Por Hernán Andrés Kruse.-

Vivimos una época signada por graves problemas económicos, sociales, políticos e institucionales. Hay quienes dicen que la culpa de todo la tiene la ex presidente Cristina Kirchner y hay quienes sostienen que la debacle comenzó a partir del 10 de diciembre pasado. Quizás ambos sectores tengan parte de la razón pero lo cierto es que hoy los argentinos estamos angustiados y cansados de tantos sinsabores. Cuando reinan la incertidumbre y el desasosiego es normal que se trate de encontrar las causas de los males que nos aquejan, tanto a nivel país como a nivel personal. La pregunta ¿por qué estamos tan mal? es hoy formulada por la inmensa mayoría de los argentinos. Todos ansiamos encontrar la respuesta perfecta, aquella respuesta que nos permita comprender lo que nos está pasando. Quien esto escribe forma parte de esa marea humana que busca explicaciones de todo tipo para entender nuestro infortunio. Para encontrar la mejor explicación posible empleo el siguiente método: consulto a los que verdaderamente saben de política, economía, sociología e historia. En esta oportunidad decidí rememorar las reflexiones de un notable intelectual de mi país volcadas en un libro pequeño por la cantidad de hojas pero inmenso por su profundidad intelectual. Ese libro no es otro que “Dogma socialista” y su autor es el enorme Esteban Echeverría. La lectura de las palabras simbólicas continúa brindando un aporte excepcional a quienes intentan darle sentido a nuestra ajetreada y compleja realidad.

Dijo Echeverría sobre la asociación: “La voluntad de un pueblo o de una mayoría no puede establecer un derecho atentatorio del derecho individual porque no hay sobre la tierra autoridad alguna absoluta, porque ninguna es órgano infalible de la justicia suprema, y porque más arriba de las leyes humanas está la ley de la conciencia y de la razón”. (…) “Ninguna mayoría, ningún partido o asamblea, tiene derecho para establecer una ley que ataque las leyes naturales y los principios conservadores de la sociedad, y que ponga a merced del capricho de un hombre la seguridad, la libertad y la vida de todos. El pueblo que comete este atentado es insensato, o al menos estúpido, porque usa de un derecho que no le pertenece, porque vende lo que no es suyo, la libertad de los demás; porque se vende a sí mismo no pudiendo hacerlo, y se constituye en esclavo, siendo libre por la ley de Dios y de su naturaleza”. (…) “Alegar razones de Estado para cohonestar la violación de estos derechos es introducir el maquiavelismo y sujetar de hecho a los hombres al desastroso imperio de la fuerza y la arbitrariedad”. (…) “La potestad social que no hace esto; que en vez de fraternizar, divide; que siembra la desconfianza y el encono; que atiza el espíritu de partido y las venganzas; que fomenta la perfidia, el espionaje y la delación, y tiende a convertir la sociedad en un enjambre de delatores, de verdugos y de víctimas, es una potestad inicua, inmoral y abominable”. Echeverría sentía un gran temor por esas mayorías circunstanciales que se colocan por encima del derecho para obrar a su antojo. Cuántas veces los argentinos sufrimos los embates de estas mayorías circunstanciales que, desconociendo la constitución de 1853, decidieron rendir pleitesía al caudillo que circunstancialmente accedía al poder por el voto del pueblo. Esta propensión de la sociedad por legitimar liderazgos carismáticos nos ha causado daños inconmensurables. Uno de los más graves problemas de la Argentina ha sido confiar nuestras vidas y nuestro futuro a un presidente que pasaba a la categoría de monarca absoluto.

Para Echeverría sólo se podía reanimar aquella sociedad en disolución (se refiere, obviamente, a la sociedad de su época) cultivando y propalando el espíritu de asociación. La asociación jugaba para Echeverría un rol fundamental y para que cumpliera fehacientemente con su cometido debía garantizar en su seno el progreso, la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Dice Echeverría sobre la fraternidad: “Los tiranos y egoístas fácilmente ofuscaron con su soplo mortífero la luz divina de la palabra del Redentor y pusieron, para reinar, en lucha al padre con el hijo, al hermano con el hermano, la familia con la familia” (…) “el egoísmo es la muerte del alma. El egoísta no siente amor, ni caridad, ni simpatía por sus hermanos. Todos sus actos se encaminan a la satisfacción de su yo; todos sus pensamientos y acciones giran en torno de su yo; y el deber, el honor y la justicia son palabras huecas y sin sentido para su espíritu depravado. El egoísmo se diviniza y hace de su corazón el centro del universo. El egoísmo encarnado son todos los tiranos”. ¡Qué sabias palabras! La historia universal puede definirse como la historia de los gobernantes que sólo pensaron en sí mismos, que detentaron el poder pensando exclusivamente en la satisfacción de sus mezquinos intereses personales. La Argentina ha estado a merced, en gran parte de su historia, de gobernantes que hicieron un culto del egoísmo. Y el precio que pagó fue altísimo.

Dice Echeverría sobre la igualdad: “Para que la igualdad se realice es preciso que los hombres se penetren de sus derechos y obligaciones mutuas”. (…) “No hay igualdad donde la clase rica se sobrepone y tiene más fueros que las otras. Donde cierta clase monopoliza los destinos públicos. Donde el influjo y el poder paraliza para los unos la acción de la ley y para los otros la robustece. Donde sólo los partidos, no la nación, son soberanos. Donde las contribuciones no están igualmente repartidas y en proporción a los bienes e industria de cada uno. Donde la clase pobre sufre sola las cargas sociales más penosas, como la milicia, etc. Donde el último satélite del poder puede impunemente violar la seguridad y la libertad del ciudadano. Donde las recompensas y empleos no se dan al mérito probado por hechos. Donde cada empleado es un mandarín, ante quien debe inclinar la cabeza el ciudadano. Donde los empleados son agentes serviles del poder, no asalariados y dependientes de la nación. Donde los partidos otorgan a su antojo títulos y recompensas. Donde no tiene merecimientos el talento y la probidad, sino la estupidez rastrera y la adulación”. La Argentina ha legalizado, a lo largo de su historia, la desigualdad. En materia impositiva, por ejemplo, jamás se intentó aplicar el criterio proporcional para que el pago de impuestos sea lo más justo posible. Atenta contra la justicia que el pobre y el rico paguen el mismo porcentaje por la luz, el agua, etc. Cuántas veces el ciudadano común ha sido ultrajado en una dependencia pública. Pero lo más indigno de todo son las largas colas de jubilados que esperan pacientemente para cobrar sus míseros ingresos. En la Argentina el empleo público nunca tuvo que ver con la idoneidad sino con el tráfico de influencias. ¡Cuántos aspirantes capaces a la administración pública fueron desechados por carecer de padrinos!

Dice Echeverría sobre la libertad: “La libertad es el derecho que cada hombre tiene para emplear sin traba alguna sus facultades en el conseguimiento de su bienestar y para elegir los medios que puedan servir a este objeto” (Joven Europa) (…) “No hay libertad donde el hombre no puede cambiar de lugar a su antojo. Donde no le es permitido disponer del fruto de su industria y de su trabajo. Donde tiene que hacer al poder el sacrificio de su tiempo y de sus bienes. Donde puede ser vejado e insultado por los sicarios de un poder arbitrario. Donde sin haber violado la ley, sin juicio previo ni forma de proceso alguno, puede ser encarcelado o privado del uso de sus facultades físicas o intelectuales. Donde se le coarta el derecho de publicar de palabra o por escrito sus opiniones. Donde se le imponen una religión y un culto distinto del que su conciencia juzga verdadero. Donde se le puede arbitrariamente turbar en sus hogares, arrancarle del seno de su familia y desterrarle fuera de su patria. Donde su seguridad, su vida y sus bienes están a merced del capricho de un mandatario. Donde se le obliga a tomar las armas sin necesidad absoluta y sin que el interés general lo exija. Donde se le ponen trabas y condiciones en el ejercicio de una industria cualquiera, como la imprenta, etc.” Echeverría estaba pensando en el régimen de Rosas, al que juzgaba tiránico. Estos atentados contra la libertad individual se dan fundamentalmente en las dictaduras y las autocracias totalitarias pero algunos de ellos pueden darse en los regímenes democráticos. En nuestro país, en buena parte de los gobiernos con base democrática, las mayorías circunstanciales en el Congreso han ejercido una enorme presión sobre las garantías y derechos individuales, sancionando leyes flagrantemente inconstitucionales. Y en algunos casos el propio presidente, emulando a algún monarca absoluto de la Edad Media, ha utilizado los decretos de necesidad y urgencia para convalidar sus caprichos.

Echeverría expone, como colofón de su escrito, su concepción de la democracia: “La igualdad y la libertad son los dos ejes centrales, o más bien, los dos polos del mundo de la democracia. La democracia parte de un hecho necesario, es decir, la igualdad de clases, y marcha con paso firme hacia la conquista del reino de la libertad más amplia, de la libertad individual, civil y política. La democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia misma de todos los gobiernos republicanos, o instituidos por todos para el bien de la comunidad o de la asociación. La democracia es el régimen de la libertad fundado sobre la igualdad de clases” (…) “La democracia es el gobierno de las mayorías o el consentimiento uniforme de la razón de todos, obrando para la creación de la ley y para decidir soberanamente sobre todo aquello que interesa a la asociación. Ese consentimiento general y uniforme constituye la soberanía del pueblo” (…) “La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad es ciega, caprichosa, irracional; la voluntad quiere, la razón examina, pesa y decide. De ahí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social” (…) “La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las masas ni de las mayorías; es el régimen de la razón”. Para Echeverría democracia y educación son hermanos siameses. Un pueblo educado es consciente de cuáles son sus derechos y, fundamentalmente, cuáles son sus obligaciones. Un pueblo educado no se deja embaucar por el demagogo, se da cuenta cuando desde el poder se pretende esquilmarlo. Un pueblo educado no se deja engañar por el gobernante, al menos no tan fácilmente. Para que impere la democracia no debe haber tantas desigualdades sociales. Cuando un porcentaje importante de la población está por debajo de la línea de la pobreza, cuando sus necesidades básicas están insatisfechas, no se puede hablar de democracia aún cuando el gobernante haya sido elegido en elecciones libres y cristalinas. Sin igualdad es imposible hablar de libertad, y sin libertad es imposible hablar de democracia. Ello explica por qué la democracia como filosofía de vida sigue siendo una quimera en la Argentina.

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