Por Hernán Andrés Kruse.-

La decadencia de la Argentina no se detiene. Cada gobierno es peor que el anterior. Cada día nos hundimos un poco más en la ciénaga de la pobreza, la falta de educación, la anomia. Lo peor de esta tragedia es que la hemos naturalizado, nos hemos acostumbrado a convivir con ella. Nos hemos acostumbrado a vivir en función de la clásica expresión del conformismo: “y bueno”. Nos hemos acostumbrado a soportar todo tipo de tropelías cometidas por el gobernante de turno. Nos hemos acostumbrado a tolerar políticas económicas lesivas de nuestra calidad de vida, políticas educativas que han condenado al analfabetismo funcional a millones de adolescentes que al finalizar el colegio secundario no saben leer ni escribir. Hemos tolerado que nos inculquen el miedo a la libertad, el miedo a valernos de nosotros mismos para progresar. Nos han inculcado la total y absoluta dependencia del estado o, para ser más preciso, del aparato burocrático estatal que asfixia nuestras capacidades.

Hemos naturalizado el estar sometidos a la voluntad omnímoda del estado. Hemos naturalizado el estar sometidos al caudillo de turno, el creer que su palabra es sagrada, que su razón es perfecta. Hemos naturalizado creer que el caudillo nunca se equivoca, que nos cuida y protege como si fuéramos sus hijos. Nos han inculcado el rechazo a la libertad, a la autonomía personal, a pensar de manera crítica. Nos han inculcado el rechazo a vivir como personas, como seres libres y responsables. Hemos naturalizado ser parte del rebaño, seguir a la manada, obedecer sin chistar las órdenes del pastor. Hemos naturalizado la faltad de independencia del Poder Judicial, los engaños del Poder Ejecutivo, la obediencia debida del Poder Legislativo, el reemplazo de los periodistas independientes por los operadores políticos, el imperio de la delincuencia y el narcotráfico; hemos naturalizado la kakistocracia (el gobierno de los peores) o, si se prefiere, la cleptocracia (el gobierno de los ladrones). Hemos naturalizado la corrupción, la omnipotencia de los gobernantes, la burla oficial. Hemos naturalizado la entrega de nuestros derechos y libertades individuales al gobernante de turno, como si fuera un Mesías que todo lo puede.

Hemos naturalizado una cultura política que nos fue inculcada desde que cortamos el cordón umbilical con España a comienzos del siglo XIX. Naturalizamos aceptar sin chistar los códigos de la democracia de masas, de la democracia caudillista. En su gran libro “Las ideas políticas en la Argentinas”, el historiador José Luis Romero así la describe: “Los caudillos fueron los conductores de las masas populares de las provincias. Ajenos, en general, a todas las sutilezas que suponía el ejercicio del poder dentro de la concepción de los grupos ilustrados, poseían algunos caracteres que evidenciaban su inequívoca aptitud para polarizar las simpatías y excitar la admiración. Por eso fueron jefes populares que si llegaban al poder por la violencia y no poseían título jurídico para ejercerlo, tenían en cambio una tácita adhesión de ciertos núcleos que los respaldaban y los sostenían.

El secreto de esa adhesión residía en la afinidad entre el caudillo y las masas populares. El caudillo pertenecía casi siempre a esa misma capa social; participaba del mismo tipo de vida y rechazaba con la misma aversión las formas evolucionadas de convivencia que se le quisieron imponer; y en el seno de esa masa se individualizaba, generalmente, por cierta excelencia en el ejercicio de las mismas virtudes que ella admiraba: era el más valiente, el más audaz, el más diestro. Esas cualidades no valían por sí, sino agregadas a ciertas dotes naturales de mando. El caudillo no recibía su consagración como jefe por ningún acto expreso de carácter jurídico, o mejor dicho, poseía la autoridad de tal, al margen de los actos jurídicos a que pudiera apelar para legitimar su autoridad de hecho: las elecciones o plebiscitos. Lo fundamental era la obediencia que había conquistado por sí, la que le prestaban por el reconocimiento de su innata calidad de jefe.

Lo que originaba esta fidelidad era la convicción, fundada o no, de que el caudillo defendía los intereses de la colectividad regional. Habían levantado la bandera de la autonomía contra el predominio de Buenos Aires, y la bandera de las tradiciones vernáculas contra las ideas renovadoras de los grupos ilustrados. Pero, aún así, podría sospecharse que no hubieran logrado la autoridad discrecional que alcanzaron si no se hubiesen conducido con extrema habilidad en la orientación de los sentimientos populares. En efecto, los caudillos se apoyaron en las masas y consiguieron su adhesión exacerbando el sentimiento de clase (…) Este apoyo no era sólo adhesión moral y tácita aprobación de su política. Las masas populares proporcionaron a los caudillos la fuerza material, las tropas irregulares que llamaron “montoneras”, gracias a las cuales su poder se consolidó y adquirió muy pronto caracteres de dictadura militar.

Sin duda, los caudillos perpetuaron, a su manera, el sentimiento republicano. Pero, en casi todos los casos, representaron una reacción antiliberal, manifestada, sobre todo, en el desprecio por las formas racionales de la delegación del poder. El caudillo se sentía “hombre representativo”, y así lo sentían también, en muchos casos, las masas que lo apoyaban Pero nada, sino la intuición inmediata, podía justificar la delegación de la soberanía popular en tales mandatarios, porque se subestimaron los mecanismos institucionales que hubieran podido servir para tal fin. Por eso, aunque en algunos casos estuviera efectivamente respaldada por la adhesión popular, la autoridad de los caudillos fue siempre de hecho, y su política siempre autoritaria (…) Es innegable que había en el fondo de esta actitud de las masas y de sus jefes un profundo amor a la libertad primitiva y cierto radical sentimiento democrático; pero no es menos cierto que el ejercicio de esa democracia inorgánica y el goce de esa libertad sin freno no ofrecían garantía alguna como régimen permanente; los caudillos, que fueron banderas de legítimas reivindicaciones populares, se tornaron bien pronto usufructuarios ilegítimos del poder y defendieron sus privilegios con bárbara energía. Tenía razón Estrada cuando decía: “las muchedumbres argentinas han exaltado la barbarie para exaltar la democracia, y por amor a la libertad han soportado las tiranías”.

Esta reflexión de José Manuel Estrada se engancha con el pensamiento de Juan Bautista Alberdi. En efecto, para Estrada las muchedumbres no amaban la libertad individual, su libertad, sino, como afirmaba Alberdi, amaban la Patria o, lo que es lo mismo, amaban al caudillo que la personificaba. Es bueno, por ende, recordar lo que decía el gran tucumano al respecto. “El que ama a la Patria sobre todas las cosas no está lejos de darle todos los poderes y hacerla omnipotente. Pero la omnipotencia de la Patria o del Estado es la exclusión y negación de la libertad individual, es decir, de la libertad del hombre, que no es en sí misma sino un poder moderador del poder del Estado. La libertad individual es el límite sagrado en que termina la autoridad de la Patria. La omnipotencia de la Patria o del Estado es toda la causa y razón de ser de la omnipotencia del gobierno de la Patria, que le sirve de personificación o representación en la acción de su poder soberano.

Todos los crímenes públicos contra la libertad del hombre han podido ser cometidos, no sólo impune, sino legalmente, en nombre de la Patria omnipotente invocada por su gobierno omnímodo. La libertad del hombre puede ser no solamente incompatible con la libertad de la Patria, sino que la primera puede ser desconocida y devorada por la otra. Son dos libertades diferentes que a menudo están reñidas y en divorcio. La libertad de la Patria es la independencia respecto de todo país extranjero. La libertad del hombre es la independencia del individuo respecto del gobierno de su país propio. La libertad de la Patria es compatible con la más grande tiranía, y pueden coexistir en el mismo país. La libertad del individuo deja de existir por el hecho mismo de asumir la Patria la omnipotencia del país (…) ¿De dónde deriva su importancia la libertad individual? De su acción en el progreso de las naciones. Es una libertad múltiple o multiforme, que se descompone y ejerce bajo estas diversas formas: Libertad de querer, optar y elegir. Libertad de pensar, de hablar, escribir: opinar y publicar. Libertad de obrar y proceder. Libertad de trabajar, de adquirir y disponer de lo suyo. Libertad de estar o de irse, de salir y entrar en su país, de locomoción y de circulación. Libertad de conciencia y de culto. Libertad de emigrar y de no moverse de su país. Libertad de testar, de contratar, de enajenar, de producir y adquirir. Como ella encierra el círculo de la actividad humana, la libertad individual, que es la capital libertad del hombre, es la obrera principal e inmediata de todos sus progresos, de todas sus mejoras, de todas las conquistas de la civilización (…) (fuente: discurso pronunciado por el gran tucumano en el acto de graduación de la Facultad de Derecho y ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, el 24 de mayo de 1880)”.

Hemos naturalizado que el Estado conculque lo más sagrado del ser humano: la libertad individual. He aquí el origen de nuestra decadencia que parece no tener fin.

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