Por Luis Américo Illuminati.-

En los comienzos de la especulación griega las palabras «sophos» y «sophía» significaban la búsqueda del conocimiento de las cosas o afán de sabiduría, el arte de vivir rectamente. Luego esta tendencia degeneró en falacias cuyos fines apuntaban a conseguir el poder del Estado por medios inmorales. Esta distorsión -grave aberración de la Política- la inauguraron los llamados sofistas, entonces más tarde se llamó sofistas a los oradores de retórica elegante pero que en el fondo las palabras no eran más que encadenamientos de falacias, falsos argumentos a los que se les llamó sofismas y sofistería a la técnica del discurso.

La sofistería es un mal arte, mezcla de astucia o zorrería que esconde el perverso propósito de adueñarse del Estado, convirtiéndolo en una maquinaria opresiva.

Las iniciales CFK indudablemente representan el epítome del ejercicio obsceno de un poder sin límites, donde la corrupción, la mentira y la hipocresía son sus elementos constitutivos. No es menos culpable que aquélla la estreñida oposición. El puñetazo en la mesa que dio Alfredo Casero en el programa televisivo de Majul representa indudablemente el hartazgo de una gran parte de la sociedad contra el indisimulable y colosal combo de corrupción, mentiras y burlas que todos los días es víctima el pueblo argentino.

El puñetazo de indignación de Caseros es un símbolo de rechazo, protesta y repudio a la permanente burla del dúo Fernández y Fernández contra los argentinos. ¡Basta Carajo! es el grito de los argentinos que llegaron al límite de la paciencia y la temperancia.

Está claro para mí que la bronca de Alfredo Casero no fue dirigida solamente contra Majul sino contra la totalidad de los políticos. Lo que dijo es inequívocamente una verdad más grande que una casa. El puñetazo en la mesa fue también para todos los periodistas de los medios televisivos y radiofónicos cuya pasividad y cacareo gallinesco ante el espectáculo de la demolición de la república se quedan en el mero canturreo informativo que mide el rating. Equivale a la misma actitud del locutor que transmite una pelea de box entre un gigante y un enanito donde éste lleva la peor parte. Informar todo el tiempo la evolución del moribundo agobia y enturbia el espíritu. Y a quien llegue a recriminarles esa actitud, le dirán: «Yo informo, luego existo» ¿Y qué otra cosa quiere que haga mi amigo? Respuesta a la que yo contesto. Sr. Periodista es usted un «sofista» similar a la clase de Gorgias, Protágoras e Hipias, contemporáneos de Sócrates.

Por similitud de caracteres y actitudes, los políticos argentinos son como los sofistas griegos amén de fariseos de los cuales la sociedad entera rechaza. Contra la cómoda casta de los «burogarcas» (mezcla de burócratas y oligarcas), quienes hasta ahora no se dan por aludidos. Son perros caros que se diferencian de los otros porque llevan distinto collar o viceversa, son perros diferentes que tienen el mismo collar, el gastado collar que ya todos conocemos.

A los señores y señoras de la nutrida casta política, bien podemos denominarla casta de sofistas y sofocracia al gobierno de sus miembros del signo o bandería partidaria que sea.

De igual modo que los sofistas griegos, los políticos argentos perdieron de vista el objetivo real o brújula de la ética. El bien común, la verdad, y todo el bagaje de virtudes que la acompañan. El discurso rabulista, chicanero y mendaz separa a la casta de los políticos de la gente común que los mantiene.

Los sofistas griegos, profesionales de la palabra, de la retórica vacía, convirtieron su actividad en un negocio. En Atenas la retórica se convirtió en una fuerza social predominante, como ocurre actualmente con los políticos argentos cuyos sofismas y supercherías es un hecho regulativo inconmovible de la acción política. Tal como en la Atenas de esa época, la forma democrática del Estado exigía del político habilidad con las palabras, demanda o necesidad de una época de ruptura, donde el abandono de la fe religiosa y de las viejas costumbres y perdido el respeto de la autoridad, condujo a la más aguda de las anarquías.

Tal ruptura trajo consigo conflictos insolubles que desembocaron en la guerra del Peloponeso que hizo colapsar a la cultura griega. Los sofistas en su ciego afán retórico construyeron un artificio, un frívolo juego. «Con el rabulismo arrogante de su profesión se convirtieron los sofistas de la última época en los abogados de las más relajadas tendencias, que acabaron por minar las instituciones de la vida social» (Wildelband, Hist. Gen. de la Filosofía, editorial El Ateneo, 15a. edición, p.63).

Ante la acción devastadora y disolvente de los sofistas, aparece la figura de Sócrates que mantuvo y conservó la fe en la razón y el convencimiento de que existe una verdad universalmente válida y trascendente. Esta convicción era en él un sentimiento moral que le acarreó la muerte.

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