Por José Luis Milia.-

“El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado”. Jorge Luis Borges, El jardín de senderos que se bifurcan.

Es fácil definir a Pérez Esquivel. Es su gusto y su fetiche, manejarse con sepulturas anónimas a las que les pueda sacar un provecho e imaginar cementerios olvidados. Ídolo indecente de grupos que han hecho de la inmoralidad su culto cotidiano, maneja sus obsesiones con la febrilidad del poseso y es su trajín tratar que el mundo sea, cada día, un mejor estercolero.

Grotesco maestro del desatino, pero ahíto de maldad, venía ocupando su tiempo en tratar de conseguir que un asesino, Marwan Barghouti, sea premiado, junto con la libertad, también con el Nobel de la paz, “premio” devaluado si lo hay, desde que sujetos como Desmond Tutú y el propio Adolfo lo utilizaron como herramienta para promocionar asesinos, sean estos etarras, palestinos o irlandeses.

No menos cierto es que en su prontuario se destaca con luz propia la cerrada defensa que este sujeto hizo de cuanto facineroso andaba asesinando gente a bombazos y tiros por estos lares; pretérito precursor de Zaffaroni en momentos que éste se dedicaba a negar habeas corpus a los tirabombas que Adolfo que defendía o a escribir un tratado sobre derecho penal militar más adecuado para los tercios de Alejandro Farnesio que para un ejército moderno, ambos sostenían con pasión mercenaria, pero en tiempos diferentes, la perversa creencia que los derramamientos de sangre que tanto le han costado a la Argentina -en los setenta pero también en democracia- justificaban la teoría de que en el fondo es la sociedad la culpable de todo.

Experto en escribir a diario el evangelio de la canallada, Adolfo tuvo momentos de gloria amañando medias verdades como cuando en un reportaje de la revista Gente (*), juró y perjuró que él y sus secuaces habían condenado el asesinato del Capitán Viola y de su hija de tres años, la singular crueldad con que los capitostes del ERP intentaron -sin siquiera acercarse a ello- destruir moral, aunque si físicamente, al Coronel Larrabure o el burdo y cruel asesinato de Paula Lambruschini. Aunque uno recorra exhaustivamente, hemerotecas y bibliografías tratando de encontrar una prueba de que estas condenas existieron, jamás encontrará nada pues jamás dijeron una palabra de consuelo hacia los deudos de esas víctimas, aunque esto no signifique que quizás Adolfo las haya “pensado” en lo más profundo de su cerebro, ¿o debemos pensar que un cristiano como él puede mentir cuando de criaturas humanas, pero de otro palo, se trata?

Hoy Adolfo es testigo presencial del derrumbe de las tramoyas más falaces que se han urdido en la historia de nuestro país y como perverso telonero de estas, busca con desesperación una alquimia que le permita evadirse de su tramposa vida y forjarse un nuevo relato. Ha elegido tergiversar algo que para los argentinos tiene el valor y la fuerza de un sagrario, se ha metido con lo mejor que tuvo La Argentina en un siglo que en general fue para el olvido. Quiere, de manera descarada y grosera robarse la memoria de los SOLDADOS ARGENTINOS SÓLO CONOCIDOS POR DIOS, e inventarles un pasado de desaparecidos sin importarle que ellos están registrados como héroes con sus nombres, más que en un cementerio, en el corazón de los argentinos. ¡Tamaña estupidez nos muestra que al «Adolfo”, ya en su senilidad, sólo le queda talento para convertir sus canalladas en bufonadas grotescas!

* Revista Gente, entrevista de Renée Salas y Osvaldo Leboso. Entrevista a Adolfo Pérez Esquivel.

Share