, el que se le opone es hereje y hay que matarlo. Tal fue la época de la Inquisición en Europa…» (sic), que constituye una falsa y falaz premisa y desconocimiento de la doctrina de la Iglesia, que debería repasar antes de emitir tan peregrina afirmación; pues ese tribunal que denosta, de la Santa iglesia Católica Apostólica Romana, nació en el siglo XIII con motivo de las herejías de albigenses, cátaros y valenses, que surgieron en el siglo XII en el sur de Francia y norte de Italia, que negaban la fidelidad, verdadero fundamento del orden civil, que era sagrada, y causaban estupor por prohijar la felonía, como también la usura, aprobaban el suicidio, condenaban toda guerra, incluso la defensiva, todo lo cual era insoportable para el criterio moral medieval. Ya que el emperador Federico II aprovechó para deshacerse de algunos enemigos políticos, acusándolos de ser miembros de esas sectas herejes, es decir practicar la brujería, las quejas llegaron al Sumo Pontífice Gregorio IX, que decidió intervenir y designó a un teólogo intentando evitar su uso político. La Iglesia intervino con esa nueva instancia jurídica que tenía por misión principal convertir al acusado y protegerlo del tribunal civil. Sus penas eran todas de naturaleza espiritual, y como tribunal eclesiástico tenía prohibido derramar sangre. Si el reo realmente era culpable y se obstinaba en su delito, se limitaba a «relaxarlo al brazo secular», que aplicaba la pena que estimara conveniente, según el derecho romano.

La Inquisición creó el abogado defensor, siendo el primer tribunal que exigió se demostrara fehacientemente la culpabilidad del reo, lo que salvó la vida de miles de supuestos brujos (para el conocimiento de Ribas) que en países protestantes durante el siglo XVII serían ejecutados por millares, no aceptó ninguna causa en virtud de un solo testimonio, exigía al menos tres, antes de ponerse en movimiento, e inició la investigación previa de los testigos para evitar venganzas y calumnias. En suma, fue el origen de la moderna doctrina que cree inocente al acusado hasta que se demuestre lo contrario, y lo trataba como tal. La Santa Inquisición fue querida por los pueblos protegidos por ella. Su más preciado fruto fue evitar los derramamientos de sangre por motivos religiosos (que Ribas tome debida nota), que se produjeron precisamente donde no funcionó.

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