Por Hernán Andrés Kruse.-

“El Príncipe” de Maquiavelo es uno de los libros más importantes de ciencia política de todos los tiempos. Su lectura resulta verdaderamente fascinante. Fue escrito hace siglos y, sin embargo, se adecua a la perfección al siglo XXI. ¿Por qué? Por una simple y contundente razón: porque el ansia de poder ha sido, es y será la cualidad esencial del hombre político. En el libro Maquiavelo hace un estudio descarnado del poder. Para el florentino la moral no cuenta. El príncipe será valorado exclusivamente por los resultados obtenidos. Si los medios utilizados fueron lesivos de la dignidad humana es irrelevante. Maquiavelo fue, por ende, el padre intelectual de la realpolitik, de la razón de estado. Sin embargo, sería injusto afirmar, a manera de condena, que Maquiavelo fue un amoral. La lectura de su libro pone en evidencia, me parece, su resignación, su aceptación de una realidad inmodificable: el ejercicio del poder es implacable.

Uno de los capítulos que más me impresionó fue el XIX, titulado “De qué modo debe evitarse ser despreciado y odiado”. La historia argentina ha puesta dramáticamente en evidencia la tendencia de numerosos presidentes de ignorar este sano consejo.

Escribió el florentino:

“Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliado y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se vean privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza (…).

El príncipe que conquista semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente que ser bueno y querido por los suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas; en el interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que lo ataquen las potencias extranjeras (…) En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente; pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y, como ya antes he repetido, empeñándose por todos los medios en tener satisfecho al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues son infinitos los peligros que corre el que conspira (…) Y para reducir el problema a sus últimos términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos, sospechas y temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad del principado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte”.

Mientras releía estos párrafos sobre el peligro de las conjuraciones no pude evitar asociarlos a lo que sucedió el 1 de septiembre en Recoleta.

Anexo 1

Lo que no le perdonan a Cristina

La política argentina no da tregua. Todos los días se producen nuevos hechos que conmueven, que angustian, que no nos dejan dormir. En este sentido la política argentina es dramáticamente impredecible. Hay algo, sin embargo, que desde hace varios años no cambia. Ese algo es la centralidad política de Cristina Kirchner. Desde que estalló el conflicto por la 125 pasó a ocupar el centro del ring, emulando a Carlos Monzón cada vez que subía al cuadrilátero. Vale decir que hace 14 años que Cristina es dueña de la agenda política. Para lograrlo puso en ejecución una estrategia sustentada en la clásica dicotomía amigo-enemigo inmortalizada por Carl Schmitt. En realidad, lo que hizo Cristina fue profundizar una grieta antiquísima, que se remonta a los albores de nuestra independencia. Su éxito fue rotundo.

Cristina es de aquellos políticos que no admiten grises. En consecuencia, se la ama o se la odia de manera intensa, visceral, irracional. La lógica consecuencia de este tipo de liderazgo es el imperio del fanatismo. El ejemplo más emblemático fue el de Perón. Para quienes la aman todo lo que hace y manifiesta no admite discusión. Lo hizo la jefa. Lo dijo la jefa. Punto. Fin de la discusión. Cristina siempre tiene razón. Y, la historia lo ha demostrado, muchas veces no la ha tenido. Y ello por una simple razón: porque es, como todo ser humano, falible. Para quienes la odian todo lo que hace y dice es pecaminoso, imperdonable, insoportable. Si Cristina dice “negro” entonces es “blanco”. Para este sector de la sociedad Cristina es sinónimo de vulgaridad, corrupción y, fundamentalmente, maldad. Para millones de compatriotas Cristina es el mal absoluto.

Pero a Cristina no la odian solamente los anticristinistas de a pie. También la detestan los integrantes de lo que se denomina “el poder real”. Pero sus razones son diferentes. Si el motivo esencial fuera la corrupción entonces deberían haber odiado con igual intensidad a Carlos Menem. Sin embargo, al riojano lo mimaron hasta más no poder. Debe haber, por ende, otras razones. ¿Cuáles son? Para responder a esta pregunta nada mejor que leer el artículo que acaba de publicar en Página/12 Sandra Russo, cuyo título es harto elocuente: “¿Por qué Cristina Kirchner es imperdonable? La potencia”. Antes de transcribir algunos de sus párrafos, debo reconocer que la autora es, como todo el mundo sabe, una fervorosa cristinista. Sin embargo, sus reflexiones son, me parece, sumamente atinadas.

“No le van a perdonar nunca muchas cosas, pero una de las más imperdonables es su potencia política. Eso que todavía los varones embutidos en instituciones patriarcales, y muchas de las mujeres de su entorno, cree que es un atributo exclusivamente masculino (…) Cristina es hoy la persona políticamente más potente de la Argentina. Y no hay modo de que puedan desarmar esa escena en la que su palabra cala hasta lo más profundo de millones. Ella explica complejidades y su énfasis pasional hace que la comprensión de su palabra también sea apasionada. Los que complotaron para inhabilitarla a perpetuidad son los dueños de los aparatos de comunicación que segregan las palabras que repiten millones de personas amaestradas como loros, y son además los dueños del par de palabras definitivamente decisivas en la vida de todo el mundo: culpable o inocente (…)”.

En la lid política, esa mujer los pica como boletos; su capacidad estratégica y sobre todo su enorme potencia como comunicadora hacen que Cristina los demuela una vez y otra vez. A lo largo de los años que llevan intentando destruirla personal y políticamente, ella, incluso con su rictus ajado, su enojo exclusivo y su dolor visible, los ha sacado de quicio (…) Las proscripción confirma que el poder real sabe que la opción peligrosa es ella (…) Cuando nos habla, Cristina no exagera, porque todos hemos sido testigos del costo terrible de su lucha; no ser nunca mascota del poder real (…)”,

Creo que el diagnóstico de Russo da en la tecla. Lo que no le perdona el poder real a Cristina es su obstinada negación a ser considera una mascota. Por ese motivo la quieren destruir. Con Menem no hubo ningún problema porque aceptó gustoso ser su mascota. Por eso el poder real nada dijo sobre los atentados contra la embajada de Israel y la AMIA, por ejemplo. Pero hay otro factor a tener en consideración: Cristina todavía conserva el apoyo de un importante sector de la población. En consecuencia, todavía sigue constituyendo un peligro electoral. Es probable que este factor sea más decisivo que el anterior a la hora de explicar el odio del poder real a Cristina.

Anexo II

El informador público en el recuerdo

Anthony Giddens y la tercera vía (primera parte)

IP-08/04/2016

A fines de la década del noventa Anthony Giddens publicó “La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia”, un libro de lectura impostergable para quien desee conocer los cambios ideológicos que comenzaron a producirse con posterioridad a la posguerra y que se profundizaron luego de la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética.

Giddens persigue un objetivo ético: saber qué tipo de sociedad queremos para vivir y cuáles son los medios más adecuados para acercarse a ella. “La vida política no es nada sin ideales, pero los ideales son vacíos si no se refieren a posibilidades reales”, remarca. Giddens comienza su libro con una rotunda afirmación: el socialismo ha muerto. El socialismo, que en sus comienzos fue una filosofía de la ética, adquirió rigor científico con Carlos Marx. Fue el autor de “El capital” quien situó al socialismo en el contexto de una específica concepción de la historia. El objetivo del socialismo es muy claro: procura dejar al descubierto las limitaciones del sistema capitalista para poder luego humanizarlo, para transformarlo en un sistema económico y social respetuoso de la dignidad del hombre y garante de sus derechos. El socialismo sostiene que si al capitalismo no se lo controla, se le permite funcionar sin limitaciones, atenta contra la calidad de vida de las personas. Al ser económicamente ineficiente, proclive a la división social y sin capacidad para reproducirse en el tiempo, el capitalismo es un sistema inviable. Marx sostuvo a lo largo de su vida que el socialismo era válido en la medida que fuera capaz de generar mayor riqueza que el capitalismo y de distribuirla de manera equitativa. Al no haber sabido satisfacer estas demandas el socialismo murió, sentencia Giddens.

En lo que antes se conocía como Europa Occidental el socialismo estaba bajo el dominio de la socialdemocracia, es decir, de un socialismo moderado y parlamentario. Esa socialdemocracia fue posible gracias a la irrupción del Estado de bienestar. Si bien ese Estado fue una creación tanto de la izquierda como de la derecha, en el período de posguerra el socialismo lo consideró de su exclusiva propiedad. A partir de la década del setenta, la socialdemocracia se vio desafiada por las filosofías que enarbolaban la bandera del libre mercado. La asunción al poder de la conservadora Margaret Thatcher en Gran Bretaña y del republicano Ronald Reagan en Estados Unidos, hicieron posible el surgimiento del neoliberalismo como filosofía opuesta a la socialdemócrata. Las ideas neoliberales, consideradas en sus principios como excéntricas, fueron más adelante tenidas muy en cuenta gracias al aporte de autores como Friedrich von Hayek (Giddens no menciona otro autor relevante: Ludwig von Mises). El neoliberalismo tuvo gran impacto sobre el Reino Unido, Estados Unidos, Australia y Latinoamérica, y también, aunque en menor medida, sobre los países de Europa continental.

Giddens considera que el neoliberalismo tiene dos ramales. Uno de ellos, el principal, es el conservador (la “nueva derecha”). Gran parte de los partidos conservadores adoptaron como filosofía de base al neoliberalismo. Sin embargo, hay ciertas corrientes neoliberales que, si bien son partidarias del libre mercado, en cuestiones morales y económicas son libertarias. El “libertarismo” es una corriente filosófica que enarbola las banderas de un liberalismo radicalmente individualista, tanto en cuestiones económicas y políticas como en cuestiones morales. Nada tiene que ver con el anarquismo. Uno de los autores emblemático es Robert Nozick. Para Giddens, “socialdemocracia” es un término más ambiguo y amplio que “neoliberalismo”. En efecto, Giddens lo utiliza también para caracterizar a partidos y otros grupos de la izquierda reformista, como el Partido Laborista británico. Cuando comienza el período de posguerra socialdemócratas de muchos países tenían en común una determinada perspectiva ideológica. Giddens la denomina “socialdemocracia a la antigua o socialdemocracia clásica”. A raíz del surgimiento en la década del ochenta del neoliberalismo y de las dificultades del socialismo clásico para resolver los problemas, los socialdemócratas decidieron apartarse de la socialdemocracia a la antigua. En otros términos, decidieron aggiornarse. De esa forma surgieron diversos tipos de Estado de bienestar pese a tener un origen histórico común y objetivos y estructuras comunes. Giddens distingue cuatro grupos institucionales: el Estado de bienestar imperante en el Reino Unido (destaca la importancia de los servicios sociales y la salud y tiende a tener prestaciones según el nivel de ingreso); los Estados de bienestar nórdicos (su base tributaria, que es muy alta, proporciona prestaciones generosas y servicios estatales consolidados); los sistemas centroeuropeos (su compromiso con los servicios sociales es relativamente bajo); y los sistemas meridionales (son similares a los sistemas centroeuropeos pero financian menores niveles de protección).

Si se tienen en consideración estas variaciones, la socialdemocracia y el neoliberalismo se presentan como dos filosofías políticas diferentes. Para Giddens la social democracia clásica (la vieja izquierda) se apoya en los siguientes principios: “a) fuerte intervención del Estado en la vida social y económica; b) el Estado predomina sobre la sociedad civil; c) colectivismo; d) economía keynesiana de demanda, más corporativismo; d) papel restringido de los mercados (economía mixta o social); e) pleno empleo; f) fuerte igualitarismo; g) Estado de bienestar de gran extensión, que protege a los ciudadanos “desde la cuna hasta la tumba”; h) modernización lineal; i) débil conciencia ecológica; j) internacionalismo; k) pertenece al mundo bipolar”. Por su parte, el neoliberalismo (la nueva derecha) se apoya en los siguientes principios: “a) gobierno mínimo; b) sociedad civil autónoma; c) fundamentalismo de mercado; d) autoritarismo moral, más un acusado individualismo económico; e) el mercado de trabajo se desregular como ningún otro; f) aceptación de la desigualdad; g) nacionalismo tradicional; h) Estado de bienestar como red de seguridad; i) modernización lineal; j) débil conciencia ecológica; k) teoría realista del orden internacional; l) pertenece al mundo bipolar”.

La vieja izquierda coincidía con Marx en cuanto a la naturaleza del capitalismo y sus secuelas para los pueblos, pero creía que podían ser superadas a través de la intervención estatal en la economía. Para la socialdemocracia clásica el Estado está obligado moralmente a suministrar aquellos bienes públicos que el mercado no está en condiciones de abastecer a la sociedad. La participación del Estado es bienvenida por la vieja izquierda por una sencilla cuestión: en toda sociedad democrática la voluntad del pueblo está representada por el poder público. Cuando las autoridades estatales deciden e intervienen en el mercado, lo hacen en representación del pueblo soberano. En toda sociedad donde impera la socialdemocracia clásica los mecanismos del mercado son sustituidos por procesos colectivos de toma de decisiones, en los que están involucrados el gobierno, los empresarios y los sindicatos (la teoría del pacto social). El Estado también está obligado a ayudar a las familias de escasos recursos. Allí donde el mercado flaquea debe aparecer la firme mano estatal para socorrer a los más débiles. John Maynard Keynes puede considerarse un emblema del Estado de bienestar de la posguerra. Al igual que Marx, creía que el capitalismo poseía cualidades irracionales pero estaba convencido de que el capitalismo podía salvarse si se las controlaba. Tanto Marx como Keynes daban por hecho la productividad del capitalismo. Al igual que los socialdemócratas, Keynes prestó poca atención a la oferta. Además, sostuvo que la estabilización del capitalismo podía asegurarse gestionando la demanda y creando una economía mixta. Si hubo algo que caracterizó a todos los socialdemócratas (incluido el laborismo británico) ha sido la búsqueda de la igualdad. Sostenían con fervor que una igualdad mayor era posible si se ponían en práctica diversas estrategias de nivelación, como la imposición progresiva en virtud de la cual el Estado, al mejor estilo Robin Hood, quita a los ricos para dar a los pobres. El Estado de bienestar tiene como objetivos fundamentales crear una sociedad igualitaria y proteger a las personas durante toda su vida. Un rasgo típico de la socialdemocracia a la antigua era su orientación internacionalista. Una de sus grandes preocupaciones era la creación de solidaridad entre los partidos políticos de orientación ideológica similar esparcidos por el mundo. También estaba situada entre dos extremos: por un lado, el bienestar minimalista de Estados Unidos; por el otro, el centralismo económico de la Unión Soviética.

El neoliberalismo se caracteriza básicamente por sentir aversión por el Estado extenso (big government). Edmund Burke, padre del conservadorismo inglés, sentía aversión por el Estado, al que consideraba un enemigo de la libertad y la independencia de las personas. También en Estados Unidos el conservadorismo demostró su hostilidad al ejercicio centralizado del poder. En el Reino Unido, Margaret Thatcher impuso el neoliberalismo convencida de la necesidad de achicar el Estado. En el fondo, la “dama de hierro” estaba convencida de la superior naturaleza del mercado sobre el Estado. El neoliberalismo tiene una particular visión de la sociedad civil. Sostiene que es fundamental crear las condiciones para el florecimiento de los pequeños grupos de la sociedad civil, y para que ello suceda no debe haber traba alguna a su funcionamiento de parte del Estado. Si la sociedad civil se desarrolla libremente los genuinos valores morales orientarán el comportamiento de las personas como, entre otros, la honestidad, la responsabilidad, la entereza y la austeridad. Para el neoliberalismo el mercado es el único garante del orden civil. Si no se lo molesta está capacitado para proporcionar el mayor bien a la sociedad. El neoliberalismo aborrece el igualitarismo. Margaret Thatcher consideraba ridículo criticar la idea de que la desigualdad social es nociva. El igualitarismo es propio de las sociedades monocordes y totalitarias, como la Unión Soviética, acusa el neoliberalismo.

A fines de la década del noventa, la centroizquierda o socialdemocracia estaba en el poder en el Reino Unido, Francia, Italia, Grecia y varios países escandinavos. A pesar de estas victorias electorales los socialdemócratas carecen de una ideología política nueva e integrada. Lo que más le preocupaba a Giddens en aquel entonces era la capacidad de adecuación de la socialdemocracia al nuevo orden mundial. Qué ideología debía esgrimir la socialdemocracia luego de la implosión de la URSS era la preocupación central de los socialdemócratas. “¿Tiene todavía algún sentido estar en la izquierda ahora que el comunismo se ha desplomado completamente en Occidente, y el socialismo, más ampliamente, se ha disuelto?”, se pregunta Giddens. Para el ideólogo de Tony Blair no tiene ninguno. De ahí la importancia de explorar una tercera vía. “La apropiación más reciente de la “tercera vía”, dice Giddens, “por Bill Clinton y Tony Blair ha encontrado un recibimiento tibio por parte de la mayoría de los socialdemócratas continentales, así como por los críticos de la vieja izquierda en sus respectivos países. En su nueva versión, los críticos contemplan la tercera vía como un neoliberalismo recalentado. Miran a Estrados Unidos y ven una economía bastante dinámica, pero también una sociedad con los niveles más extremos de desigualdad en el mundo desarrollado” (…) “Al llegar al poder, dicen sus críticos, Blair y el nuevo Laborismo han perseverado en las políticas económicas de Margaret Thatcher”. Razón no les falta. Giddens dice como colofón: “Mi propósito a continuación no es valorar si esas observaciones son o no certeras, sino analizar dónde se encuentra el debate sobre el futuro de la socialdemocracia. Daré por hecho que la “tercera vía” se refiere a un marco de pensamiento y política práctica que busca adaptar la socialdemocracia a un mundo que ha cambiado esencialmente a lo largo de las dos o tres últimas décadas. Es una tercera vía en cuanto es un intento por trascender tanto la socialdemocracia a la antigua como el neoliberalismo”.

Share