Por Jorge D’Amario Cané.-

Debe trabajar el hombre
Para ganarse su pan;
Pues la miseria, en su afán
De perseguir de mil modos,
Llama en la puerta de todos
Y entra en la del haragán.
(De los Consejos de Martín Fierro a sus hijos)

Desde la época de los gobiernos de Néstor Kirchner y su esposa, Cristina Fernández, se instauró en la Argentina la obligación del Poder Político de mantener a aquellos que no trabajan con planes sociales y otras prebendas, provenientes siempre del erario público, o sea, de los aportes que por impuestos y otras obligaciones paga el resto de los argentinos que trabajan y producen.

Desde entonces, la vagancia se ha adueñado de las calles con el nombre de piquetes. Son los «pobres» que alguna vez fueron ayudados de manera no formal por los gobiernos argentinos, pero que ahora se ha hecho una insana costumbre, una camarilla, y, con la muletilla de la inclusión social, le quieren, los políticos, hacer creer a la gente que se trata de una obra de bien.

Los denominados piqueteros, son aquellos que, por no hacer nada mejor, se juntan en las arterias de pueblos y ciudades, a toda hora, a protestar por cualquier cosa, sin mostrar un mínimo gesto de complacencia por la sagrada cultura del trabajo. Son como peces en el agua esperando la carnada sin sacrificio ni esfuerzo.

Hoy, con la mágica y perniciosa palabreja de la «inclusión», los gobiernos han introducido, en la vida de los argentinos que viven trabajando, a estos perezosos no siempre bien nacidos, que hacen de la barbarie su única manera de mostrarse: cortan calles y avenidas molestando y a veces agrediendo a los que necesitan pasar para ir a su trabajo, arruinan con campamentos parques y paseos, destruyen obras de arte como bustos y monumentos de la vía pública, se plantan frente a los supermercados obligando a que se los ayude, tocan el bombo y atruenan el espacio pidiendo por más comida gratis, por ayuda sin esfuerzo y por derechos que no merecen. Es un sector social que se ha olvidado que la Argentina se construyó con trabajo, con esfuerzo y que ellos ahora vienen a violar todas las leyes con tal de seguir vagando graciosamente por las calles al grito de Perón, Perón, o voceando a voz en cuello el nombre de sus líderes, los responsables de tanto castigo social que aplasta a los verdaderos hacedores de la Argentina que son los que trabajan.

La cultura del trabajo queda sólo para los ingenuos que trabajan y mantienen a su familia «con el sudor de su frente», como lo hace la gente decente. La inclusión debiera ser que estos ciudadanos vayan, de a poco, teniendo trabajo formal, que vayan dedicándose a ofrecerle a la Argentina un nuevo grupo de gente que también se esfuerza por mejorar al país. Y que también aportan sus impuestos al erario público.

Es cierto que la pobreza ha crecido en el país, pero no es menos cierto que, enancados en el potro de las razones válidas, haya cientos de jóvenes y hombres y mujeres de mediana edad, que aprovechan la situación para robarnos y para vivir de los esfuerzos ajenos, del trabajo de los que se esfuerzan todos los días por mantener a su familia y darles un mejor bienestar, como es el mandato de la razón, la justicia y el orden social. Como Dios manda.

Es importante el trabajo de las organizaciones sociales en momentos de tanta pobreza como es el que vive la Argentina. Es importante todo, incluso, los que trabajan ayudando a los más desposeídos, pero no es menos cierto que hay demasiada masa de gente holgazana, que se alimenta de la caridad pública y del apriete a los centros de consumo grandes, medianos y hasta pequeños negocios familiares donde no los para ni el respeto al trabajo honesto, ni la presencia de niños y ancianos, ni la dignidad de hombres de una sociedad civilizada.

La inclusión, nos ha metido en nuestra casa el peligro de la muerte a cada paso que antes nos acechaba sólo y a veces en la vía pública. Ahora, el delito, la droga y la conducta de decenas de salvajes mal nacidos, se ha mezclado con la gente honesta, por la magia de la «inclusión», en nuestro hogar pisoteando nuestro entorno y aplastando nuestros derechos. Mientras ellos nos pasan por arriba, el gobierno sigue usando nuestros impuestos para alimentar a esta pléyade de inadaptados, pervertidos y peligrosos sujetos con el cuentito de la «inclusión» instaurados en la Nación por la locura populista de los gobiernos kirchneristas. Doce años de populismo barato y desmedidos, donde se perdió la moral y las buenas costumbres, y se perdieron, además los dineros públicos mal usados para acrecentar el bienestar y la fortuna de los políticos de turno, se ha dado vía libre a la indecencia, a la violencia, a la desvergüenza, a la corrupción en todos los niveles y al crecimiento indefinido de los piquetes que sólo reclaman por derechos no ganados ni ofrecen, a cambio, sus brazos para trabajar honradamente.

La «inclusión» nos ha metido en la sociedad decente a los malandras que viven de lo ajeno, de gente que ha venido a interrumpir nuestra tranquilidad y que han llegado para quedarse aprovechándose de la gente común a la que la ley le impide armarse porque está prohibido en tanto los «incluidos» nos matan como a moscas cada vez con armas más grandes y más sofisticadas sin pedir permiso ni anunciarse. Esta situación también es parte de la famosa «inclusión» de la que tanto alardeaba el kirchnerismo.

Y la «inclusión» ha permitido que convivamos con el peligro permanentemente entre violadores, ladrones, policías corruptos, políticos mafiosos, matones que desde la política acechan y aprietan a la gente trabajadora de los pequeños pueblos y localidades del país. La «inclusión ha venido a entorpecer el progreso nacional, porque ha interrumpido el ritmo de vida y de trabajo de la gente decente que se ocupa de lo propio.

Por otro lado, los llamados «líderes» de los piqueteros, en lugar de estar presos por promover el desorden y fomentar la violencia en las calles, se preparan para que el gobierno, dentro de poco, los legalice otorgándole un lugar en la sociedad como «sindicato». Será el Sindicato de los vagos, de los atorrantes, de los holgazanes, de los que tienen ganas de vivir, solamente, de los ajeno, por las buenas o por las malas, y por el fin de los tiempos. Y que como «Sindicato» podrán llegarse a sentar, en la Casa de Gobierno, presentando sus quejas y reclamos.

Con este «Sindicato», el gobierno termina de darnos a los argentinos decentes la estocada final de una pelea que, para la gente de ley, termina en una derrota definitiva.

Es el único país del mundo que hará una cosa semejante para seguir avergonzando a los argentinos.

Resumiendo: estamos al horno.

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