Por Hernán Andrés Kruse.-

El flamante acuerdo celebrado entre el Mercosur y la Unión Europea fue presentado por el gobierno con bombos y platillos. Se trata, remarcó, de un hecho histórico para la Argentina, de un acontecimiento que le permitirá al país ingresar definitivamente al mundo desarrollado. Si se le presta un poco de atención a sus principales gestores será fácil percatarse que este acuerdo implica, ni más ni menos, que la aplicación a nivel global de la célebre teoría de Adam Smith de la división del trabajo desarrollada en su monumental libro “La riqueza de las naciones”.

Escribió el emblema de la economía clásica: “El progreso más importante en las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud, destreza y sensatez con que éste se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de la división del trabajo (…) Tomemos como ejemplo una manufactura de poca importancia, pero a cuya división del trabajo se ha hecho muchas veces referencia: la de fabricar alfileres. Un obrero que no haya sido adiestrado en esa clase de tarea (convertida por virtud de la división del trabajo en un oficio nuevo) y que no esté acostumbrado a manejar la maquinaria que en él se utiliza (cuya invención ha derivado, probablemente, de la división del trabajo), por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al día, y desde luego no podría confeccionar más de veinte. Pero dada la manera como se practica hoy día la fabricación de alfileres, no solo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino que está dividida en varios ramos, la mayor parte de los cuales también constituyen otros tantos oficios distintos. Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales, un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado en limar el extremo donde se va a colocar la cabeza: a su vez la confección de la cabeza requiere dos o tres operaciones distintas: fijarla es un trabajo especial, esmaltar los alfileres, otro, y todavía es un oficio distinto colocarlos en un papel. En fin, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas dieciocho operaciones distintas, las cuales son desempeñadas en algunas fábricas por otros tantos obreros diferentes, aunque en otras un solo hombre desempeñe a veces dos o tres operaciones. He visto una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba más que diez obreros, donde, por consiguiente, algunos de ellos tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que eran pobres y, por lo tanto, no estaban bien provistos de la maquinaria debida, podían, cuando se esforzaban, hacer entre todos, diariamente, unas doce libras de alfileres (…) Estas diez personas podían hacer cada día, en conjunto, más de cuarenta y ocho mil alfileres, cuya cantidad, dividida entre diez, correspondería a cuatro mil ochocientas por persona. En cambio si cada uno hubiera trabajado separada e independientemente, y ninguno hubiera sido adiestrado en esa clase de tarea, es seguro que no hubiera podido hacer veinte, o, tal vez, ni un solo alfiler (…) El progreso en la destreza del obrero incrementa la cantidad de trabajo que puede efectuar, y la división del trabajo, al reducir la tarea del hombre a una operación sencilla, y hacer de ésta la única ocupación de su vida, aumenta considerablemente la pericia del operario (…) Debido a la división del trabajo toda la atención del hombre se concentra naturalmente en un solo y simple objeto (…) Cada uno de los individuos se hace más experto en su ramo, se produce más en total y la cantidad de ciencia se acrecienta considerablemente (…) Todo obrero dispone de una cantidad mayor de su propia obra, en exceso de sus necesidades, y como cualesquiera otro artesano, se halla en la misma situación, se encuentra en condiciones de cambiar una gran cantidad de sus propios bienes por una gran cantidad de los creados por otros; o lo que es lo mismo, por el precio de una gran cantidad de los suyos. El uno provee al otro de lo que necesita, y recíprocamente, con lo cual se difunde una general abundancia en todos los rangos de la sociedad”.

Aplicada a nivel global esta teoría proclama lo siguiente: cada país debe dedicar todas sus habilidades a la producción de una mercadería determinada. El país X, por ejemplo, debe dedicarse a la producción de carne y el país X, al desarrollo de automóviles. Pues bien, a ninguno de los dos les conviene dedicarse a la producción de ambos productos ya que ello contribuiría a disminuir su calidad de vida. Es mucho más lucrativo y beneficioso que el país X se ocupe sólo de la carne y que el país Z se especialice en la producción de automóviles. De esa forma, el país X le venderá al país Z su carne y le comprará sus automóviles. Y el país Z le venderá al país X sus automóviles y le comprará su carne. Ambos países quedan condenados a la producción de carne y automóviles. Bajo la división internacional del trabajo quienes en el país X se dedicaban a la producción de automóviles quedan a la intemperie, sucediendo lo mismo con quienes se dedicaban a la producción de carne en el país Z.

Si finalmente el acuerdo Mercosur-Unión Europea entra en vigencia la Argentina se limitará a vender al mundo lo que produzca en materia de alimentos. Nada más. En consecuencia, quienes tengan vocación por la industria o la investigación científica, por ejemplo, deberán emigrar. Estas actividades dejarán de ser una prioridad. El presidente de la nación es un ferviente defensor de esta concepción económica. Con solo ver su sonrisa al observar en Japón la carne argentina que hará las delicias del paladar de los japoneses, basta para percatarse de ello. Si este acuerdo entra en vigencia volveremos a ser “el granero del mundo”, tal como lo soñó la Generación del Ochenta.

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